Rainer María Rilke, uno de los mejores poetas de todos los tiempos, escribió miles de cartas cuidadas como sus versos, entre ellas las 26 que dirigió a su madre en Navidad, con la que nunca pasó esa fecha. Unas misivas que se publican ahora y que muestran la falta de amor entre ellos.
«Cartas a mi madre» es el título del libro que acaba de publicar en español la editorial Encuentro con las misivas del poeta checo (Praga, 1875- Valmont, Suiza, 1926).
«De las ciento treinta y cuatro cartas que Rilke escribió a su madre a lo largo de treinta años -desde 1896 a 1926- destacan por su homogeneidad de contenido y de su tono las veintiséis cartas navideñas enviadas de 1900 a 1925», escribe en el epílogo del libro Antonio Pau, experto en Rilke.
Un libro del que se deduce, en opinión de Pau, que «Rilke ni quiso ni fue querido nunca por su madre» y que de las más de diez mil cartas que escribió (a más de mil corresponsales) estas formaban parte de su obra literaria.
«La veo raras veces, pero, como sabes, todo encuentro con ella significa para mí una especie de recaída. Cuando no tengo más remedio que ver a esta mujer alocada, irreal, sin la menor relación con nada, entonces siento, como ya me sucedía de niño, la necesidad de huir de ella, y temo íntimamente, a pesar de los años transcurridos, no estar lo suficientemente lejos de ella…», escribe Rilke en unas de las cartas.
En una de las cartas, traducidas por Leonor Saro, Rilke confiesa abiertamente que no quiere a su madre, y lo atribuye, recuerda Pau, a su dificultada para amar a las mujeres. «No, no soy un enamorado: este asunto me conmueve solo desde fuera, quizá porque nadie me deja conmovido nunca enteramente, quizá porque no quiero a mi madre», escribe el poeta.
Un Rilke que estaba alejado de su progenitora y que puso distancia con sus continuos viajes por el mundo a partir de 1897, tras estudiar Filosofía y Derecho: Múnich (donde conoció a Lou Andrea Salomé), Berlín, París, Roma, Túnez, España o Bremen, donde en 1900 fijo su residencia, en Worpswede, y donde conoció a la escultura Clara Westhoff, con la que tuvo una hija y de la que se separó en 1903.
Después, en 1911, Rilke se instaló en el Castillo de Duino (Italia), gracias a su amiga y protectora la princesa Marie von Thurn und Taxis, dueña del castillo, y donde comenzó a escribir unas de sus obras cumbre «Elegias de Duino».
Una vida en itinerancia consagrada a la belleza y a la búsqueda de lo inefable, recuerda Pau, que añade que Rilke «estuviera donde estuviese, acudía a la cita navideña con su madre, a la hora convenida, en el lugar acordado: en el refugio seguro de su propio corazón, donde guardaba su infancia como un tesoro…», dice.
Tras el último encuentro con su madre en Múnich, en 1915, Rilke escribe, once años antes de su propia muerte: «Ay, dolor, mi madre me derriba/Piedra a piedra yo me había levantado/y ya estaba en pie, como casa pequeña, en torno a la que gira el día, incluso estando solo./Y viene ahora mi madre y me derriba…».
Pero Rilke, como recordó Pau, amaba mucho la vida. «El vivió la mayoría del tiempo solo y aislado; de hecho, siempre decía que la obra de arte era fruto de la soledad, y lo hizo casi siempre en penuria económica, pero aún así cuando estaba apunto de morir (enfermó por la infección causada por el pinchazo de la espina de una rosa) le dijo a María von Thurn: ‘no olvide amiga mía que la vida es algo extraordinario'»
Ver más en: El Espectador