No son nuevas las críticas al mundo financiero por haber asumido un excesivo protagonismo en la vida económica. Pero nunca he leído un libro en el que esta idea se defienda con tanta virulencia. Matar al huésped es un ensayo agresivo, en el que se intenta dar un fundamento de análisis económico a muchos de los ataques que los bancos reciben cada día. El subtítulo de la obra define perfectamente los objetivos de su autor al escribirla: explicar «cómo la deuda y los parásitos financieros destruyen la economía global». Muchas de las conclusiones que en él se presentan resultarán, por tanto, familiares a los lectores interesados en el tema. Se trata, en esencia, de presentar una sociedad radicalmente dividida en dos grupos: uno muy pequeño y poderoso (el ya famoso 1%), cuyo centro de poder es el sector financiero; y el otro, integrado por el resto de la sociedad, que sufre los efectos de la codicia de quienes forman el primero.
Michael Hudson es un economista bien conocido en los ámbitos del pensamiento radical; y, como otros en una situación similar, ha abandonado la idea de debatir seriamente con la economía académica. Si a ésta se la acusa, a menudo, de vivir en una burbuja al margen de la realidad, algo similar podría decirse de algunos autores de la nueva izquierda que, mientras logran un éxito indudable en el mundo político y en los medios de comunicación, tienen una influencia bastante escasa en el pensamiento económico contemporáneo, al margen de que algunas de sus críticas puedan tener sentido. Salir en televisión, publicar en la prensa o cobrar un elevado caché por dar una conferencia o asesorar a un gobierno tiene poco que ver con realizar contribuciones sustanciales a la teoría económica. Por ello, la afirmación que hace el editor de que Hudson es hoy uno de los principales economistas del mundo plantea bastantes dudas, al menos a los economistas profesionales.
Para éstos la aportación más interesante del libro es, seguramente, el papel destacado que en él desempeña el concepto de «renta económica». En economía, el término «renta» puede resultar bastante confuso, ya que se utiliza para designar cosas diferentes. En su sentido más amplio, renta es un pago por el uso de cualquier factor de producción. Pero, en un sentido más restringido, el término se emplea para denominar los ingresos del factor tierra. Y, como una de las características de la tierra es que se trata de un factor que no puede ser incrementado mediante un proceso productivo, el término se ha extendido a aquellos factores de oferta totalmente inelástica, pasando a veces a denominarse «renta económica» o «cuasirrenta». Una característica importante es que una renta elevada no genera precios más altos, sino que, por el contrario, es consecuencia de ellos. Es decir, una mayor renta no incrementa el coste de producción, pero sí los ingresos de los propietarios del factor que la genera. Y de aquí las diversas propuestas que se han hecho a lo largo de la historia de nacionalizar las tierras o de gravarlas con impuestos elevados. Si el propietario no contribuye realmente al proceso productivo, no habría problemas de eficiencia si se aplicaran estas medidas.
Una idea fundamental de este libro es que los banqueros son, ante todo, rentistas; y, en la actualidad, controlan el sector rentista más importante de la economía. No resulta fácil, ciertamente, interpretar los ingresos de la banca en términos de recursos con elasticidad de oferta igual a cero. Pero lo que interesa al autor es que, en su opinión, la mayor parte de la actividad financiera no genera riqueza, ya que la parte más importante de sus préstamos no se dirige a actividades productivas, sino a la transmisión de derechos de propiedad de inmuebles, acciones y bonos. Lo que le lleva, entre otras cosas, a poner en cuestión la inclusión de su actividad en los cálculos de la contabilidad nacional. Y le permite concluir que las economías actuales funcionarían mucho mejor si las entidades financieras estuvieran bajo el control del Estado y orientaran su actividad a los sectores realmente productivos. Los banqueros son, para él, los herederos de la vieja aristocracia terrateniente, ya que, como ella, viven de las rentas y, en vez de contribuir al desarrollo económico, constituyen una rémora para éste.
