Era, sin ningún género de dudas, una de las creadoras portuguesas más intensas, entregada a un trabajo conceptual que combinaba el soporte fotográfico con la voluntad pictórica
El filósofo Emmanuel Levinas formuló una ética del rostro como límite de la violencia y acaso la obra de Helena Almeida pueda entenderse como suerte de «coreografía corporal» que mostraba, al mismo tiempo, la vulnerabilidad y la entereza de la vivencia femenina. Era, sin ningún género de dudas, una de las artistas portuguesas más intensas, entregada a un trabajo conceptual que combinaba el soporte fotográfico con la voluntad pictórica. Aunque tuvo, desde hace años, el reconocimiento crítico, ha sido en el siglo XXI cuando se subrayó su condición de «pionera». Tal vez fuera su participación en la Bienal de Venecia en 2005 el punto culminante de esta creadora que mantuvo siempre una coherencia estética.
En sus fotografías que tenían algo de «sedimentación especular» aparecía su cuerpo en posiciones que tenían algo de danza sutil, «punctualizada» por el color que venía a dinamizar el blanco y negro de la imagen. Habitó la pintura (por jugar con el título de la exposición «Pintura habitada» que hizo a mediados de los setenta) de una forma obstinada y, al mismo tiempo, ascética. Desde 1967, tomó la decisión de cuestionar los límites del arte, desmarcándose del concepto tradicional del cuadro. Tomó la decisión de convertirse a sí misma en «modelo» o, para ser más preciso, inició un fascinante «performatividad del yo».
Las «pinceladas» azules tienen en Helena Almeida algo de alegoría de la esperanza. Ella se hacía fotografiar en escorzos, materializando precarios equilibrios, encarnando los azares de la vida. En una entrevista señaló que cuando era joven le marcó la obra de Lucio Fontana, «el lado oscuro más allá del cuadro». Ella no se dedicó a desgarrar la superficie monocromática sino que desplegó una inquietante estética de lo que calificaría como «función del velo».
En una serie reciente podía verse la pierna de Helena atada a la de un hombre que, obviamente es Artur Rosa, «el hombre que hace clic», esto es, la mirada del otro. En cierto sentido, puede entenderse gran parte de la obra de Almeida como una historia de amor y, también, como un juego de seducción. Precisamente en el 2002 creo una serie bajo el título de «Seducción» que no tenía, en su caso, nada que ver con lo artificioso sino con los placeres más simples como los que pueden surgir de experimentar distintas posturas de las manos. Helena Almeida nos invitaba, con su arte sutil, a tocar con la mirada lo enigmático de la corporalidad, a comprender que necesitamos dibujar, aunque sea con una línea temblorosa, nuestra vida.
Durante casi medio siglo, esta gran artista se hizo fotografiar en el mismo sitio, en ese estudio en el que nada tenía que ser casual: «Todo lo que está es como yo quiero que esté», dijo está mujer que, al mismo tiempo, nos daba la espalda y nos invitaba a convertir nuestro rostro en algo pintado con el color de la esperanza. Nos deja una mujer que impuso un modo poético de mirar.
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