La viuda del escritor portugués, Pilar del Río, encuentra textos inéditos escritos en el año en que recibió el premio Nobel
El año de 1998 comenzó en Lanzarote con una tormenta nocturna que arrancó los dos oliveras que José Saramago criaba en su casita blanca. El año lo acabó reclinado él mismo en un Corte Inglés de Madrid, en busca de unos pares de calcetines. El casual descubrimiento del sexto cuaderno de Lanzarote, con textos sobre su actividad cultural y social, va a permitir recomponer la vida del escritor portugués en el año que recibió el Nobel, ahora hace 20 años.
El misterio o la brujería del sexto cuaderno no lo es tanto si se repasan escritos del propio autor, pues en el epílogo del quinto cuaderno de la edición española, en 1997, ya se anunciaba un sexto; y en 2001, Saramago volvía a insistir. “El olvido lo atribuyo al terremoto que supuso la concesión del Nobel”, explica su viuda. “Lo atribuyo a las casualidades de la vida y no a las leyes del marketing”. Y en ese capítulo de coincidencias, se añade que este 20º aniversario del Nobel de Saramago se celebre en un año insólito, sin Nobel de Literatura.
A veces, el diario solo enuncia un tema que le ronda en la cabeza, otras fechas recuerdan citas con colegas y compromisos culturales, pero hay días en que el escritor no tiene freno, generalmente con lectores y con políticos, y es entonces cuando sale la auténtica personalidad del autor de El año de la muerte de Ricardo Reis. “Es un diario muy completo y muy actual”, explica Del Río, “con sus inquietudes sobre problemas de entonces, que siguen siendo hoy de máxima actualidad, como la emigración o la Unión Europea”.
El último cuaderno de Lanzarote es un genuino Saramago, con su preocupación por la persiana mal cerrada y por sus demonios: el FMI, los Estados Unidos de América del Norte (EUAN, como él lo llama) o el entonces primer ministro portugués, Aníbal Cavaco Silva, que hizo todo lo que pudo para que fuera odiado en su propio país y que le inclinó a refugiarse en Lanzarote.
En ese año extraordinario de 1998 hay días para recordar a los cainitas que rechazan poner su nombre a una escuela y para renegar de los patriotas que callan cuando la OTAN ocupa territorio nacional pero se soliviantan porque España regale a Portugal una placa de Felipe II -rey de Portugal en 1580- con ocasión de la Exposición Universal.
El Nobel pierde su acritud cuando se cartea con sus lectores y su legión de seguidores, algunos -algunas- absolutamente rendidos a sus pies. “La única idea original que ha salido de estos cuadernos”, recuerda, “es pedir que la obra completa de un escritor incluya un volumen con las cartas de los lectores. Es un inagotable campo de trabajo”. Y también una muestra de la riqueza creativa de las personas, a tenor de algunas cartas que se incluyen en El último cuaderno.
En esa montaña rusa que son siempre unos diarios, estos de 1998 alcanzan la cima con el discurso del Nobel y bajan a ese mundo terrenal en el que tu pareja te pone en tu sitio, por si se te subieron los humos, y te conmina, antes de asistir a otro premio, a que vayas a comprarte unos calcetines, que falta te hacen. Y es así, arrodillado, escogiendo entre lo que no sabes, que alguien reconoce a un auténtico premio Nobel en posición “tan poco digna”.
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