Más o menos como en los sueños, el tiempo en los museos pasa muy rápidamente. En la noche de la pintura, los ojos se mueven en fase REM constante mientras el sol resplandece ahí afuera, cociendo el asfalto. Fue Orhan Pamuk quien escribió que los museos de verdad son los sitios en los que el tiempo se transforma en espacio. El premio Nobel turco había construido el suyo propio, El museo de la Inocencia, un gabinete de las maravillas que nace de un libro y termina como un aleph de todos los museos del mundo.
Si «para hacer una película todo lo que se necesita es una chica y una pistola» -la frase quedó erróneamente atribuida a Godard-, para nuestra visita de una hora al Prado tenemos a una chica con un plano. En la galería central, Dolores G -a quien llamaremos Dolor, como el perro de Frida Kahlo- fantasea y sonríe mientras oye a su espalda el pataleo de los niños que preguntan a sus padres cuánto camino queda y estos señalan de nuevo al frente, a ese horizonte que es una pintura, un tiziano, un veronés, un rubens, y entonces los chavales corren afanosos y se adelantan para llegar primero y oír el latido del tiempo. Ya lo advirtió Goya, el tiempo también pinta.
Dolor despliega el plano sobre su mano izquierda. En el dibujo de las tres plantas del edificio están señaladas las 14 obras sugeridas (hay que clicar en «Recorridos recomendados» y seleccionar la visita que durará sesenta minutos). Muy cerca, el estruendo sordo de un grupo de turistas sigue a la chica, empujado por idéntica ilusión. Le ha parecido oír que una parte de ellos ha optado por la expedición de dos horas, mientras que una pareja de jóvenes italianos se dispone a hacerla en tres.
En lo más hondo de su ser, Dolor conserva oculta la esperanza de poder hacer algún día una visita de 36 horas. Sentirse pequeña y sola en las galerías, sin necesidad de apresurarse, saboreando la víspera del siguiente cuadro, el bramido del ciervo de Velázquez dando las diez, los gatos de Goya maullando las once, el pajarito de la Sagrada Familia de Murillo que pía doce veces… y así, cada animalillo anunciando los cuartos y las horas, con sus voces distintas.
Le despierta de su fantasía un guardián de sala, que con un gesto abrupto corrige la posición de un turista chino que envidiosamente mira de cerca el escapulario de seda rojo de El Cardenal (1512) de Rafael. No se sabe a ciencia cierta quién es el prelado del retrato, pero los estudiosos ven un parecido con Francesco Alidosi, el Marcinkus del Renacimiento, favorito de Julio II (inmortalizado por Rafael aquel el mismo año, la pintura está en la National Gallery de Londres). Fue apodado el Ganímedes del papa, uno la luna y el otro un Júpiter lunático, tal era la atracción del pontífice por su banquero. En el cuadro, llaman la atención algunos motivos leonardescos, en particular de la Gioconda, por la composición triangular y el sfumato concentrado en el flequillo recortado a dos velocidades, como una muralla inexpugnable que protegiera la cabeza del asedio a inconfesables secretos.
Unos pasos más allá, está el joven Durero (Autorretrato, 1498). Apuesto, de mirada penetrante, es sin duda el Brad Pitt de la época. Está ataviado como un gentiluomo: lleva un jubón blanco y negro y cubre sus manos con unos delicados guantes grises, las mismas que ejecutaron esta tabla, como se lee en la inscripción del alféizar de la ventana, escrita en alemán: «Lo pinté según mi figura a los veintiséis años».
Dolor se dirige a la sala del Jardín de las Delicias (1490-1500), el tríptico donde El Bosco concentra todo el destino de la Humanidad, con el pecado como hilo conductor. Lujuria, gula, ambición, castigo, criaturas que inspiraron a Spielberg y Cameron, con Sigourney Weaver en el papel de Eva que recibe su castigo en el Infierno. Es difícil desengancharse de esta parrilla de historias, un Netflix gótico donde la tierra es siempre plana. Muy cerca está la conmovedora Crucifixión (1509-19), de Juan de Flandes. En el grupo de parientes y seguidores de Cristo, bajo la nube oscura que cubre la parte superior de la pintura, destaca la Virgen aislada en su dolor; en un primer plano, sobre una piedra, hay una calavera, un fémur, corales y lo que parece un enigmático objeto negro rectangular rescatado anacrónicamente del Gólgota: un Iphone. En la no menos elegante pintura El Descendimiento (antes de 1443) de Van der Weyden, el paño de pureza que cubre a Cristo es tan transparente que se puede ver con nitidez la sangre que fluye. A la izquierda, la Virgen se ha desvanecido y repite la postura del hijo con una empatía maternal jamás lograda antes en una pintura. El videoarte de Bill Viola le debe mucho a este cuadro.
