El faro llama con su luz entre la bruma y las mareas. Entrevista con Jazmina Barrera

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Jazmina Barrera (Ciudad de México, 1988) no conocía los faros, pero ya había soñado con uno cuando era niña; estaba abandonado y lejos de la costa. En Cuaderno de faros (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2017; Pepitas de Calabaza, de próxima aparición) constata que cuando visita faros, cuando lee o escribe sobre faros, cuando los colecciona, se va de sí misma. Se aleja en el espacio y va a lugares remotos. Se aleja también en el tiempo, hacia un pasado que sabe que idealiza, en el que la soledad resulta más fácil. En el libro, la autora indaga algunos faros reales y rastrea otros procedentes de la literatura.

En esta conversación, sostenida durante el Hay Festival 2018, la autora aborda la escritura como una forma de coleccionismo, ahonda en la belleza de las ruinas y concluye que existe la posibilidad de un desprendimiento absoluto.

AGA: Tu libro atrae al lector como la luz de los faros atrae a los barcos. Rememoras: “Melville, en Moby-Dick, dice que los seres humanos comparten una atracción natural hacia el agua. […] Dice Robert Louis Stevenson que visitar faros es visitar siglos pasados”. ¿Cuál es el origen de tu fascinación por esas torres en las costas, con luz en su parte superior que alumbra el mar y sirve de guía a los navegantes?

JB: El origen es un viaje, el primero que narro en el libro. Hace muchos años fui a visitar un faro en Oregón mientras leía To the Lighthouse y la experiencia me llevó a investigar sobre la historia de los faros, las personas que los habitaron y los faros en la literatura. Entre más averiguaba más me fascinaban los faros en todas sus dimensiones: como edificios construidos en sitios peligrosos y entre tormentas, como lugar y metáfora de la soledad, el aislamiento y la locura, como idea humanitaria para ayudar a los marineros, pescadores y náufragos.

Recurres al historiador francés Jean Delumeau: “Los infiernos de muchas mitologías están rodeados de agua, se llega a ellos navegando, porque, en palabras de Delumeau, en la antigüedad ‘el mar se asociaba en la sensibilidad colectiva a las peores imágenes de angustia. Estaba unido a la muerte, a la noche, al abismo’”. ¿De qué manera contrastas el abismo, la muerte y la noche expresados por Delumeau con el placer referido por ti en el capítulo “Blackwell”: “Desde aquí puedo contemplar la muerte como un océano en calma, imaginar que me zambullo allí sin miedo, hasta con placer”, y con un particular pensamiento de la belleza: “Me estoy enamorando de una idea de belleza que por momentos se parece demasiado a la muerte”?

JB: El faro es el lugar de contemplación del mar. Parte de la tarea del farero consiste en observar el clima y la llegada de los barcos, y para eso debe pasar horas mirando al horizonte. La imagen de Delumeau se refiere al mar desde el punto de vista de los pescadores y marineros, para quienes era y es un peligro constante y en muchos casos símbolo y lugar de la muerte. La contemplación del farero sería entonces la observación permanente de esa muerte. Y por supuesto hay belleza en la muerte, en la soledad y la calma absolutas, el vacío. Creo que nada expresa esa fascinación mejor que el poema de Keats “Ode to a Nightingale”:

Darkling I listen; and, for many a time
I have been half in love with easeful Death,
Call’d him soft names in many a mused rhyme,
To take into the air my quiet breath;
Now more than ever seems it rich to die,
To cease upon the midnight with no pain,1

AGA: Recuerdas que Yukio Mishima planeó su muerte durante mucho tiempo. Pensó a fondo los detalles del seppuku. Se quitó la vida al día siguiente de terminar La decadencia del ángel, cuarta novela de la tetralogía El mar de fertilidad. Escribes: “La novela se refiere también a la muerte como algo resplandeciente. El suicidio es una muerte honrosa, bella y brillante”. También planteas: “Pareciera un mal de nuestros tiempos el hastío ante la totalidad que padecía David Foster Wallace y que, junto con las crisis depresivas, lo orilló al suicidio”. ¿Cuál es tu percepción de la muerte voluntaria?

JB: En el libro juego con esa atracción hacia la muerte, la atracción del abismo que se podría sentir, por ejemplo, desde la punta de un faro. La renuncia del farero, su soledad, sus tareas monótonas, contemplativas, me recuerdan a la muerte, a todo aquello que me parece hermoso de la muerte. Pero en esos momentos del libro que mencionas también hay resistencia ante esta idea. Puesto que todas las vidas llegan a ese punto en algún momento, puesto que la nada se extiende antes y después de la vida, la vida es una excepción, un periodo irrepetible y efímero que hay que aprovechar. No hay por qué apresurar lo inevitable, podría ser la conclusión de esos pasajes.

