J.M. Coetzee: «El mundo es un lugar de horror inimaginable»

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Entrevista con el Nobel de Literatura sudafricano, quien cree que «sólo una pequeña minoría» percibe la situación. El autor aborda el maltrato animal y la vejez, temas de su último libro, ‘Siete cuentos morales’

La intrahistoria de esta entrevista bien puede reflejar la personalidad del escritor sudafricano. Envié un cuestionario a J. M. Coetzee el pasado julio a través de su editorial en España (Literatura Random House) consciente de que las posibilidades eran casi nulas. Y hasta mediados de este mes, silencio; nada que no estuviese previsto en el guión. Mas surgió la sorpresa. Coetzee respondió pero lo hizo a su modo, es decir: reescribió las preguntas recibidas, obviando algunas, y las contestó. Esta es, según se afirma desde su editorial, la primera entrevista literaria en siete años. El autor de Desgracia tiene muy claro lo que quiere decir y cómo lo quiere decir.

Al Premio Nobel de Literatura John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 1940), que es profesor, traductor, ensayista, crítico literario y excepcional novelista, lo que le interesa es comentar su último libro, Siete cuentos morales (Literatura Random House/El hilo de Ariadna), editado en mayo. Y nítido queda en la primera pregunta/respuesta:

Por favor, háblenos sobre su nuevo libro, Siete cuentos morales. ¿Por qué escogió este título?

En su mayor parte estos cuentos continúan con la historia de Elizabeth Costello, a quien ya dediqué un libro con el título de Elizabeth Costello: Ocho lecciones. El subtítulo ya sugería un cierto propósito moral o didáctico. Esas lecciones tenían que ver con cuestiones como la manera en la que el escritor de ficción debería representar el mal (¿existe, por ejemplo, una pornografía del mal por la cual el lector experimenta un perverso placer al contemplar actos malvados en una página? Y el escritor, ¿es consciente de esta perversión?). Dos de las lecciones versan sobre el trato que damos a los animales en el mundo moderno, y en concreto sobre la ganadería industrial.

J. M. Coetzee es beligerante en esto. El 30 de junio de hace dos años pronunció una conferencia en el Museo Reina Sofía de Madrid invitado por la asociación Capital Animal, que vela por la defensa y la concienciación de los derechos de los animales. Sólo habló de este tema. Nada raro, dentro de su peculiar personalidad, si tenemos en cuenta que su defensa se ha convertido en una cruzada.

En el texto El matadero de cristal, incluido en Siete cuentos morales, se puede leer: «La gente tolera la matanza de animales porque no ve nada de lo que pasa (…) Si hubiera un matadero en funcionamiento en medio de la ciudad, donde todos pudieran ver y oler y oír lo que pasa adentro, la actitud de la gente podría cambiar».

No se para en tablas el Premio Nobel de 2003, pues páginas después detalla con minuciosidad el calvario que sufriría un cabrito en un mercado. «Estoy en Yibuti, África nororiental (…) El joven del cabrito le hará un gesto a uno de los hombres del matadero, que agarrará el cabrito y lo sujetará manteniendo unidas con fuerza las cuatro patas. Entonces el joven extraerá un cuchillo de la vaina que cuelga contra su muslo y, sin preámbulos, cortará de un tajo la garganta del cabrito; después se quedará mirando los estertores y la sangre que brota a borbotones. Cuando el animal por fin quede inmóvil, le cortará la cabeza, abrirá en canal el abdomen y extraerá las vísceras…».

Nada, por otra parte, que no sepa quien se haya criado en el campo o conozca las tradicionales matanzas de cerdos o corderos en la España rural. Pero Coetzee quiere más, pretende que esa solución final de los animales se reconsidere. Por supuesto, él es vegetariano. Y abstemio. Un hombre de 78 años que quiere tener todo controlado. En un acto celebrado en la Fundación Telefónica, el pasado 26 de mayo, respondió en una charla ante un centenar largo de personas (que no respiraron durante una hora) a una serie de preguntas de Soledad Costantini, editora de El Hilo de Ariadna, sin posibilidad de que algún asistente pudiera intervenir.

