Miró terrenal, Miró metafísico

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Una gran retrospectiva en París recuerda la dimensión política y la inquietud cósmica del artista. La muestra, la primera en la ciudad en cuatro décadas, reivindica su periodo tardío

Joan Miró regresa a París por la puerta grande. El pintor catalán protagonizará, a partir del próximo miércoles, una gran retrospectiva en el Grand Palais de la capital francesa, que revisará la totalidad de sus 70 años de creación artística a través de 150 obras de primer nivel. Se trata de la primera antológica de estas características que se organiza en París desde 1974 y una de las principales muestras celebradas en las últimas décadas, si se observa el número y la envergadura de los préstamos obtenidos. Todo ello podría explicarse por el nombre de su comisario, Jean-Louis Prat, que dirigió durante varias décadas la Fundación Maeght y fue íntimo amigo de Miró hasta la muerte del pintor en 1983.

La muestra expone la dicotomía existente en la obra de Miró, dividida entre su interés aparente por los asuntos prosaicos, que expresa su fijación por la tierra, el mar y el cielo, y la inquietud metafísica que estos encubren. Esa doble vertiente parece reflejada en la que tal vez sea su primera obra maestra, La masia (1921-22), evocación de la casa familiar que estará presente en la primera sala de la retrospectiva, a la que llega prestada por la National Gallery de Washington, en cuya colección figura hoy, tras haber pertenecido a Ernest Hemingway. “El cuadro evoca la tierra que produce todo lo que hace subsistir al hombre, pero también ese cielo misterioso que, más tarde, Miró intentará conquistar”, explicaba Prat en la noche del jueves en una de las salas de exposición, con las últimas cartelas todavía por colgar.

Para el comisario, se tiende a olvidar que la trayectoria de Miró dibuja una reinvención constante, como si estuviera inscrita en un movimiento perpetuamente inacabado. “La suya fue una conquista permanente de un lenguaje marcado por la libertad”, sostiene Prat. La exposición refleja sus distintas metamorfosis. Miró se definió como fauve cuando empezó a pintar, sin duda por los colores que llevaba en su paleta. Después se inscribió en un peculiar realismo, inspirado en los frescos romanos y las miniaturas persas.

Pero pronto se dio cuenta de que el mundo exterior no le inspiraba. Encontró una nueva fuente de creación buscando esos mundos paralelos que se esconden en este, aunque de manera muy distinta a la del grupo surrealista, con el que también tuvo una breve vinculación. De hecho, Miró decía que nunca soñaba cuando dormía. “Yo solo sueño de día”, dice en una entrevista recogida por la muestra, sin alegoría aparente.

Por su parte, Prat define su estilo como “único en el mundo”. Ni figurativo ni abstracto, sino todo lo contrario. “Miró deja de lado las convenciones de todo tipo. No quiere representar el mundo que le rodea, sino el mundo en el que él cree”, señala el comisario.

La segunda ruptura tiene lugar durante los años treinta, cuando Miró intuye el peligro del fascismo, antes de experimentarlo en sus carnes. Es la época de sus pinturas salvajes, que reflejan un sentimiento ominoso y una amenaza imprecisa y amorfa. En medio de la barbarie de la Guerra Civil y de la Segundo Guerra Mundial, Miró vuelve a redefinir su lenguaje expresivo. “Entiende que hay una esperanza. Se dirige entonces hacia algo totalmente nuevo”, opina Prat.

De ahí surgirán las Constelaciones, una veintena de gouaches que comienza en Normandía, repletas de misteriosos ideogramas flotando en el cielo. En plena hecatombe, Miró se refugia en lo cósmico. Pero no lo hace por escapismo, sino indicando otro camino. Lo demuestra la frase del pintor que despide al visitante al cruzar el último umbral: “La gente entenderá cada vez mejor que traté de abrir las puertas a un nuevo futuro, contra todas las ideas equivocadas y todos los fanatismos”.

Su recorrido también puede entenderse como un viaje hacia el vacío. “En sus últimos cuadros no hay casi nada, aunque eso no significa que reflejen la nada”, explica Prat. Su exposición aspira a reivindicar esa etapa tardía. Si la última antológica de envergadura que Francia dedicó a Miró, celebrada en 2004 en el Centro Pompidou, prefirió centrarse en sus primeros años como código fuente de todo el arte que vendría después, la muestra que se inaugura el miércoles parte de la idea contraria. Es esa última etapa, tal vez la menos conocida o celebrada, la que constituye el sumun de su lenguaje pictórico.

“Es comprensible que sea menos apreciada. Es algo que también le sucedió a Picasso, a Matisse y a todos los grandes que siguieron pintando de acuerdo con su visión, para estar en paz consigo mismo y no con el mercado. Miró creó, hasta el último suspiro, una obra tardía que servirá de referencia a la generación que llega después”, apunta Prat, que observa parecidos más que razonables con la obra de Basquiat. El último cuadro de la muestra es un lienzo quemado de 1973, que parece ejecutar literalmente el “asesinato de la pintura” que había defendido medio siglo antes. Llega poco después del tríptico dedicado a Salvador Puig Antich, La esperanza del condenado a muerte: una mancha de color sobre un fondo blanco y una línea negra. “Es un espacio religioso, de meditación, de soledad y de silencio. Es una capilla”, dejará dicho el pintor al terminarlo

La muestra también recuerda la importancia de su casa de Mont-roig, en el campo de Tarragona, que el pintor veía como una especie de matriz creativa. Cuidó su vínculo con la casa con cierta superstición: cuando se marchó por primera vez a París, en 1919, lo hizo con hierba de su jardín en la malta. «No es casualidad que conservase esa masía hasta el final. Era un lugar de trabajo y le hacía preservar un vínculo con una de las cosas que le importaban: la tierra catalana. Pero no era por espíritu catalanista, ya que siempre se definió por su apertura mediterránea. Nunca creyó en el repliegue o el aislamiento, del que conocía muy bien los peligros. Miró fue un catalán internacional», dice su amigo y comisario.

Al pintor le gustaba comparar su trabajo con el de un jardinero. «Mi taller es un huerto», solía decir. Le apasionaba, como recuerda Prat, la paciencia del agricultor, su respeto al método, su gusto por el trabajo bien hecho y su devoción por la semilla de la que surgirá algo nuevo. La exposición se esfuerza en recordar que, pese a la sencillez que tanto exhibió, Miró no fue solo un payés, sino también un filósofo y un poeta. «Creía que en la vida hay una sola certeza: la que nos indica que terminará por llegar un mañana», concluye el comisario.

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