Clorindo Testa en la casa del arte

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En una muestra de pinturas e instalaciones del arquitecto más emblemático de la Argentina se revela su fluido tránsito por diversas disciplinas.

Un hombre decide apuntalar un museo. Es el año 1968 (el año de las Experiencias del Instituto Di Tella y de Tucumán Arde) y la mayor parte de los artistas de vanguardia argentinos están corriendo el límite del arte de lo visual a los objetos, de los objetos a lo efímero y de lo plástico a lo político, en medio de un cuestionamiento profundo sobre qué y para qué es el arte.

Un cuestionamiento del arte como institución y de las instituciones que lo legitiman. El hombre que decide apuntalar el museo lo hace en medio de todas esas convulsiones. Es un hombre de creatividad desbordante y aspecto silencioso: traje y voz baja detrás de unos anteojos de marco grueso.

Su gesto es silencioso solo en apariencia: apuntalar literalmente un museo (público y nacional como es el Bellas Artes) es una operación material y simbólica que rescata al mismo tiempo que critica, que cuestiona –con afecto– lo que quiere. Un museo como una casa, que reciba a los artistas y les permita habitar sus espacios con libertad .

Por todas las ideas que despliega en la sencillez de su planteo, el “Apuntalamiento para un museo” es la obra de Clorindo Testa –arquitecto, artista visual y suerte de Uommo Universale renacentista viviendo en pleno siglo XX– que las historiadoras del arte Mariana Marchesi y María José Herrera eligieron como apertura de la muestra “Esta es mi casa”, curada por las dos en conjunto y que el Museo Nacional de Bellas Artes inaugura el 11 de diciembre.

Medición de un grito, 1975. Aerosol sobre cartón aglomerado. Dos de los 5 módulos de 70 x 70 cm.

Medición de un grito, 1975. Aerosol sobre cartón aglomerado. Dos de los 5 módulos de 70 x 70 cm.

La exposición –que ocupa dos salas en el primer piso del edificio y reúne 33 obras– no es una retrospectiva. Mayormente conocido como arquitecto (y padre de algunas de las criaturas de hormigón más imponentes que las vistas de Buenos Aires puede ofrecernos, entre ellas la Biblioteca Nacional y el Banco de Londres, en la city), Testa desplegó durante toda su vida una profunda y profusa actividad como artista visual, explorando diversas vertientes de la pintura, pero también los terrenos más contemporáneos del arte de sistemas y las instalaciones.

Un flujo constante de ideas (pero también de herramientas) circula por las dos y las tres dimensiones de las obras de Clorindo. Es ese tránsito lo que se ha querido señalar.

Por eso las curadoras eligieron comenzar el recorrido por su carrera con el “Apuntalamiento para un museo”, dejando por fuera todo el período abstracto e informalista del Testa pintor, probablemente el más conocido. “Desde un punto de vista general –explica María José Herrera– a todo artista geométrico lo podés relacionar con la arquitectura, sería lo más obvio. Pero nosotras elegimos trabajar ese cruce de lenguajes de una forma mucho más simbólica, que tiene que ver con pensar cómo él introduce los recursos arquitectónicos por primera vez en el ámbito del arte”.

Clorindo presenta su apuntalamiento –un andamio marca Acrow, los mismos que utilizaba en su labor cotidiana como arquitecto, para sostener las estructuras de los edificios en construcción– en el marco de la exposición “Nuevos materiales, nuevas técnicas, nuevas expresiones”, organizada en el MNBA.

Para la muestra la Unión Industrial, se invitó a los artistas a utilizar en sus obras todos esos materiales que las artes visuales (de la mano del minimalismo y el informalismo) habían introducido a principios de la década del 60. “Clorindo apela a la función real de ese elemento –señala Marchesi– y es muy simbólico que él quiera apuntalar (¡y por dentro!) el museo, en ese momento de fuerte crisis institucional, como es 1968”. No busca innovar, no explora nuevos materiales: “Lo que hace –define Herrera– con ironía pero también con una fuerte carga de crítica institucional, es introducir su práctica (la arquitectura) dentro del arte, en un momento en que todo el mundo lo que quería era salirse de los límites disciplinares”.

Pero el andamio que ahora podrá verse dentro del edificio del MNBA (recreación de la intervención que originalmente el artista montó hace cinco décadas) sostiene además varias ideas en torno a la figura de Clorindo: si por un lado demuestra la forma en que ambas prácticas (el arte y la arquitectura) se integraban en su cabeza, por el otro indica un modo muy propio de pararse frente a las cosas –un ojo crítico que siempre busca, sin embargo, soluciones para los problemas que encuentra–, al mismo tiempo que ubica su carrera artística en un itinerario propio de las artes visuales, dándole el contexto que permita comprenderlo como un creador activo y conectado con el entorno.

La instalación “Esta es Mi casa”, de 1994, la obra que da nombre a la muestra de Clorindo en Bellas Artes.

“A Clorindo se lo ha pensado siempre como un artista que no termina de encajar en los cánones –explica Marchesi– y no es así. Él estuvo desde sus comienzos en la pintura, muy vinculado a distintos movimientos (el grupo de los 7, de los modernos, los informalistas, el arte de sistemas, él es uno de los poquísimos que integró el Grupo de los Trece desde el principio hasta el final). Queremos que encuentre su lugar dentro de la historia del arte en relación con todos los movimientos y las distintas corrientes de las que participó. Es que a veces esta condición desbordante de su obra le quita presencia, y no es que no haya estado, sino que, por el contrario, estuvo en muchos lugares”.

