“¿Qué hacía en esas recorridas, caminaba nomás?”, le pregunta Mariana Enríquez a Eduardo Paz Leston en su perfil biográfico o crónica ensayística La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo, acerca de los paseos de la escritora por los bosques de Palermo. Y responde el traductor: “No, también escribía. Silvina escribía todo el tiempo”.
Hermana de. Esposa de. Amiga de. En su caso la escritora llega casi siempre en cuarto lugar. Victoria Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges son tótems demasiado imponentes. Pero los magnéticos poemas, novelas y cuentos de Silvina Ocampo, con esas niñas y muñecas y animales domésticos y locas e indigentes y esos personajes de identidad y sexo difusos, siempre en las orillas un tanto andrajosas de la realidad, certifican que la hermana menor fue una escritora mayor.
A ella está dedicado el mejor cuento conceptual del siglo XX. “Pierre Menard, autor del Quijote” se publicó —no podía ser de otro modo— en la revista Sur, en 1939. Esa dedicatoria tiene algo de despedida de la intimidad que los unió de jóvenes. Borges y Silvina Ocampo compartieron largas “caminatas por los barrios de Buenos Aires”, como cuenta Enríquez, hacia el sur, hasta el puente de Constitución, en el barrio donde ella “ubicó uno de sus mejores cuentos, ‘La casa de azúcar’, o hasta el puente Alsina. Pero con el tiempo, y pese a verse casi cada día, se distanciaron. En la medida de lo posible, pues los dos estaban comprometidos con Bioy, cada uno a su manera.
El siguiente fue un año clave en las vidas y en las obras del trío. Tras seis libros que habían pasado sin pena ni gloria, fue entonces cuando Bioy publicó La invención de Morel, su obra maestra, con prólogo hiperbólico y no obstante preciso de Borges. También llegó en aquellos meses a las librerías la Antología de la literatura fantástica que compilaron entre los tres y donde incluyeron un cuento de cada uno (“El calamar opta por su tinta”, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y “La expiación”). Y Ocampo y Bioy se casaron.
No se me ocurre otro caso comparable: tres de los grandes escritores en español del siglo XX cenaron juntos miles de veces. Y de 1737 de esas reuniones quedó un registro, a menudo un resumen, en los diarios de Bioy. En ellos hay un protagonista y dos actores secundarios. Ocampo asumía el margen. También la continuidad. Es uno de esos escritores sin obra maestra, en quienes lo que importa es el conjunto, el continuum, donde se dibuja un paisaje personalísimo, una atmósfera que difumina las unidades.
Es una de esas escritoras, en consecuencia, que desafían la circulación comercial y académica de la literatura: esquiva el título de lectura obligatoria, el poema único, el cuento que es elegido como uno de los diez mejores de la literatura argentina. No puede ser fácilmente fragmentada ni seleccionada. Tómala entera o déjala.
A partir de las escritoras que Enríquez menciona en su libro se puede dibujar un mapa de la mejor literatura iberomericana del siglo pasado escrita por mujeres, que lentamente va sobreimprimiéndose al tradicional, excesivamente masculino. La ambigua relación de Ocampo con Alejandra Pizarnik; los celos que la engulleron cuando descubrió la relación de Bioy con Elena Garro (incluida en la antología del año 40); la admiración que sintió por Clarice Lispector (“tenía esa cosa evanescente, que era su encanto”); o su relación personal y profesional con Rosa Chacel (quien, por cierto, publicó en el número 143 de la revista Sur una larguísima reseña de Los que aman, odian, la novela que Bioy y Ocampo escribieron a cuatro manos) tejen una constelación de escritoras extraordinarias que han entrado en el canon con retraso.
Reticente a confesar sus influencias y sus deslumbramientos, la menor de las hermanas Ocampo apenas mencionó a Lispector y a Djuna Barnes entre sus lecturas favoritas (quien amplía el mapa al hemisferio norte). También expresó su respeto por la obra de Julio Cortázar, sin duda el menos patriarcal de los autores del Boom, el más abierto a los géneros fluidos, y —por eso— el escritor argentino con quien más afinidad demuestra en sus relatos.
Esa cartografía no sería luminosa si perteneciera exclusivamente al siglo XX, si no fuera un mapa celeste también del siglo XXI. Silvina Ocampo es una referencia que Enríquez comparte con la otra escritora argentina nacida en los años setenta con mayor proyección internacional, Samanta Schweblin. Y la directora de cine argentina más premiada, de esa misma generación, Lucrecia Martel, le dedicó un documental inquietante y precioso: Silvina Ocampo: las dependencias. Han escrito sobre ella también algunas de las escritoras más importantes de las generaciones anteriores, como Matilde Sánchez, Graciela Speranza, María Moreno o Sylvia Molloy.
“Escribir antes o después de que sucedan las cosas es lo mismo: inventar es más fácil que recordar”, escribió la hermana menor mientras imaginaba futuros. Desde el nuestro la seguimos leyendo. Y reivindicando.
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