Su literatura son latigazos; sus párrafos, escalofrío. No hace concesiones. Su palabra es bisturí que saja. Nos quita el aliento porque sabe dónde herir. Y cuando el lector cree que se ha repuesto, de nuevo se verá abrumado por otra frase que no esperaba. Como el oleaje que tumba una y otra vez al náufrago en la mar hasta que ésta lo abandona derrotado en la playa.

J. M. Coetzee habla en su último libro, y en otros, por boca de un alter ego: Elizabeth Costello, una escritora australiana anciana que ha publicado siete novelas, dos libros de poemas, otro sobre ornitología y «bastante obra periodística», casada dos veces y madre de dos hijos. Esta mujer habría logrado el reconocimiento internacional con una novela sobre la mujer de Leopold Bloom, el protagonista de Ulises de James Joyce. La voz de Elizabeth Costello es la que aborda los temas que inquietan a Coetzee, y no sólo sobre la peliaguda cuestión de los animales sino también sobre la relación entre padres e hijos, la soledad o la vejez. Este personaje va envejeciendo a medida que aparece en sus libros.

En El matadero de cristal, el último de los Siete cuentos morales, parece que se prueban ciertas nociones de forma. No es ni un sermón ni una historia de ficción, pero, sin embargo, utiliza bastante los recursos y las características de ambos. Es ficción didáctica al estilo de su novela de 2003 Elizabeth Costello. La pregunta es: ¿por qué insistir en esto por medio de la ficción, en lugar de hacerlo directamente a través de una disertación? ¿Por qué escribir ficción didáctica?

Es una pregunta importante, o al menos lo es para mí. Soy lo suficientemente aristotélico como para considerar mis ficciones representaciones de un mundo real, y preguntarme a mí mismo qué es lo que estoy representando. En El matadero de cristal represento a una mujer que pasa por una crisis que, en bastante medida, tiene que ver con el hecho de que su muerte está a la vuelta de la esquina.

La crisis tiene dos aspectos. En primer lugar, es una crisis moral: cómo se tiene que comportar -cómo tiene que vivir en el mundo, de hecho- sabiendo lo que sabe del mundo, y en concreto, lo que sabe de las vidas que los animales se ven forzados a llevar. En segundo lugar, es una crisis psicológica: está en lo cierto al pensar que el mundo es un lugar de horror inimaginable que sólo ve una pequeña minoría de personas, mientras los demás están ciegos; o sufre de alucinaciones paranoides que le hacen detectar una malvada conspiración de silencio a su alrededor cuando en realidad no la hay. Me pregunta cuál es la diferencia entre escribir una historia sobre ganadería industrial y escribir una disertación sobre ganadería industrial. La respuesta es que El matadero de cristal no trata sobre ganadería industrial como tal, sino sobre el estado mental de alguien a quien el tema de la ganadería industrial le importa profundamente.

La literatura de Coetzee es inquietante. Y perturbadora. Y rabiosamente personal. Tanto como su biografía, que sólo en parte se puede rastrear en Infancia (1997). En esas páginas evoca los años en que vivía en una urbanización con «extensas parcelas de arcilla rojiza donde nada crece y separadas con alambre de espino»; y en Juventud (2002), libro ambientado ya en Londres y donde aspira a ser escritor, para dejar este comentario con el que marca territorio: «¿Qué ha ocurrido con las ambiciones de los poetas en Gran Bretaña? ¿No han digerido la noticia de que Edward Thomas y su mundo han desparecido para siempre? ¿No han aprendido la lección de Pound y Eliot, por no hablar de Baudelaire y Rimbaud, de los epigramas griegos, de los chinos?». Una de las cumbres de su producción es, sin duda, Desgracia (1999), novela galardonada con el prestigioso Premio Booker y en la que se enfrenta, con toda su crudeza, al pavor del apartheid, al miedo que aturde a una mujer violada por unos hombres negros, víctima (¿como una gallina a punto de ser degollada?) de un hachazo en el desamparo más absoluto.

