Vargas Llosa contra la literatura “light”

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En esta entrevista de 2005, el célebre escritor peruano habla de La tentación de lo imposible, un ensayo sobre su admirado Victor Hugo. Además, reflexiona sobre el compromiso de los intelectuales y se despacha contra la literatura light a la que considera una tendencia preocupante.

E l 28 marzo alcanzará los 69 años de residencia en esta tierra. El plan es celebrarlo con toda la familia en París, aprovechando el doctorado Honoris Causa que le entregará la universidad de la Sorbona. Antes estuvo por Lima recibiendo otro doctorado, de menos alcurnia y más doméstico: el que le otorgó la universidad peruana Ricardo Palma a fines de enero. Por esos días, Mario Vargas Llosa se corrió hasta Buenos Aires para ver La señorita de Tacna, una pieza suya estrenada mundialmente en esta ciudad en 1981, y que casi un cuarto de siglo después presenció desde la fila 9 del teatro Maipo, interpretada por la misma actriz de entonces, Norma Aleandro.

“El teatro fue mi primer amor”, dijo el novelista peruano durante una apretada conferencia de prensa previa a la función. Y habrá que creerle: aunque no lo contó entonces, desde hace más de 50 años lleva en su billetera, como un amuleto que morirá con él, los retazos deshilachados y amarillentos del programa de mano de la primer obra de teatro que escribió en su vida: La huida del inca, interpretada por un elenco escolar cuando él tenía 16 años. Correcto, prolijo, disciplinado y formal hasta el último de sus mechones color ceniza, Vargas Llosa no suele revelar estas intimidades frente a un pelotón de periodistas, pero sí fue capaz de sazonar la charla con recuerdos de la tía abuela, que le inspiró La señorita de Tacna, de mecharla con detalles de su nuevo libro,

La tentación de lo imposible (un ensayo sobre Victor Hugo y Los miserables), y de salpicarla con opiniones breves pero contundentes sobre la situación política del Perú, las elecciones en Irak o el Protocolo de Kyoto. A esta altura ya se pueden deducir tres o cuatro cosas del autor de Conversación en la Catedral: que es bastante familiero, que los premios y distinciones –excepto el esquivo Nobel– le llueven como agua de diluvio, que no le da respiro a las páginas de su pasaporte y que profesa la religión del intelectual comprometido con los temas de su tiempo, sin entrar en el detalle de los puertos en los que suele amarrar su ideología. En diálogo a solas con Ñ, Vargas Llosa respira hondo y suelta, impecable e implacable, porciones generosas de su pensamiento.

–Durante las últimas elecciones presidenciales en EE.UU., el escritor Jonathan Franzen dijo que lo mejor que podían hacer los escritores era abstenerse de opinar sobre política; que a la gente no le interesaba su opinión. Usted siempre defendió la idea del intelectual comprometido.

–Hay a quienes no les interesa participar en debates cívicos o políticos, y eso es respetable. Pero todos somos ciudadanos, y como tales debemos tener una responsabilidad moral. Creo que se ha dado un fenómeno muy interesante entre los intelectuales de las sociedades que se han ido democratizando. Nada politiza tanto a los intelectuales y a los artistas como la falta de libertad. En las sociedades autoritarias, los intelectuales generalmente han estado a la vanguardia de la resistencia contra las dictaduras. Esa situación politiza a artistas, a intelectuales y a la cultura en general. Cuando caen las dictaduras y se instala la democracia, hay una despolitización de la cultura, que nadie decide ni ordena, pero que es una consecuencia natural de un nuevo estado de cosas. Porque en una democracia la expresión del descontento, de la crítica, del debate, en todos los campos de la vida social, encuentra otras vías de expresión, y entonces muchos artistas e intelectuales van replegándose de las actividades cívicas y se concentran en su campo específico de creación. Eso a mí me parece que es un error, porque no es bueno que la democracia quede solo en manos de una clase política. No digo que haya que ejercer una militancia política profesional, pero sí que haya algún tipo de compromiso cívico de los artistas e intelectuales. Una cultura que se desinteresa de los problemas del hombre común, a la corta o a la larga se irá destrozando.

–Usted se caracteriza por ser un hombre de obsesiones y también de pasiones. Los dos últimos años concentró su energía en escribir un ensayo sobre Victor Hugo y su novela Los Miserables, que acaba de publicar. ¿En qué se diferencia la pasión que se pone en una obra de estas características, con la que se vuelca al escribir una ficción?

