El contexto político en el arte

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Y su tácita subsistencia ¿gusto, desafío o marco circunstancial?.

Colores, formas vertiginosas, pliegues, trazos, manchas, materiales de deshecho, metales nobles, estructuras de madera, mármol, cortes, rayas, puntos… el arte es caos en el orden de nuestra pupila y orden en el caos de nuestra vida, representación de libertad y libertad de representación, alfa y omega del ingenio humano, único eje categórico que nos distancia de los animales (si se me permite tal afirmación); el arte nos transporta al pasado, nos regala información del genio, de su situación y de sus pensamientos, porque imbuido por su contexto histórico el artista adopta una postura, a menudo inconsciente, en la amalgama política. «Echa el freno Tamara, que nos conocemos ¿con esta introducción tan sensiblera me estás queriendo decir que todo el arte tiene un componente político…?» Sé que estás pensando mientras frunces el ceño y tuerces el morro; y la respuesta, me temo que será afirmativa. Espera. Antes de que decidas terminar aquí tu lectura, molesto por esta mímesis entre el bello mundo de la creatividad y el tedioso entorno diplomático, te propongo un juego; piensa en estas cuatro obras: «Carlos V en la Batalla de Mühlberg» de Tiziano, «La rendición de Breda» de Velázquez, «Los fusilamientos del 3 de mayo» de Goya, y «El Guernica» de Picasso.

Lo sé, posiblemente acabas de indignarte frente a cuatro ejemplos tan básicos y en los que la materia gubernamental (enlazada con la bélica) resultan tan evidentes, pero concédeme el beneficio de la duda y continúa con el juego; los cuatro representan consecuencias de conflagraciones en momentos históricos muy variados que los artistas han preservado del olvido con sus obras (ya fueran por encargo o por simple irritación personal); hasta ahí estamos de acuerdo y no hay posibilidad de objeción. Pero ahora usemos a esos mismos artistas con obras completamente diferentes y que en nada tienen relación con campañas o refriegas hostiles, ¿te parece?: «Dánae» de Tiziano”, «La Venus del espejo» de Velázquez, «La maja desnuda» de Goya, y «Las señoritas de Avignon» de Picasso. Tómate unos minutos para visualizarlas y piensa: ¿Hay aquí una intención política? ¿Son algo más estos cuadros que mujeres posando en diversas actitudes más o menos púdicas y sosegadas? ¿Reflejan alguna provocación o respaldo al régimen histórico que vivieron los artistas?… En este punto es cuando el juego se ha complicado y cuando mi condición de historiadora se hace pertinente para decirte que SÍ, sin duda existe una afección política en estos cuadros tanto en cuanto esa querencia condiciona el contexto gubernativo en que se han creado.

Antes de entrar plenamente en materia, no debemos olvidar que el fenómeno artístico es una manifestación ideológica, cultural, económica y política, y no sólo estética, por lo que la sociedad mantiene una serie de expectativas respecto a ella pretendiendo ver reflejado su entorno, doctrina e ideas; precisamente la ideología será un elemento importantísimo del gusto artístico (el gôut) y por supuesto se imprimirá de la autoridad de las altas esferas como principales degustadores de arte y confabuladores tendenciosos. Esto derivará en la elaboración de esquemas globales de una línea artística definida e inamovible, condicionante de la libertad expositiva y de la reclusión a un mutismo censurable que entraña su verdadera conceptualización; este es el caso de las obras de Tiziano y Velázquez antes mencionadas y que ahora analizaremos.

«Dánae» de Tiziano”
(1560)
Museo del Prado.

En 1553 Felipe II encarga a Tiziano la elaboración de seis «poesías» inspiradas por el referente «ut pictura poesis» («la pintura es como la poesía») y por la diligencia voyeurista del joven príncipe que anhelaba deleitarse con las carnaciones infundidas en la «Metamorfosis» de Ovidio: Venus, Andrómeda, Diana, Europa y Dánae eludían aquí su castidad y modestia para exhibirse como recursos del deseo masculino frente a un futuro regente que vigilaba su eterno diálogo durante horas, extasiado por esa visión que había sido prohibida desde 1545.

Sí, la venida del Concilio de Trento tras la fragmentación de la iglesia cristiana en el 1507 con la reforma protestante había dificultado la posesión o encargo de estas tareas pictóricas tan «libidinosas», llegando a considerarse su tenencia como amoral, inapropiada e incluso peligrosa para el alma; tan solo la temática mitológica subsistía ante la censura, velada ante la idea de que la desnudez era una condición propia del paganismo y que semejante pormenor sólo ridiculizaría los pasados preceptos religiosos. Por supuesto tal procacidad solo sirvió como vía de escape para la libre expresión de artistas como Tiziano, quien floreó los relatos clásicos para satisfacer el gôut un tanto discordante de Felipe.