AGA: Una de las claves del libro es el coleccionismo: “Coleccionar es una forma de escapismo. Al depositar la atención, el deseo y la voluntad en algo ajeno, en su belleza, su orden, su clasificación y acumulación, se evaden faltas y vacíos”. Buscaste pistas, coleccionaste indicios en diversas tramas para recrear mundos desaparecidos. ¿Cómo es tu proceso creativo en función del coleccionismo?

JB: He pensado mucho en la escritura como una forma de coleccionismo. Este libro está hecho de fragmentos: imágenes, referencias y recuerdos de faros. Es una colección de experiencias que se acumulan y se ordenan —o no—, como si fueran objetos. Muchos libros que amo —de Benjamin, Perec, David Markson, Maggie Nelson— usan un mecanismo parecido.

AGA: La amalgama literaria es heterodoxa: The Seafarer, poema anglosajón anónimo; la Ilíada; “El faro”, de Juan José Arreola; Marca de agua, de Joseph Brodsky; Ulises, de James Joyce; Moby-Dick, de Herman Melville; El mar, de Jules Michelet; El faro del fin del mundo, de Julio Verne; “From Montauk Point”, de Walt Whitman… Son sólo algunas referencias. ¿Cómo fue el proceso de coleccionar las fuentes, de engranarlas?

JB: La investigación es un camino de lecturas en el que una fuente suele referir a otras, y de esa forma te lleva a lugares insospechados. Por otro lado, el proceso de escritura en este libro fue también colectivo, porque lo trabajé en un par de talleres y muchos amigos me compartían referencias, imágenes, historias. Por lo azarosa que resulta una investigación así, los fragmentos se fueron escribiendo en desorden y pasé mucho tiempo ordenándolos. La escritura de este libro tiene mucho de curaduría: consistió en seleccionar y ordenar fragmentos, como si fueran los cuadros de una exposición y pensar la lectura como una propuesta de recorrido.

AGA: Infieres: “Si el faro es la torre sólida de luz, su opuesto sería el pozo: torre invertida de oscuridad líquida”. ¿Qué se encuentra entre las dos imágenes?

JB: A lo largo del libro, el faro y el pozo se convirtieron en metáforas opuestas: la primera del viaje y la contemplación del exterior, y la segunda de la introspección, del abismo interior. El libro, al final, resultó ser un punto medio, precisamente eso que se encuentra entre el faro y el pozo.

AGA: El antropólogo francés Marc Augé plantea en El tiempo en ruinas que la belleza del arte depende de su dimensión histórica: es preciso que el arte pertenezca a su época, que sea histórico hoy para resultar hermoso mañana. Afirmas que los faros tienen “ahora ese atractivo de las ruinas y la decadencia. Para los melancólicos son ahora tanto más hermosos”. ¿En qué reside la belleza de las ruinas?

JB: Reside en lo que los japoneses llaman wabi-sabi: la belleza de la decadencia, de lo imperfecto y lo efímero, de lo que esculpen el tiempo y el clima y la experiencia. También es la belleza de lo incompleto, de lo que sugiere y evoca. Y la belleza de lo utópico, porque todos los mundos pasados son imposibles de repetir y susceptibles de ser idealizados.

AGA: Afirmas que el oficio de guardafaros era de noctámbulos. ¿Tu escritura es nocturna o diurna?

JB: Diurna. Matutina, incluso. Por otro lado mis lecturas son, desde que tengo memoria, vespertinas y nocturnas. Creo que necesito la oscuridad y el silencio para abstraerme del mundo y sumergirme de verdad en un libro.

AGA: “La palabra bitácora proviene del francés bitacle, una especie de armario fijado a la cubierta del barco, cerca del timón y de la aguja náutica, y que solía incluir un cuaderno donde los navegantes dejaban constancia de los sucesos”, glosas en “Yaquina Head”. Y el capítulo “El faro de Tapia” es un cuaderno de viaje, el diario de una debutante en el género: “Quiero estrenar la libreta, pero me doy cuenta de que no sé escribir un diario. Nunca escribí uno”. ¿De qué manera vinculas el cuaderno de bitácora con el diario personal?

JB: Los dos son formas de llevar un registro en el tiempo. Lo que cambia son los datos que se quieren preservar. En la bitácora predominan las cifras, las estadísticas, y en el diario, las vivencias y las emociones. Aunque por supuesto hay híbridos. Se parece también a esa dicotomía del faro y el pozo: la mirada hacia fuera o hacia dentro.

AGA: Aseveras que “llegará inevitablemente esa contemplación infinita del mar y de la nada”. ¿Qué significa para ti esa contemplación?

JB: Así me imagino yo la muerte, lo más cerca que llego de imaginarla: eso que se siente después de vaciarse durante mucho tiempo contemplando el mar. Un desprendimiento absoluto que te disuelve en la inmensidad.

Autor:  Alejandro García Abreu

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