En esta historia [El matadero de cristal], los síntomas del declive físico experimentado por Elizabeth incluyen momentos en los que ni siquiera recuerda quién es, algo que describe como «una experiencia espeluznante». Aun así es capaz de narrar la experiencia. Temiendo que su muerte esté cerca, y queriendo evitar que su vida y sus pensamientos desaparezcan en el olvido, esta escritora le da sus escritos a su hijo, que se identifica como «no escritor». ¿Puede explicarnos el papel del hijo en esta historia?
El hijo es simplemente un hombre bueno e inteligente que ama a su madre y quiere lo mejor para ella. Al mismo tiempo, es incapaz de entender el estado de ánimo en el que se encuentra. Es verdad que, de algún modo, piensa o sospecha que algo va mal con su madre; por ejemplo, está hipersensible, o desconectada de la realidad. Aun así ella le está haciendo una petición a corazón abierto, que no permita que sus pensamientos mueran con ella. Es evidente que, hasta cierto punto, todos los autores comparten la esperanza de que lo que dejan atrás perviva. Pero la cuestión ardiente para Elizabeth no es que sus escritos como tal pervivan tras su muerte, sino que su visión del mundo, que se da cuenta de que es minoritaria y quizás la de una loca, no se extinga. Así que lo importante para ella no es tanto el ¿me recordarán? como el ¿quién tomará el relevo tras mi muerte?

Algunas posturas representadas en ‘El matadero de cristal’ y también en Siete cuentos morales son controvertidas, como la experimentación animal en la ciencia. ¿Podría comentar estos posicionamientos?

Entre la clase media urbana existe un amplio consenso sobre el hecho de que, a grandes rasgos, la ganadería industrial es una práctica vergonzosa y que se debería hacer algo al respecto. Sin embargo, para esa misma clase urbana acabar con la ganadería industrial no es una prioridad. Por eso, el punto controvertido aquí no es tanto la explotación industrial de animales como la apatía moral del público a la hora de utilizar los productos de esa industria. Lo que sí es más claramente controvertido es la experimentación con animales en un laboratorio con el objetivo de aliviar el sufrimiento humano o prolongar la vida humana. Aquí creo que la opinión mayoritaria entre los seres humanos es que las vidas de los animales no son lo suficientemente importantes como para que se tenga que prohibir la vivisección.

Está claro. Pero a J. M. Coetzee no sólo le interesa el trato hacia los animales. Sus preocupaciones literarias a lo largo de su ya larga trayectoria le han llevado a adentrarse en la obra de muy distintos autores. Como vértice está Samuel Beckett, que le deslumbró durante su estancia en Estados Unidos, país del que desde las protestas contra la guerra de Vietnam (llegó a ser detenido por participar en ellas) se encuentra alejado. En los estudios Costas extrañas. Ensayos 1986-1999 (2002) y los dos volúmenes de Las manos de los maestros. Ensayos selectos (2016) da cuenta de una pléyade de nombres nada desdeñable.

De Walt Whitman a Dostoievski (memorable su novela El maestro de Petersburgo (1994), en la que recrea a su modo al autor de Crimen y castigo, quien regresa a esa ciudad -desde el exilio- para descifrar las circunstancias en que han asesinado a su hijastro); del García Márquez de Memoria de mis putas tristes a Kafka y sus traductores (con qué fría pasión hace hincapié en la importancia de una fallida o acertada versión de lo que el autor quiso decir); de Sándor Marai a Amos Oz. Y no olvidemos a Lessing, Borges, Rushdie, Rilke, Musil. Nadie le resulta ajeno.

Y en esa nómina figura Juan Ramón Jiménez a través de Platero y yo. Coetzee acerca al burro a su particular molino: «Platero cobra existencia como individuo -como personaje, de hecho-, dotado de vida y de un mundo de experiencias propias, en el momento en que el hombre al que yo llamo su dueño, el loco, ve que Platero lo ve a él, y en el acto de verlo lo reconoce como a un igual».

¿Tendremos que releer Platero y yo? Prefiero Desgracia y Verano (2009), su desolación de la inquietud y su desasosiego, el paisaje árido; una segunda piel invisible incómoda y asfixiante. Literatura de pedernal.

Ver más en: El Mundo

 

 

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