Los griegos de la antigüedad llamaban EGREGOR (de egregori = velar) al alma colectiva o espíritu común que se genera en un grupo humano en el que la sinergia de pensamientos crea un ente diferente de las propias mentes del grupo y al que todos ceden parte de su voluntad o, a veces, toda ella.
Ocurre en los campos de fútbol, en las manifestaciones, en las reuniones de comunidad y en otras ocasiones en las que, por razones que se escapan a mi entendimiento, las personas seguimos o comulgamos con ideas que hacemos nuestras a cambio de recortar las propias para entregarlas a dicho ente.
Esta reflexión me viene a la mente cada vez que asisto a un acontecimiento cultural de los que se someten a las técnicas publicitarias más actuales, las exposiciones de grandes autores o la instalación de famosos cuadros en sus ubicaciones definitivas. Desde luego, sirven para dar a conocer al gran público las obras más famosas, y esto es un elemento muy positivo, pero otras veces impiden el deleite y la contemplación que uno quisiera disfrutar más de lo que le está permitido por los egrégores de los grupos de turistas que recorren dichos acontecimientos.
En la planta primera del Louvre cuelga, en un pasillo y apenas contemplado, uno de los cuadros más tiernos de la historia del arte: un anciano con su nieto, pintado en torno a 1490 por Ghirlandaio, un autor del Quattrocento, contemporáneo de Leonardo, cuya Gioconda, situada en una sala no muy lejos del anciano, acapara las visitas, dejando por lo visto exhausta la capacidad de admirar otras obras.
Imposible acercarse a la Monna Lisa, siempre contemplada por tres o cuatros filas de personas extasiadas y protegida por unos guardianes como armarios (pido perdón por este lugar común) con pinganillos en las orejas.
¿Qué tiene? Se dice que es el cuadro más famoso de la pintura occidental y también uno de los más reproducidos pero, hay que ser justos, ninguna fotografía refleja la belleza del original. Sí, es especial.
Leonardo da Vinci pintó muy pocas obras, no más de dos decenas, y realizó miles de dibujos, muchos perdidos, que se han convertido en obras de arte con el paso del tiempo. El cine, la literatura y su propia personalidad han contribuido a elevar a los altares a este superdotado, propietario de un molinillo por cerebro, que fue capaz de crear y crear y seguir creando poseído por la necesidad de dar rienda suelta constantemente a cualquier cosa que imaginaran sus neuronas.
Sabemos mucho de su vida y andanzas gracias a Giorgio Vasari, artista y escritor, considerado uno de los primeros historiadores del arte (biográfico) que casi fue contemporáneo de los grandes y al que se atribuye la invención del término Renacimiento para definir las manifestaciones artísticas de su entorno.
Leonardo nació el día 15 de abril de 1452 fruto de los amores entre un notario y una campesina jovencita; aunque nunca fue reconocido como hijo legítimo, vivió en la casa de su padre donde, parece ser, aprendió de su abuela paterna a trabajar la cerámica. Su mente despierta y su habilidad para el dibujo llevaron al chico a Florencia, al taller del entonces reputado maestro Andrea del Verrocchio, en el que entró como aprendiz con las tareas propias de barrer, llevar y traer y, en ocasiones, posar para alguna obra. Por suerte, su primer maestro era —siempre según Vasari— un artista muy ecléctico que introdujo a sus aprendices no solo en técnicas pictóricas sino también en el estudio de otros temas de carácter filosófico, matemático, astronómico, arquitectónico, etc. que abrieron la mente inquieta del aprendiz a todo tipo de conocimientos.
Su agilidad y destreza le hicieron de inmediato famoso en una ciudad gobernada por los Medici; a los veinte años ya figuraba inscrito en el Gremio de San Lucas (como artista) y en 1482 es enviado por Lorenzo de Medici a Milán para entrar al servicio de Ludovico Sforza, como muestra de las buenas relaciones que el primero deseaba establecer con el segundo. En Milán entra en contacto con las élites digamos «ilustradas», y recibe encargos para la realización de obras de ingeniería, protecciones de palacios, obras hidráulicas, etc. En 1490 inicia el fresco sobre la Última Cena para el convento de Santa María de Gracia —la obra que utilizaría Dan Brown para escribir su famoso best seller—, al mismo tiempo que trabajó para la ciudad de Venecia creando protecciones (y puentes móviles) contra los peligrosos turcos, empeñados en invadir por ahí.
