Concha Méndez, la voz de la memoria doblemente olvidada

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El libro de recuerdos que la escritora dictó a su nieta poco antes de morir en el exilio mexicano rescata la figura de una poeta opacada por el canon de la Generación del 27

Una mujer que recuerda. Concha Méndez en su casa de México relata a su nieta Paloma sus memorias que son grabadas y luego transcritas. En esa evocación hablada atraviesa España, una España que ya no existe. Y la vida de una muchacha audaz, campeona de natación, que viajaba sola y que atravesó el Atlántico como grumete. La joven que ahora es una anciana que recuerda y bebe sorbos de jerez, los labios siempre pintados y el pelo peinado al estilo de los años treinta. Como si la guerra y el exilio no hubieran sucedido.

Concha Méndez tenía 83 años cuando arrancan estas memorias habladas. Había aplazado la escritura de su biografía demasiado tiempo. “A través de estas memorias quiso regresar a España y encontrar el lugar que le correspondía dentro de la historia literaria”, apunta Paloma Ulacia Altolaguirre en el prólogo de las memorias de la primera edición.

Entre Cuba y México

Concha Méndez vivió el exilio en Cuba y en México. Los desterrados estaban convencidos de que la historia los borraría y se lanzaron a escribir libros de memorias, autobiografías y diarios filtrados por la contranostalgia. Pero en Concha Méndez había algo más. “La obsesión por su pasado me dolía, su deseo de ser escuchada. Pasé mi adolescencia viendo gente que llegaba a nuestra casa a visitarla para preguntarle sobre sus contemporáneos. No recuerdo que fuera nadie a preguntarle quién era ella”, explica su nieta como clave del libro.

Hay en su relato algo que simboliza esa otra Generación del 27 que ha sido mal contada o ninguneada: la de las mujeres creadoras. “Si Gerardo Diego no la había incluido en su famosa Antología, mucho menos iba a ser tomada en serio en un mundo literario que no era el suyo. Los hombres se negaban a ver en ella algo más que a la mujer de un poeta; nunca quisieron reconocerla como escritora por cuenta propia, a pesar de haber publicado varios libros que lo demostraban. Su vocación ya estaba latente desde mediados de los años veinte, mucho antes de casarse”, añade su nieta.

Concha Méndez era la novia de Luis Buñuel, la esposa de Manuel Altolaguirre o la gran amiga de Luis Cernuda, en cuya casa falleció el poeta sevillano. Pero pocos han reconocido a la autora de Inquietudes, Surtidor, Entre el soñar y el vivir o Niño y sombras. Tampoco su labor como impresora junto a su marido. Ambos imprimieron revistas de la época como Héroe en Madrid o 1616 en Londres, además de fundar la imprenta La Verónica en Cuba. “Él era el tipógrafo y yo, vestida de mecánico, la fuerza que hacía girar la imprenta”, aseguraba sobre su trabajo de minervista. Juan Ramón Jiménez describía a la poeta-tipógrafa cuando provocaba el asombro al salir a la calle con el mono de cajista de imprenta “enrolada de buque, fogonera de tren, polizón de zepelín”.

Concha Méndez simboliza el perfil de las mujeres valientes con las que erupciona el siglo. “Nací en medio de la modernidad, del canto a los medios de transporte, a la velocidad, al vuelo. Mis primeros poemas están llenos de estas cosas: de los clamores a la era moderna, de aviadores, aviones, motores, hélices, telecomunicaciones”, cuenta la poeta en sus memorias.

Concha Méndez siempre deseó embarcarse en viajes trasatlánticos. “Recuerdo la visita de un amigo de mis padres. El señor preguntó a mis hermanos: ‘¿Qué queréis ser de mayores?’ No recuerdo lo qué contestarían, pero viendo que a mí no me preguntaba nada, teniendo toda la cabeza llena de sueños, le dije: ‘Yo voy a ser capitán de barco’. ‘Las niñas no son nada’, me contestó. Por estas palabras le tomé un odio terrible a este señor. ¿Qué es eso de que las niñas no son nada?”.

Además del retrato interior, Concha Méndez relata la historia de su generación. Descubre a un joven Buñuel obsesionado por los insectos, a Lorca con miedo al atravesar las calles “porque se acalambraba y había que cogerlo de la mano para guiarlo” o a Maruja Mallo que le advierte de que le tirarán piedras por ir sin sombrero.

El 5 de junio de 1932 Concha Méndez y Altolaguirre se casaron vestidos de verde con un ramo de perejil. La fotografía es el retrato feliz de una generación antes de que llegaran los vientos sucios de la guerra. Los testigos del enlace fueron Juan Ramón, Cernuda, Lorca, Moreno Villa, Aleixandre y Guillén. Y un recuerdo: “Al salir de la iglesia, Juan Ramón empezó a aventar monedas a los niños de la calle y, según iba tirando el dinero, les decía: ‘Digan conmigo: ¡Viva la poesía! ¡Viva el arte!”.

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