Visitantes del Prado contemplan ‘Las Meninas’. ÁLVARO GARCÍA
Es el turno de Goya. En Los fusilamientos (1814), como en casi toda su pintura, el Sordo de Fuendetodos retrata el miedo y la piedad mejor que el heroísmo. Antes de subir a la primera planta, Dolor busca la escultura Orestes y Pílades (hacia el siglo X a.C.), de la Escuela de Pasiteles, que reproduce el abrazo de los dos efebos. Es una obra muy visitada por las reinas queer durante las celebraciones LGTB de Madrid. La chica acelera el ritmo para llegar a El caballero de la mano en el pecho (1578-80). El ojo derecho del noble cristiano pintado por El Greco atraviesa como un láser todo lo que se le pone delante. Demasiada severidad. El sueño de Jacob (1639), de José de Ribera, es un kitkat: ángeles subiendo y bajando mientras el pastor los sueña.
Por fin, Las Meninas (1656), el cuadro/manifiesto de Velázquez sobre el placer de ver -la escopofilia– y el siempre ambiguo papel de la realeza, pues los monarcas posan para el artista y la imagen aparece en el espejo, pero en realidad ellos están fuera del marco, donde estamos nosotros, los espectadores. Dolor no parece muy convencida de esta interpretación, así que enfila el último tramo hacia el Carlos V en la batalla de Mühlberg (1548), un tiziano poco manierista si lo comparamos con Venus y Adonis o Dánae recibiendo la lluvia de oro. Enfrente está el Rubens que se adelantó a la era del consumo de masas: Las tres Gracias (1630-35). La esposa del pintor, Helena Fourment, aparece representada a la izquierda, la gracia del medio aprieta su bíceps (¿comprueba su condición física?) mientras la tercera reclama su atención (parece molesta). En otra sala, La Inmaculada Concepción (1767-69), de Tiepolo, reproduce la imagen de la Virgen que pisa la serpiente del Pecado Original. Un cubo de agua fría después del ménage à trois rubensiano.
El corolario de la ruta rescata por una vez la figura de la mujer heroica, Judit en el banquete de Holofernes (1634), el único rembrandt que posee el Prado, con la heroína que sabe utilizar sus armas para liberar al pueblo holandés de la monarquía española.
Acaba la expedición. Dolor apura los últimos cinco minutos frente al perro metafísico de Goya. El animal está inundado de sol pero en él no hay alegría. La chica observa el cuadro, inmóvil, como si estuviera ante algo prodigioso, la imagen de la supervivencia. Dolor, ese perro. Debió de ser también su nombre.
Iconos a modo de aperitivo
La Crucifixión (1509-1519), Juan de Flandes.
El caballero de la mano en el pecho (hacia 1580), El Greco.
Las meninas (1656), Velázquez
El sueño de Jacob (1639), José de Ribera.
El 3 de mayo en Madrid o Los fusilamientos (1814), Goya.
La Anunciación (1425 – 1426), Fra Angelico. Actualmente esta pieza no está expuesta porque está en restauración.
El Cardenal (1510-1511), Rafael.
Carlos V en la Batalla de Mühlberg (1548), Tiziano.
La Inmaculada Concepción (1767-1769), Tiepolo.
El Descendimiento (antes de 1443), Van der Weyden.
El jardín de las delicias (1490-1500), El Bosco.
Las tres Gracias (1630 – 1635), Rubens.
Autorretrato (1498), Durero.
Judit en el banquete de Holofernes (antes Artemisa) (1634), Rembrandt.
Orestes y Pílades o Grupo de San Ildefonso (Hacia el 10 antes de Cristo), Escuela de Pasiteles.
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