Adentrándose en la cabeza del artista y tirando del hilo de sus obsesiones, la muestra se articula en cuatro núcleos temáticos, pero no cronológicos. Cada uno de ellos da cuenta de cómo piensa la pintura un arquitecto, y viceversa. En este sentido, el ´68 no es solamente el año del “Apuntalamiento”, sino también el momento en que Clorindo comienza a trasladar a su obra plástica otros recursos de la práctica arquitectónica.

Mientras algunos de sus papeles y lienzos presentan escenas vistas en planta, alzado y corte, esculturas como el “Gliptodonte” se organizan más en función de las necesidades estructurales de una pequeña cúpula arquitectónica que de la anatomía de un caparazón.

Pero si los recursos plásticos son los de un arquitecto, las preocupaciones son las de un urbanista desilusionado con el funcionalismo y la vida moderna. Es por eso que el tema de la peste (sobre el que Testa vuelve en toda su carrera, pero con especial énfasis en los años ´78 y ´79, acaso como forma indirecta de aludir a la violencia que enfermaba al país) constituye uno de los núcleos que articulan la muestra.

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Enfrentando sus monumentales papeles sobre la peste en Ceppaloni (en los cuales a través de alzadas y planos relata la tragedia que atacó a esa ciudad italiana en el siglo XVII), se encuentran los pasteles de la serie “Caperucita y Barbazul”, en los que Clorindo introduce cierta idea de narración en cuadros, que se asemeja al cine, para condensar en los personajes de cuentos infantiles la peste (humana) que azota la inocencia.

Más adelante, “Tendederos de la peste” consiste en una serie de 12 retratos sobre telas tendidas como si fueran ropa secando al sol. La instalación –realizada originalmente para una muestra en el Centro de Arte y Comunicación (CAyC)– recupera el hábito medieval de lavar y tender la ropa de los enfermos, pintando en aerosol sus rostros sobre las telas, con trazo expresionista.

En medio de obras –y de cierto modo de abordarlas– en que el gesto y la forma resultan tan importantes, el color podría haber sido un elemento desatendido. Sin embargo, los colores –siempre primarios, al igual que en sus arquitecturas– son fundamentales en estas piezas de Testa, y por ende también en la muestra.

En un nuevo intento por demostrar la fluidez que puede existir entre lienzos, papeles y muros, los amarillos y rojos intensos, que saltan a la retina a medida que recorremos las obras (otra prueba más de que todo en ellas es, a un mismo tiempo, golpe de vista y estructura) reverberan también en las paredes, algunas de ellas pintadas en tonos similares, que absorben y potencian la paleta de las imágenes, al tiempo que confieren calidez a la sala.

El artista con su obra de 1968 “Apuntalamiento para un museo”.

El artista con su obra de 1968 “Apuntalamiento para un museo”.

Las inundaciones, los incendios y la vida en Buenos Aires (“Clorindo –recuerda Herrera– era eminentemente porteño y muy territorialista) también son parte de las inquietudes. A diversos episodios y lugares de la capital argentina se dedica otro de los núcleos de la muestra: “Manzana chica”, “Incendio en Buenos Aires” y “Barrio inundado”, son algunas de sus pinturas en acrílico de los últimos años, en las que el artista desarma lúdicamente la geometría y la retícula arquitectónica con la gestualidad expresiva de sus trazos.

Pero la preocupación constante por el territorio –y sus problemas habitacionales y ecológicos– se extiende al continente entero. América es por eso otro de los núcleos de esta exposición. Allí, junto al mencionado “Gliptodonte” (obra disparada por el hallazgo de los fósiles de un animal, durante las excavaciones realizadas para construir la Biblioteca Nacional) puede verse “El espejito de oro”, instalación de 1990 en la que una serie de pisadas de yeso sobre madera dispuestas en el suelo, funcionan como las huellas de alguien que ha caminado hasta hincarse, cual Narciso, frente a un espejo, amarga metáfora de las febriles búsquedas de españoles y portugueses de El dorado, pero también de la expoliación ejecutada aquí por los europeos, a casi cinco siglos de su llegada al continente.

Acrílicos de su serie del cerro de Potosí, del Incendio en la Casa de la Moneda, y su monumental “Serpiente emplumada” –en la que la intuitiva soltura de la pincelada es compensada con la presencia lógica de una serie de flechas, que indican el sentido en que deben ser montadas los cuatro partes que componen la pieza– completan este espacio de la muestra.

Faceta acaso menos conocida del multifacético Clorindo, entre los años 1972 y 1995 formó parte del Grupo de los trece –nucleado en el CAyC que dirigía Jorge Glusberg–, referencia obligada del conceptualismo y el arte de sistemas en la Argentina. Espacio fundamental de producción creativa para Testa (“la dinámica de trabajo del grupo –señala Herrera– en la que se proponía un tema a partir del cual todos trabajaban, le dio mucho crecimiento a su pensamiento) funciona como el último (o el primero) de los cuatro núcleos que articulan la muestra.

Más allá de que muchas de las obras que se encuentran en los otros espacios también surgieron de las iniciativas planteadas por el colectivo, aquí encontramos, entre otras, las heliografías que componen “Medición de un grito”, representaciones sistemáticas –otra vez, en corte y planta– de los decibeles de uno de los actos más primitivos y guturales de los que somos capaces los humanos, metáfora que ilustra con nitidez su constante oscilación entre la reflexión calculada y el brutalismo de las formas.

Entre el gesto y la planta (“una doble vía que no se acaba nunca”, define Marchesi) desalineando cuadrículas funcionaba la cabeza de este creador infatigable, para quien la pintura fue, ante todo, un espacio reflexivo. Un espacio que (como el nombre de la muestra, y el de una de sus obras, sugiieren) fue también, su casa.

Autor: Julia Villaro

Ver más en: Clarín

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