–Bueno, es muy semejante, ¿eh? En un momento dado, una investigación deja de ser un fenómeno puramente racional y se vuelve también un fenómeno afectivo, sentimental; eso me ha pasado con Victor Hugo, que además es un personaje entrañable y fascinante. A mí me deslumbra cómo una persona que se pasó la vida escribiendo, que dejó una obra tan inmensa, al mismo tiempo vivió tanto. Porque Victor Hugo no es un hombre que se la pasara en una biblioteca. No: hizo todo, vivió su época hasta los tuétanos, y a la vez escribió muchísimo y toda su experiencia la volcó en la literatura. Por eso su obra, aunque muy desigual a veces, es una gran obra literaria, un testimonio extraordinario de su época. Y eso es algo que yo admiro muchísimo en un escritor. Y en Los Miserables él volcó prácticamente toda su experiencia vital.

–Cuando avanzó sobre el personaje, ¿nunca tuvo la tentación de llevarlo a la ficción?

–No, bueno… la vida de Victor Hugo es una ficción vivida. Hizo cosas tan diversas, fue tantas personas a la vez, que uno tiene la sensación de estar con un personaje de novela. Es una vida tan subordinada a la historia, a todo lo que es la vida pública, en la que él siempre tuvo un papel descollante no sólo como escritor sino como figura cívica, como una especie de conciencia moral a la que se consultaba y cuya opinión era escuchada en todos los ámbitos. En la figura del escritor encarnada por Victor Hugo la literatura parecía realmente la ciencia de las ciencias, con respuestas para todas las preguntas, todas las inquietudes, todos los interrogantes humanos. Claro que es un personaje que da para una novela, pero esa tentación no la tuve. Aunque sí, en un momento dado, la investigación sobre Los Miserables se convirtió en un trabajo de imaginación, de ficción.

–En la introducción a La tentación… usted defiende que los biógrafos –esos “voyeurs”, los llama–, escarben en la intimidad de un personaje porque así lo humanizan. Hace poco, salió una nueva biografía de Borges de Edwin Williamson, a la que se criticó, justamente, por apoyar el análisis de su obra en aspectos personales. ¿Qué opina de eso?

–Williamson ha hecho un trabajo inmenso, gigantesco, y la obra es muy fascinante, pero digamos que esas interpretaciones que recurren a Freud y al psicoanálisis dejan tanto campo a la imaginación… Tienen una ventaja: no hay manera de verificar si sus análisis son científicos o un ejercicio de la imaginación, así que al final uno tiene que juzgarlos por su poder de persuasión internos. ¿Por qué nos convencen los psicoanálisis de Freud? ¿Porque son ciertos? No lo sé, pero son muy bellos, ¿no? Yo le tengo una inmensa admiración literaria a Freud, porque sus deducciones tienen una fuerza persuasiva admirable, ¡aunque científicamente me dejan muchas veces dubitativo! Una ciencia que no puede ser verificada creo que está mucho más cerca de la literatura que de la ciencia, y eso me pasa con Freud. De todas formas, creo que un biógrafo tiene todo el derecho a escarbar la intimidad, porque allí están muchas veces las fuentes de un creador. Una cosa muy distinta es la interpretación, que es algo que está librado a la competencia o incompetencia del crítico, a la metodología que utilice, a las disciplinas de que se valga, a las ideologías que quiera utilizar como perspectiva, y sobre eso hay un amplio campo para la controversia. El hecho fundamental, y esto lo digo después de haber escrito muchos libros y ensayos críticos, es que en última instancia no hay explicación para el género. Es eso que Dámaso Alonso llamaba “la humedad última” del poema: a la humedad última no llega ni un psicoanalista ni un lingüista. Ahí no se puede llegar a través de la razón, sino a través de la intuición, del contacto directo con la obra maestra. Por eso a uno siempre lo deja perplejo y estupefacto una obra maestra lograda, es algo que nos desconcierta. Borges, que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, es un escritor genial; y esa genialidad es una sombra que se nos escurre entre las manos. Pero no se puede entender cabalmente a Borges sin situarlo en su época, en su sociedad, en su momento, sin conocer lo que fue su experiencia vital.

–Sus dos últimas novelas están basadas en personajes reales: La fiesta del Chivo en el dictador dominicano Leónidas Trujillo, y El paraíso en la otra esquina en Paul Gauguin y su abuela Flora Tristán. ¿Esto fue premeditado?