Su vida se convierte en un va y viene: trabajó para César Borgia, hijo del papa Alejandro VI, volvió a Florencia para trabajar en el proyecto de desviación del río Arno que tantas pérdidas y quebraderos de cabeza ha producido con sus inundaciones y vuelve a Milán donde recibe el encargo de pintar a Lisa Gherardini, mujer del Giocondo.
Y aquí hay que parar e intentar responder a la pregunta formulada más arriba: es un retrato de mujer de época con un paisaje al fondo para el que aplica su gran descubrimiento, el sfumatto, una manera de diluir esos fondos que otorga perspectiva a la pintura simplemente con dos planos superpuestos, la retratada y el paisaje. Pero hay que mirarlo muy fijamente y sin parpadear porque a esta pintura le pasa como al Caballero de la mano en el pecho del Greco, que mucho rato después el personaje habla. Es verdad. Hablan, pero hay que estar mucho tiempo mirándolos porque son algo desconfiados.
Se cuenta que Leonardo hacía tañer una lira mientras Lisa posaba, para que ella tuviera siempre la expresión dulce y no acusara el cansancio de tantas horas ante el pintor; es posible.
El cuadro, pequeño para lo que se acostumbraba a encargar a los grandes en la época, no salió de manos del pintor hasta su muerte y fue copiado por uno de sus discípulos, Francesco Melzi, al parecer al mismo tiempo que el maestro lo realizaba. Es la Monna Lisa española, propiedad del Museo del Prado.
En 1509 Milán es tomada por los franceses, el rey Luis XII se apropia de este codiciado territorio de la Italia peninsular, de posición estratégica, y Leonardo marcha a Roma para trabajar en las Estancias Vaticanas donde ya lo hacían Miguel Ángel, Rafael y Sangallo, intento frustrado porque es contratado por el papa León X como ingeniero hidráulico, pero no como pintor. Es curioso, sin embargo, que en la famosa Escuela de Atenas pintada por Rafael para esas estancias, el autor retratara a Leonardo como Platón, en el centro de la imagen, en un momento en el que el neoplatonismo dominaba la escena filosófica y artística, con tanto éxito en la pintura del Cinquecento.
En 1515 el joven rey francés Francisco I, heredero de su tío Luís XII, reconquista Milán (digo re pero no me extiendo en estos vaivenes políticos) y entra en contacto con la movida cultural que llamamos Renacimiento, quedando de inmediato prendado del Humanismo. En 1516 convence a Leonardo, su viejo profesor, al que llama «padre mío», para que se vaya a vivir cerca de él, en Amboise. Le instala en un pequeño castillo llamado Clos-Lucé, del que se dice que tiene un pasaje secreto por donde el rey visitaba a su admirado maestro hasta que este falleció el día 2 de mayo de 1519. Fue enterrado en la capilla del Saint-Hubert, en el palacio de Amboise (no, no está enterrado en la Santa Croce florentina, como muchos creen).
Nunca se casó, no tuvo hijos, sus bienes se repartieron entre sus discípulos Salai y Melzi y algunos de sus sirvientes. Sus obras, escasas, se pueden admirar en los principales museos (aunque haya que ir hasta Cracovia para ver la deliciosa Dama del armiño) y sus dibujos sobre cualquier cosa que se le ocurriera se guardan en el Vaticano (la mayoría) pero también en otros emplazamientos, por suerte. Se dice de él que era muy inconstante, zurdo, escrupuloso con la comida, casi vegetariano, que hacía ejercicios diarios, que padecía de dolores de huesos y que, como se cuenta también de Picasso, necesitaba continuamente un carboncillo, un pincel, un papel sobre el que dibujar.
Un genio, esa es la definición. Alguien poseído por la necesidad de crear.
Desde 2012 se está intentando instaurar el día 15 de abril como Día Mundial de las Artes en honor a la fecha de nacimiento de este poliédrico personaje. Esperemos que ocurra y que quede definitivamente en los anales de las celebraciones.
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