El Museo Thyssen rastrea sus influencias mutuas
Quizás he podido tener una pequeña influencia en el movimiento que está llevando a la pintura hacia el estudio de la luz en sí misma, la práctica al aire libre, la sinceridad en la reproducción de los efectos atmosféricos. SI algunos de los que yo he tenido el honor de introducir en ese camino, como Claude Monet, han querido ir más lejos por su propio temperamento personal, me deberán al menos un cierto reconocimiento, del mismo modo que yo lo hice con quienes me aconsejaron y me dieron unos modelos que seguir.
Ocurría ayer y ocurre hoy que los discípulos dejan más o menos a un lado a los maestros una vez absorbidas sus enseñanzas y que estos quieren sentirse partícipes del éxito de sus alumnos. Hubo un tiempo en que Monet también quiso matar al padre Boudin, pero años después de su muerte no tenía problema en afirmar que todo se lo debía a él.
En buena medida, tenía razón: antes de conocerlo casualmente en una librería de Le Havre, en 1856, Monet triunfaba como caricaturista; ha dicho hoy Guillermo Solana que, de no haberse producido ese encuentro, el que fue uno de los creadores del impresionismo podía haber sido otro Daumier. Pero el de Honfleur le animó a ir más allá, a comenzar a explorar la pintura al aire libre… y Monet no solo le hizo caso (al tiempo, porque los buenos alumnos no son dúctiles al principio), sino que superó a su maestro en cuanto a la representación de una mirada renovadora sobre la naturaleza hasta el punto de que Boudin llegó a convertirse, en ciertas fases de su carrera, en discípulo del que había sido su pupilo.
Tanto su relación personal como la puramente artística se caracterizaron por sus ideas y venidas, la sucesión de etapas de mayor acercamiento y de distancia, y la exposición que mañana se abre al público en el Museo Thyssen-Bornemisza nos invita a recrearnos en ellas, observando lo que tuvieron en común y lo que no a la hora de mirar y pintar idénticos escenarios de la costa atlántica francesa y también del sur, como Antibes.
Hay que tener en cuenta que ambos mantuvieron carreras independientes y no paralelas, aunque se debiesen mucho el uno al otro; no hay más que comprobar el orgullo con el que Boudin se refería a la evolución de Monet, teñido a veces por una cierta nostalgia de los tiempos en que era él quien enseñaba y de cierto reproche al impresionista por no recordar más su deuda con él.
Además de plantear -decíamos- ese doble recorrido biográfico y creativo de ambos, esta exhibición, comisariada por Juan Ángel López-Manzanares, supone la exploración de un territorio muy concreto (el de la costa atlántica francesa, en las regiones de Bretaña y Normandía) en una etapa histórica también muy específica: desde mediados del siglo XIX, los pueblos de estas zonas se habían convertido en destino turístico preferente en Francia, sobre todo para la burguesía parisina, y en ellos cohabitaban cada verano turistas y pescadores. Allí, en Granville, Dieppe, Étretat… entre acantilados y cielos más bien oscuros, nació el impresionismo y Boudin inició, con muchos esfuerzos dada la escasez de sus recursos económicos y su timidez nada escasa, su camino como pintor. Podemos decir que Normandía fue un escenario tan importante como París y sus bulevares en la gestación de este movimiento.
Pero sí en la capital importaban los paseantes, en el mar no: salvo excepciones contadas de burgueses y mujeres con sombrilla a la orilla del mar, ni a Monet ni a Boudin les interesaron los turistas, sino celebrar la naturaleza apacible o agreste, casi siempre sublime. A partir de ella, cuestionaron los procedimientos habituales de la pintura en sí misma: incidieron en la instantaneidad, en el trabajo de un mismo motivo en versiones distintas y prestaron atención, siempre, a las atmósferas.
