Familias feroces

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Luis Landero firma un libro admirablemente escrito por el que circula una espiral infernal de secretos de sangre

Por supuesto, la primera frase de un relato no es la primera que se ha escrito, sino la que, en un momento revelador, el autor sabe que anticipará su inevitable final. “Ahora ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no son del todo inocentes”: cuando esta frase inicial nos captura a los lectores, todavía no sabemos que Aurora —que es quien la piensa— será la víctima de haberlo intuido. Y entenderemos enseguida que su estatuto narrativo no solamente consiste en ser receptora de discursos ajenos. Porque la arrastrará ese torrente de palabras que hierven en la inmensa olla de la convivencia familiar. Como las familias de Tolstói, todas las que habitan las novelas de Landero se parecen, unas involuntariamente cómicas, otras más trágicas (como las de Hoy, Júpiter y Absolución, dos grandísimos relatos), porque en todas se esconde un mismo sistema de rencores, de delirios egoístas, de ejercicios de poder o esclavitudes que se disfrazan de resignación. Y el mismo aroma sofocante de una clase media baja que trabaja sin lograr salir de la penuria: lo reflejan aquí los arbitrios de la madre viuda que invierte sus ahorros en montar una pequeña mercería, mientras prosigue con su trabajo habitual de practicante a domicilio. Todo esto a costa de la frustración de sus hijas y en 1982 —se consigna con ironía—, cuando “en España podía oírse latir al joven y poderoso corazón de la historia”.

Familias feroces

Hay dos términos de técnica musical que vienen a la cabeza al leer la subyugante prosa de Luis Landero, tañedor de guitarra, en Lluvia fina. Una es el signo de notación musical que avisa al ejecutante del legato, el ligado de las notas, que le obliga a una dicción persuasiva, continuada y armoniosa. La otra tiene que ver con la composición, el ostinato: el énfasis en un acorde que se ha de repetir a lo largo de una melodía, como si fuera un nuncio del destino o, quizá mejor, un recuerdo ominoso de que se cumplirá. Este es un libro admirablemente escrito y de sugestión profundamente musical, porque la música es expresión de la fatalidad y porque surgió de la voz humana y del encuentro de las voces. Nos hallamos ante un texto casi siempre dialogal, pero en una variante poco frecuente: los diálogos que engarzan las confesiones no son autónomos, sino subrogados, contados a un interlocutor que a su vez los narra a otro, que quisiera ser imparcial y comprensivo. Su bondad natural, su cariño por su marido, han hecho de Aurora —uno de los personajes femeninos más hermosos de la narrativa de Landero— el árbitro involuntario de la catástrofe familiar: un padre —que solo vive en los recuerdos— que fue cariñoso, imaginativo y un poco infantil; una madre que —por contraste— es autoritaria, empecinada y frecuentemente cruel; una hermana —Andrea— que está enloquecida por la envidia y la frustración; otra —Sonia— que, pese a las mismas carencias, conserva un mínimo espíritu de sobrevivencia, y otro hermano, Gabriel, que es infantiloide y egoísta, pero cariñoso y persuasivo, que es el marido de la paciente Aurora. Y es que —como sabemos al final en palabras de Andrea— “la gente es estúpida y ninguna estupidez es ingenua”.

Pero por dentro de la lluvia fina circula una espiral infernal de secretos que ha levantado la idea de celebrar con un almuerzo el 80º cumpleaños de la madre. Y todo empieza a ser peor de lo que ya parecía, porque Gabriel es más que un hombre trivial y egoísta y porque Horacio, que estuvo casado con Sonia, es un ser degenerado y maligno. Y Aurora ya no puede “contar, sonreír, explicar, escuchar” tanta miseria como le espera en los últimos mensajes telefónicos que recibe. El acorde final de Landero —en la noche, bajo la lluvia…— cierra espléndidamente la novela.

Autor: José Carlos Mainer

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