En un alarde de enmascarada provocación nos presenta una Dánae que nos recibe cual cortesana (a diferencia de lo que hicieran Correggio en 1531 y Mabuse en 1527, optando por una dulce, pura e inocente doncella) y que se entrega expectante a gozar del divino contacto de Zeus (transformado en lluvia dorada); como era menester en esta línea de representación, nos ofrece una lámina del decoro cristiano en la figura de la esclava, quien trata de detener a duras penas el profetizado contacto. Aunque la expresión anonadada y un tanto embelesada de este personaje queda relegada a un segundo plano frente al protagonismo de la desnuda heredera del rey de Argos, es inevitable hallar aquí la furtiva crítica del cadorino: frente a la pasión y el deseo cualquier devoto procrastinaría el rechazo en favor de la delectación.

Podemos suponer que quizá esta alusión no pasó inadvertida por los espectadores puntuales del camarín real, pues en 1565 Tiziano exhibe una nueva versión en la que la esclava (tornada y de piel más oscura) formula su horror y trata por todos los medios de detener el contacto del inmortal con la hija de su señor. Muy probablemente, querido lector, ahora te encuentres imbuyendo de un carácter puramente erótico a esta célebre pintura, pero te pido por favor que no incurras en el error de considerarla simple pornografía de lujo, pues su significado va mucho más allá del goce o placer falocentrista; esta Dánae nos advierte de un contexto histórico adverso a la libertad representativa del genio, nos muestra el paragone entre la tenencia social y la contraria opinión de Tiziano apostando por una exégesis que busca alejarse de ese argumento sacro encasillado en imponer la moralidad con fines puramente supratorios (es decir, de tenencia al control de la población mediante la turbación y la aprensión al fuego eterno). Si bien esta estampa tizianesca nunca resultará lo suficientemente recusable para ser considerada ruptura del canon, sí podríamos llegar a entenderla como una revulsión agitadora.

«La Venus del espejo» de Velázquez.
(1651)
National Gallery.

En esta línea y avanzando un paso más nos encontramos «La venus del espejo» (1649) de Velázquez, exhibiente de un desnudo femenino realista y vivificado (muy influenciado por el trabajo de Tiziano) caracterizado no sólo por dar la espalda al espectador (que se convierte en un mero Peeping Tom) si no por desligarse de la imagen original de aquellas Venusasombradas de su propia visión que se acicalaban coquetamente. En contra de todo lo establecido 104 años antes por el cónclave pío, Velázquez expone a una diosa que contempla sus genitales a través del espejo (sin grado alguno de comedimiento) mientras el pequeño Cupido medita y la escudriña con curiosidad; desde nuestra perspectiva alcanzamos a ver tan sólo el reflejo de su rostro, que con la mirada fija en las formas púbicas nos elude por completo. Se trata pues de una imagen provocadora, incapaz de dejar indiferentes a sus puntuales espectadores y que sin duda habría suscitado más de un inconveniente a su destinatario de haber sido encontrada por algún cargo coadjutor. Y sé que te estás preguntando, querido lector «¿Quién era el mecenas de semejante paradigma de indocilidad? Sin duda otro rey como Felipe II, que desde su cargo habría podido eludir cualquier enjuiciamiento canónigo a cambio de una peregrinación y unas cuantas donaciones a la Iglesia, ¿no?». Para nuestra desgracia, la respuesta incluso a día de hoy resulta incierta y plagada de enigmas; de su historia nos quedan los nombres de dos de sus propietarios: don Gaspar Méndez de Haro y Guzmán (sobrino-nieto del Conde Duque de Olivares, primer mecenas de Velázquez y VII Marqués del Carpio y del Heliche) que la rebautizó como «Venus contemplativa» en su inventario, y Domingo Guerra Coronel dueño anterior que la habría adquirido tras la muerte de Velázquez en la propia hacienda del artista. El descubrimiento de una serie de cartas referentes a una «Venus tendida» que decoraba una de las alcobas del pintor barroco, pudiera provocarnos la sospecha de que el mismísimo artista fue también el destinatario del cuadro; pero contar con semejante obra en el domicilio particular y exponerse a su revelación, acarrearía la pérdida del prestigio así como una acusación de libertinaje que habría privado de sus rentas incluso a un miembro de las más altas esferas, por lo que deberíamos cuestionarnos… ¿Qué lleva a Velázquez a arriesgarlo todo sólo por un cuadro? A mi juicio personal, se trata del sublime placer de la instigación a romper con el prototipo de cosificación femenina (aquí autocomplaciente y auto-satisfecha) así como el rotundo antagonismo al santificado régimen de dominio; la Venus no repara en el espectador como no repara en las preconcepciones político-sociales que censuran su libertad, en su lugar lucha contra ellas portando su indiferencia como arma.