Las cerca de cien obras que componen la exposición, la primera en confrontar la producción de Boudin y Monet a nivel internacional, se estructuran en ocho secciones temáticas, con un sentido muy didáctico que, cuando no subraya los lugares comunes entre maestro y alumno, acentúa sus diferencias. Ocurre al final de la exposición, en el que queda patente cómo, si su punto de partida fue semejante, sus territorios de llegada quedaron bastante lejos: Monet exploró más y, como el Thyssen ya estudió hace unos años, se aproximó a la abstracción desde la luz.
El diálogo de las obras es continuo, insistiéndose en su distinto manejo de motivos y escenarios comunes: mástiles, humos, acantilados, mujeres junto al mar… Proceden de múltiples museos internacionales, como el de Orsay, el Metropolitan, la National Gallery de Londres o el Marunuma Art Park japonés, y también de colecciones privadas como la de Pérez Simón.
Las ocho secciones de la muestra también apuntan a sus referencias compartidas: se dedican a paisajes pintorescos (ambos estudiaron a Rousseau o Daubigny), a las marinas (para los dos resultó decisivo su encuentro con Jongkind en 1862), a las escenas de playa, muchas en la emblemática Trouville; a sus delicados pasteles, en los que destacan los cielos y atardeceres de Boudin, que impresionaron a Corot; a las variaciones sobre un único motivo, a los litorales agrestes, la luz y sus reflejos (ojo a la fusión de cielos y mar) y a sus transformadores viajes al sur – también a Venecia en el caso de Boudin-. Para ambos fue una revelación poderosa la luz del Mediterráneo.
Como decíamos, Monet llegó bastante más lejos en sus planteamientos que su maestro, pero es cierto que la situación más acomodada de su familia le facilitó bastante sus comienzos artísticos y que Boudin había puesto los cimientos de sus logros al trabajar al aire libre, pendiente de los fenómenos atmosféricos. En paralelo, para aprender dibujo, había copiado a los maestros holandeses.
Se llevaban dieciséis años y, cuando se conocieron, Boudin era el representante más avanzado del paisaje francés; el artista adecuado para guiar a Monet en su transición de la caricatura a la naturaleza. Su primer intento de convencerle para cambiar el rumbo fracasó, pero terminaron trabajando juntos en la costa normanda (la exposición se abre con un posible retrato de Boudin pintando a cargo de Monet) y, aunque el autor de los nenúfares de Giverny terminó formándose en París, aquellas bases fueron esenciales en su obra madura.
A él lo conocemos bien, pero Boudin, creador muy intuitivo, quedó eclipsado tanto por su más directo alumno como por los impresionistas en general, así que esta exhibición es una buena ocasión, por lo rara, de acercarse a su pintura: sesenta de las obras en el Thyssen son suyas (y las tres cuartas partes de las del conjunto de la exposición, inéditas para el público español). La del Thyssen, por cierto, es una de las dos únicas colecciones públicas españolas que cuentan con obra de Boudin; la otra es el MNAC barcelonés.
Podemos entender que la obra de ambos deriva de la tradición paisajística europea desde el siglo XVIII, pero uno y otro la abordaron de distinta forma. Si Boudin trabajaba al aire libre en verano y otoño, llevando a cabo dibujos o anotaciones, pasteles y tablas al óleo en las que estudiaba cambios lumínicos, y en invierno y primavera componía en el estudio sus obras más ambiciosas, destinadas al Salon o a los coleccionistas, Monet heredó aquel método con matices. Él terminó realizando el grueso de su producción en exteriores, del natural, terminando lo que había iniciado al aire libre en su estudio de Giverny.
Boudin vio en ese procedimiento un gesto audaz y terminó adoptándolo. El parisino dio mayor importancia a su concepción retiniana del paisaje que al trabajo a partir del conocimiento intelectual del mismo, mientras el de Honfleur, en una línea más tradicional, se mantuvo fiel al naturalismo preconizado por la Escuela de Barbizon. No obstante, siguió antes que Monet las demandas de Baudelaire de dar testimonio de la vida moderna y supo asumir, hasta cierto punto, las innovaciones impresionistas, aunque se mantuviera lejos de la radicalidad de su discípulo en la captación del instante.
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