–Reales hay que ponerlo entre comillas, porque están inspiradas en personajes reales, pero son más bien personajes literarios; le deben mucho más a la literatura que a la historia. Están hechos con palabras, están hechos con una dosis muy fuerte de fantasía, de imaginación, más que sobre el material histórico. Y probablemente lo añadido a ellos ha sido mucho más importante que lo tomado de la historia. Así que sí, están basados en personajes reales, pero el proceso de elaboración de la historia ha sido el mismo que cuando invento… Nunca invento todo, siempre hay partes que surgen de experiencias, de recuerdos, de imágenes. Luego, los temas se le imponen a uno, ¿verdad? En realidad son temas que están dando vueltas allí, y sólo cuando estoy terminando un libro y empiezo a sentir la angustia, tú sabes, el vacío de: “Bueno, voy a terminar este libro…” –”¿Y ahora qué?” –”¿Y ahora qué?”. Ese vacío a mí no me gusta nada, es una sensación que detesto. Por eso, cuando termino un libro, procuro inmediatamente comenzar otro.

–O sea que ya está metido de cabeza en su próximo libro.

–¡Claro!, ya tengo el título, si no se me ocurre cambiarlo más adelante: se llamará Travesuras de la niña mala y es una novela de amor. Es la primera vez que me meto con una historia de amor, o sea que es un desafío bastante difícil. Sobre todo en esta época, en la que todo parece estar ya dicho y contado en lo que se refiere al amor, ¿no? Pero será una historia romántica, con el romanticismo propio de nuestro tiempo. Por otra parte, será una novela que está situada en distintas ciudades y en distintas épocas; y sólo es autobiográfica en cuanto a que yo viví en esas ciudades en las épocas en que ocurren estas historias. Son historias completamente inventadas, y al mismo tiempo que son historias autónomas, son capítulos de una historia que las engloba a todas.

–Últimamente, hizo unas declaraciones algo apocalípticas con respecto al género de la novela: dijo que así como la conocemos, no sobrevivirá al siglo XXI.

–Espero equivocarme con eso de que la novela está en peligro, y que sea una profecía totalmente errada. Creo que se empobrecería mucho la vida sin novelas. Pero nosotros hemos vivido en nuestra época fenómenos tan extraordinarios, que nada se puede excluir. Todo puede ocurrir, eso está demostrado. Hoy en día está de moda un tipo de novela ligera, light. Novelas como Los Miserables, como el Ulises de Joyce, La montaña mágica de Thomas Mann, o como Rayuela o Adán Buenosayres en la Argentina, donde hay casi una vida detrás volcada, eso no está de moda. Los escritores hoy están impacientes, escriben rápido, quieren tener éxito cuanto antes. Y el público tampoco está dispuesto a hacer el esfuerzo de una lectura sostenida. Entonces lo que está de moda es la novela light, esa es la realidad. Hay algunas excepciones: ciertas novelas light son magníficas, brillantes, pero la tendencia es un poco preocupante.

–¿Y qué pasa cuando este tipo de novelas, cuyo caso más visible últimamente es quizá El código da Vinci, hacen que la gente se acerque a los libros?

–Eso es muy bueno, eso está muy bien. Es preferible que la gente lea, aunque sea literatura de muy escasa calidad. Ahora, hay un tipo de literatura que en lugar de crear lectores para la buena literatura, los vacuna contra la buena literatura. Si El Código da Vinci al final a ti te produce un extraordinario placer y lo que buscas son obras que sean equivalentes, entonces tú nunca vas a poder leer el Ulises de Joyce, nunca vas a leer a Proust, ni vas a gozar con Borges. Yo creo que esas otras lecturas en cierta forma te vacunan, así como las telenovelas te pueden cancelar completamente la sensibilidad para gozar de un tipo de teatro de gran refinamiento, por ejemplo. Porque esas obras, algunas muy bien hechas, que te capturan la atención muy rápidamente, son obras descomplicadas, que no ponen en ejercicio tu inteligencia ni tu capacidad de raciocinio, que no te plantean dudas o problemas. Son una agradable ensoñación, casi como tomarse un tranquilizante: te descansan, te sedan un poco, pero eso crea lectores pasivos, lectores que son los espectadores de telenovelas. ¿Qué inconveniente tiene eso?: que rápidamente puedes llegar a descubrir que si eso es lo que te interesa, entonces ¿para qué leer? Hay un cine, una TV que te da eso mismo. La buena literatura necesita lectores que sean activos, que estén dispuestos a enfrentarse a la complicación, que trabajen codo a codo con el autor, con su imaginación, con sus conocimientos, para poder disfrutar cabalmente la obra. Cosas como El Código da Vinci están totalmente reñidas con eso, es una literatura de otra naturaleza.