Incurrimos pues en una intencionalidad histórica fácilmente desglosable (un hecho que entra en oposición con la percepción idealista de la creación como una actividad no objetivable) a partir de sus variables, dado que el arte es un fenómeno social y cultural que existe dentro de la propia estructura mundial, sea ésta política o incluso religiosa. A este título, es interesante que la pertenencia a un espacio público o la acumulación de relaciones culturales (heredadas o adquiridas) provoque un cambio significativo no sólo en la forma en que el espectador ve la obra si no en la manera en que el artista la plantea, regido por principios de inspección e ideología (elemento importantísimo del gusto artístico como nos señalaban AntalHausser), convirtiendo al arte en parte simbiótica de estos sistemas de poder político y social; tanto es así, que nuestra consideración de una obra puede llegar a mutar según los preceptos filosóficos que maneje nuestra sociedad así como de nuestra instancia histórica. Por ejemplificar escuetamente este principio, cuando observamos las Venus en la actualidad tendemos a simplificarlas como un desnudo femenino, pero contempladas en el siglo XVII mantenían un fuerte carácter crítico e instigador. Bajo esta premisa el arte puede ser tanto una porción fundamental de la lucha de clases, como eje de gran importancia en la construcción doctrinaria de la sociedad que continúa evolucionando y virando con los cambios históricos; en ese sentido, merecen destacarse «Los fusilamientos del 3 de mayo» o «el Guernica» si queremos centrarnos en ejemplos más paradigmáticos, o incluso la «Maja Desnuda» y «Las señoritas de Avignon» que nos ocupan a continuación.

«La maja desnuda» de Goya.
(1800)
Museo del Prado.

Citada en el 1800 como parte del gabinete de Godoy, «La maja desnuda» rompe la veda pictórica establecida desde el siglo XVI, eludiendo completamente la temática mitológica para mostrar a una fémina realista que incluso luce su vello púbico con naturalidad mientras nos observa con picardía; con dos sencillas decantaciones en la mirada y postura de la figura, Goya desliga a la mujer de cualquier atadura precedente, inclusive de esas líneas beatarias que equiparaban a la hembra gozosa de su cuerpo con una meretriz; la protagonista desafía todos los convencionalismos con su ofrecimiento físico, y a diferencia de la Venus de Velázquez decide valerse de su propia sexualidad para enfrentar la materia legislativa estatal cual performance contemporánea. Esta emancipación gráfica le costaría a Goya su enjuiciamiento inquisitorial en el 1814 cuando un tribunal resolvió que la pieza incitaba a la conducta lasciva y obscena, un proceso del que él lograría la absolución gracias al influjo del cardenal Luis María de Borbón y Vallabriga, mientras que la pintura quedaría relegada al olvido de la memoria pública hasta los inicios del siglo XX (un hecho que puede parecer una derrota para la libertad expositiva pero que tan sólo reforzó la idea de que la oposición al canon impuesto había surtido su efecto).

«Las señoritas de Avignon» de Picasso.
(1907)
MoMA.

«Las señoritas de Avignon» continúan con esta desligazón desde una circunstancia histórica de mayor comodidad, ya que con la llegada del siglo XX el cambio en las inclinaciones sociales no se hicieron esperar: la venida de las reformas propias del modernismo trajo consigo una fuerte independencia testimonial que ni la restauración borbónica de 1874 (manida en las actitudes tradicionalistas) pudo coartar, además los cambios culturales propugnados por la burguesía llevaron a la sustitución de los valores religiosos por el arte y la ciencia convirtiendo al siglo XX en la época por antonomasia del ateísmo y de la comunicación insubordinada. En tal grado, los artistas como Picasso resolvieron apostar por formas novedosas y sin edulcorar (caso del cubismo y sus duros planos perspectívicos) así como por temáticas que anteriormente podrían haber resultado hirientes si no se modificaban bajo el velo de la leyenda: la prostitución y el puro desafío a la idiosincrasia retrógrada estaban ligados a esta nueva forma de crear-impeler- hostigar. En la obra del malagueño cubista, estas señoritas de la calle Avinyó (en Barcelona) no nos estudian premeditadamente, ni con sentimentalismo o con una historia bajo el brazo que quieran compartir con nosotros. Posiblemente ni siquiera reparan en nuestra presencia pues somos meras sombras del tiempo que permanece irrisorio para ellas, desafiadoras del ciclo genuino y de la narración pictórica; ellas son pura carne y desnudo, que se exhibe (bajo un claro trasfondo heteropatriarcal) y que rompe con el mutismo estadista y recatado de una sociedad que sufrió demasiado tiempo el influjo de obcecaciones monitorizadas bajo una sotana.

Poco a poco la idea de que la materia creativa ejerce un papel liberador, así como la asimilación del arte del pasado por el pensamiento presente, dieron lugar a una nueva estética crítica que abrió las alas del genio para convertir el talento en herramienta de diatriba y cambio social. La aparición de las instalaciones de Nam June Paik, las performance de Joseph Beuys o las sucesiones informalistas de Tapiés, tan solo redundaron en la idea de que el arte constituía una herramienta de activismo político capaz de ahondar a favor o en contra del pensamiento y el marco circunstancial (a los que se encuentra completa e irremediablemente atado), de manera que pudiera gestionar una nueva evolución-evaluación social; una tendencia que ha pasado desapercibida por su acción de tácita subsistencia pero que acaso (tras esta lectura) te resultará ineludible, querido lector.

Autor: Tamara Iglesias

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