Frankfurt abre cada año un espacio donde miles de personas entretejen durante tres o cuatro días las ediciones por venir y los éxitos aún inéditos
En un espacio donde se celebran mercados y ferias desde la Edad Media, Frankfurt abre cada año las páginas del libro del mundo; mejor dicho, todos los libros del mundo se juntan en la Büchmesse de Frankfurt y aún con el alud imparable de las lecturas electrónicas, las pantallas con prosa y la poesía en 140 caracteres, ese mundo parece estar mejor que nunca. Miles de personas entretejen durante tres o cuatro días las ediciones por venir, los éxitos aún inéditos, las traducciones pendientes y los cuentos emergentes, las alas para niños y jóvenes lectores, los volúmenes contra el tedio y quien sabe cuántos millones de euros pasan de mano en mano en el breve espacio donde se sientan a convencerse mutuamente los agentes literarios y los editores, los dueños de las imprentas y los vendedores de papel, los diseñadores y editores de imagen… y rara vez, algún escritor que –salvo la invitación a dar una conferencia, el despiste camino del aeropuerto o la recepción del premio que otorgan los libreros alemanes— en realidad, no debería estar aquí.
Lo dijo mejor que nadie un amigo editor: los escritores son la res –materia prima—de esta inmensa carnicería donde el inmenso salón de la venta de derechos es, en realidad, su matadero. Aquí convierten en carne pasteurizada las muchas madrugadas que se tardó un demente para cuajar en tinta una historia, aquí se vuelve mercancía el párrafo donde Ella se despide en el andén y decide no voltear a verlo por última vez; aquí, alguien aboga por la traducción al francés de una breve novela húngara que ha sido encomendada al empeño de una agencia literaria turca que tiene oficinas en Manhattan y que viene cada año a Frankfurt, como miles otros y otros miles, para tres días de frenético movimiento. Todas las escaleras eléctricas repletas de personas que suben y bajan, todos los accesos en constante ebullición, todas las ilusiones de los editores independientes transpirando en pequeños cubículos como canoas a la mar de los oleajes inmensos y en grandes letras y fotografías ampliadas, los autores consagrados, los oportunistas de los premios, los hipócritas de la simulación y muchos muertos que siguen deambulando en la generosa lectura de millones de fervientes lectores que se imaginan lo que aquí se ve: el enredado milagro con el que un libro se vuelve común y compartido, legible en siete u quince lenguas ajenas a las de su voz original, con una generosa multiplicación de ingresos para todos los que participan en la cadena productiva de este delirio y todo para que alguien, quién sea, mande de lejos un agradecido abrazo para el poeta que cuajó durante un atardecer anónimo el mejor verso posible para celebrar que la humanidad pueda leerse y alcanzar saberes y ayudarse y llorar (de gusto o pérdida) en el otro mundo donde deambulan los políticos impensables y los abusadores de siempre que nada, absolutamente nada tienen que ver con los libros.