–Aquí surgió un debate entre los escritores que defienden la literatura de la experiencia, más cercana al lector, y una meta-literatura, que apunta más a los escritores y lectores letrados.

–En ambas literaturas hay distintos niveles de calidad. Puede haber una literatura libresca, entre comillas, que sea inmensamente creativa y vital. Es el caso de Borges: sus obras están hechas a partir de libros, su material son muchas veces ideas de filósofos, de poetas, de literatos… Ahora, eso no le resta vitalidad ni frescura. Lo que pasa es que llega a través de experiencias intelectuales, que es la materia que más utilizaba Borges, y eso no se puede decir que sea una literatura cortada de la vida, una literatura para académicos o profesores. Para nada: es un tipo de literatura que exige ciertos conocimientos, que exige un esfuerzo intelectual para poder aprovechar el alimento que contiene, pero que es absolutamente vital. La prueba es que está viva, y cada vez tiene más lectores. Al mismo tiempo tú tienes una literatura hecha de la experiencia que puede ser muy mala, que puede ser muy pobre, muy superficial o mecánica. Es un problema de nivel de calidad en cada uno de estos géneros. Si me preguntas qué tipo de literatura hago yo, creo que es una literatura más fundada en la experiencia vivida, pero eso no me impide disfrutar también de la experiencia leída.

–Como uno de los autores que protagonizó el boom de la literatura latinoamericana, hoy, en perspectiva, ¿cómo siente ese fenómeno?

–Para mí la historia del boom significó el descubrimiento de América latina. Yo no me sentí un escritor latinoamericano hasta que fui a Europa. Antes para mí lo que existía era el Perú, Francia y la novela norteamericana y algunas otras pocas cosas que llegaban desde Buenos Aires a través de la revista Sur. Pero en Europa fue donde yo descubrí que había un mundo al que yo pertenecía, que tenía una historia común con otros autores que estaban produciendo una literatura muy interesante, muy rica, muy diversa. Para mí eso fue el boom: descubrir mi condición de latinoamericano, descubrir una literatura que en ese momento estaba en la vanguardia, sin ninguna duda, una literatura muy creativa desde el punto de vista formal, de la creación técnica, de experimentación. Además fue una época de amistades, de compañerismo. Fue un período muy eufórico. Ahora, lo que ha quedado de eso, pues bueno, el tiempo que va haciendo sus discriminaciones, eliminando ciertas cosas, rescatando otras…

–Hoy la literatura latinoamericana ya no tiene esa proyección…

–Es que ha desaparecido la novedad también, ¿no? En lo años 60 el mundo descubría que América latina existía desde el punto de vista literario. Ese descubrimiento ya se hizo, y lo que hay hoy es una realidad donde América latina sigue generando escritores, algunos destacados, algunos que pasan las fronteras y otros que no, con intereses que van por distintos lugares, pero que mantienen cierta vitalidad.

–Cada año se editan más y más títulos, ¿no se corre el peligro de perderse algo bueno en medio de esa avalancha?

–Sí, ese peligro existe. Y lo más grave es que al mismo tiempo se ha empobrecido tremendamente una crítica que discrimine y oriente al lector. En los años 60 había en América latina una crítica que era notable; los mejores escritores hacían crítica literaria: Emir Rodríguez Monegal, Angel Rama, Juan Carlos Onetti… era un placer leer esas críticas inteligentes, lúcidas, instructivas, bien escritas. Eso hoy en día se ha reducido a su mínima expresión. La crítica en España y América latina, con algunas excepciones, ha pasado a ser muy rudimentaria, y eso tiene a los lectores totalmente desorientados. La consecuencia es que se producen confusiones extraordinarias. Como por ejemplo, que El Código da Vinci aparezca como una obra maestra de la literatura.

Publicada originalmente el 5 de febrero de 2005.

E. Martínez. Fue durante años Director General Adjunto de Revista Ñ. Desde 2016, es Director de Programación Cultural de la Biblioteca Nacional.

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