La escritora y actriz narra en su nuevo libro la aparición de la electricidad en Chile a partir de una historia familiar.
La escritora y actriz chilena Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971) publica Chilean Electric (Minúscula editorial). Parte de una anécdota familiar, que poco después se revela como falsa, para armar un libro híbrido siguiendo la pista de la llegada de la luz eléctrica a Chile.
Este libro se resiste a mantenerse en una categoría, es un libro en fuga: huye de una trama unitaria y aborda diferentes temas, desde la llegada de la luz eléctrica a Chile a la dictadura, ¿qué tipo de libro quería hacer?
Santiago de Chile, mi ciudad, ha sido una especie de obsesión en mi escritura. Creo que las ciudades nos determinan, nos marcan, nos moldean, en gran medida estamos hechos de ellas, somos un poco ellas también. Investigando en eso quería escribir un libro de crónicas sobre Santiago. Historias personales vinculadas a la ciudad o historias de la ciudad vinculadas a historias personales. Había fantaseado con algunas ideas y me pareció que la mejor crónica para entrar en ese libro debía ser aquella escena que mi abuela me contaba con tanta pasión cuando yo era niña. La ceremonia de la luz. La llegada de la luz a la plaza de Armas, en la que supuestamente su padre había participado. Lo tenía todo: la plaza, corazón de la ciudad, punto cero del recorrido que pensaba hacer, y además el momento en que todo comenzaba a iluminarse. ¿Qué mejor escena podía elegir para inaugurar el libro? Investigando esa escena en los archivos históricos, descubrí que mi abuela había nacido treinta años después, que nunca había estado ahí. Ahí el libro comenzó a tomar su propio camino y se transformó en lo que es: un material híbrido y reflexivo que se sumerge en la luz y la sombra. En el recuerdo y el olvido. En esa extraña curatoría que hacemos. También el libro hace el intento de repasar, en términos generales y literarios, el camino que ha hecho la luz eléctrica en Santiago. Cómo se instaló, cómo fue financiada, cómo se propagó cual peste y cuáles han sido las consecuencias de su uso. Quiénes quedaron dentro o fuera de esa luz. Es un relato sobre el costo que ha traído la luz. Lo que hemos pagado y seguimos pagando en términos pragmáticos (el costo monetario) y en términos metafóricos, por tener la luz que tenemos.
Ha dicho que es uno de los libros más raros que ha escrito, ¿en qué sentido?
Es un material híbrido que no encuentra un género dónde acomodarse, y que justamente en su hibridez logra su brillo. En este libro la asociación de ideas fue la clave de escritura. Chilean Electric funciona un poco como funcionan los documentales de autor, uno se mete en la cabeza de alguien que está pensando sobre un tema. Pienso en Agnès Varda, por ejemplo, a quién admiro por lo lúdica y fresca que es, sin perder nunca la profundidad. Tiene una peli hermosa, Los espigadores y la espigadora. Sobre ella la escuché decir que el autor es un recolector, un espigador de la realidad que va tomando trocitos de aquí y de allá y los va ordenando según su punto de vista para darles un nuevo sentido. Me siento profundamente de acuerdo con esa visión en la escritura. Este libro, que no tiene una historia aristotélica, es más bien una reflexión a partir de un recuerdo falso inoculado en la mente de la narradora, está lleno de trocitos de realidad que fui recolectando mientras pensaba el libro. En ese espíritu todos los materiales que fueron cayendo en mí podían ser parte del relato, obviamente luego de una selección.
El libro contiene, además de las historias que cuenta, todos los libros posibles que proyectan esas historias pero que no llegan a ser. En ese sentido, el libro recoge también todos los libros potenciales y entra en la tradición de la literatura especulativa.
Todo el material de este libro está construido e hilvanado a través de escenas sincopadas, sin una relación argumental evidente, escenas que tienen el espíritu de un cortocircuito. Están ahí, haciendo ruido, tirando chispas eléctricas, sin voluntad de tranquilizarse o de dejar que todo funcione correctamente. Obligan a dar vuelta la mirada y a observar, no quieren apagarse o entrar al olvido. Es en esa condición que se hermanan y se emparentan, además de tener el mismo escenario: la plaza de Armas y estar narradas por la misma narradora.
Uno de los temas que reaparecen en el libro es el origen y el poder de las historias fundacionales de una mitología familiar: es el caso de la anécdota, que no puede ser verdad, de cómo la abuela de la protagonista presenció el encendido de las luces artificiales en la plaza de Armas de Santiago. ¿Por qué no importa que esa anécdota sea real o no? ¿Qué aprende sobre eso la narradora?
Somos un contenedor de historias vividas y heredadas. Yo heredé ese recuerdo falso como quien hereda las fotografías del álbum familiar. El misterio de por qué mi abuela me mintió desgraciadamente no tendré nunca cómo aclararlo. Ella murió hace mucho. “Ese es el regalo que nos hereda el árbol de pascua que alguna vez decoramos con los abuelos, claves escondidas en el misterio de sus foquitos tímidos que tintinean en medio del olvido”, dice la narradora. A veces creo que esa escena se la contó su propio padre, el alemán eléctrico. Quizá él sí estuvo ahí y en la posta de luz y relato, de mi bisabuelo pasó a mi abuela y de ella a mí y de mí, en este registro, pasa al futuro. Quizá ella lo sabía y jugaba con eso. Era una escena que le hubiese gustado vivir, por eso se ubicaba como protagonista. Yo vivo haciendo ese ejercicio cuando escribo y ahora encontré el germen de ese gesto. Quizá mi linaje ligado a luz tiene que ver con eso, con heredar el poder de fabular, con iluminar desde otros sitios, con la letra y la escritura.
¿Podemos ver la máquina de escribir de la abuela, que hereda la nieta y con la que se escribe el último capítulo del libro, como un objeto cuyo valor es también simbólico?
La abuela, como buena secretaria ministerial, le deja esa herencia a la narradora. La abuela registraba en su máquina de escribir los informes que dejaban por escrito todo lo que pasaba en el ministerio del trabajo. Si la abuela no lo hacía era como si las cosas no pasaran. (Yo leí muchos de esos informes.) La narradora hereda la máquina y la labor del registro. Si ella no registra y no escribe lo que cree importante, quizá la oscuridad del olvido termine por tragarse esos materiales. Yo heredé esa máquina y con ella escribí mis primeros escritos. Sin duda, hay una carga simbólica en el ejercicio de enfocar esa máquina de escribir.
Cuatro niños marcan el libro: la niña testigo del encendido de las luces, el niño al que le han sacado un ojo de un culatazo de fusil y está tendido en un charco de sangre, el niño cuyos padres pasan a formar parte de la nómina de desaparecidos y la niña narradora receptora de las historias de su abuela, ¿es deliberado o casual?
Nunca había reparado en eso, ¿puedes creerlo? Seguramente mi inconsciente, que es infinitamente más lúcido que yo, lo organizó así. Pero ya en el libro siguiente, La dimensión desconocida, se me hizo clara la necesidad de hablar desde mi generación, y dar cuenta de ese lugar extraño que nos tocó, ser testigos y herederos de un paisaje no deseado. Probablemente aquí se estaba gestando ese punto de vista.
Autor: Aloma rodríguez
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