Pero la obra va mucho más allá de esta idea y aborda cuestiones muy diversas relacionadas con la política económica de nuestros días. Por mencionar una de las más relevantes, en el libro se atribuye una gran importancia al papel que los bancos centrales podrían desempeñar en la financiación del gasto público. Hudson afirma que la función principal de los bancos centrales consiste en crear dinero para estimular el crecimiento económico y financiar los déficits del Estado, sin tener que contraer deudas con los bancos comerciales y los tenedores de bonos. Es decir, lo que se propone abiertamente es la monetización de los déficits, sin preocuparse demasiado de los efectos que tal estrategia pueda tener en la tasa de inflación y en la estabilidad del sistema monetario. Pero su tesis va incluso más allá; y, en su peculiar interpretación de la historia económica, llega a afirmar que tanto el Banco de Inglaterra como la Reserva Federal estadounidense nacieron con la finalidad de monetizar los déficits. Tal aseveración, sin embargo, es totalmente falsa y refleja bien una ignorancia notable del tema bien, lo que es más probable, un intento de manipular la historia en beneficio de las tesis propias. No puede sorprender al lector, por tanto, su queja ante las normas de la zona euro que impiden que los gobiernos puedan utilizar al banco central para financiarse. Pero sí resulta desconcertante que se presente esta reglamentación como una ruptura con una supuesta tradición que habrían mantenido los bancos centrales desde sus orígenes y que, en realidad, sólo cobró fuerza tras la Segunda guerra Mundial.
Las recomendaciones de política económica que se presentan al final de la obra responden, lógicamente, a estas ideas. Por citar sólo las más destacadas, se sugiere en el texto, además de esta financiación monetaria del déficit público, una cancelación, al menos parcial, de las deudas, de acuerdo con la capacidad de pago de cada deudor; gravar las ganancias de capital con los tipos impositivos más altos entre los que se apliquen en el impuesto sobre la renta; mantener los monopolios naturales en manos del sector público y crear una banca pública para financiar inversiones realmente productivas. Y tales medidas tendrían, a juicio de Hudson, muchos más efectos positivos que negativos en el desarrollo de la actividad económica de un país.
Los lectores que no sean fieles convencidos de esta visión de la economía se preguntarán, seguramente, cómo pueden hacerse estas afirmaciones después de lo que hemos visto en las últimas décadas en relación con las inversiones que ha realizado la banca pública, con determinadas políticas de gasto de los Estados o con el comportamiento irresponsable de tantos gobiernos en el manejo de la política monetaria. Una explicación puede ser que nuestro autor plantea todos los problemas en términos de una lucha contra los poderes financieros. El libro entero está dominado por la idea de que existe una conspiración en contra de los intereses de la mayoría de la gente, de la que formarían parte no sólo los banqueros y los grandes empresarios, sino también la mayoría de los economistas y las universidades. Los primeros persiguen sus propios intereses; y los últimos están a su servicio. En sus propias palabras, los economistas formamos parte de una «estrategia retórica orwelliana de engaño para presentar las finanzas y otros sectores rentistas como si fueran parte de la economía y no externos a ella». Y no es, en su opinión, un fenómeno exclusivamente actual. Para Hudson, «el objetivo principal de la economía política de los tres últimos siglos ha sido recuperar el flujo de la renta de las tierras y recursos naturales privatizados que los reyes medievales habían perdido». Por ejemplo, a su juicio, hace ya doscientos años, David Ricardo elaboró su teoría económica para defender los intereses financieros; y su modelo «sentó las bases para dos siglos de estrechez de miras, pasando por Milton Friedman y la escuela de Chicago».
Y la cosa no acaba aquí. Nuestro autor se lamenta, en las primeras páginas, de que la historia del pensamiento económico haya desaparecido de la mayor parte de los planes de estudio de los grados y doctorados en economía. Y estoy totalmente de acuerdo con él. Creo que bastantes economistas pensamos hoy que habría que corregir la ignorancia de los nuevos profesionales en todo lo que respecta a la evolución de su disciplina a lo largo de la historia; entre otras cosas, porque cada día vemos plantear ideas que, en realidad, fueron elaboradas muchos años antes y que poco sorprenderán a quien tenga un buen conocimiento de cómo el análisis económico ha llegado a su actual situación. Pero pretender que el abandono de este tipo de estudios forma parte de la gran conspiración es, simplemente, absurdo. Y, sin embargo, es lo que piensa Hudson, que parece convencido de que han sido los economistas favorables a los banqueros y tenedores de deuda quienes han excluido la historia del pensamiento económico de los planes docentes; y así «la economía convencional ha pasado a practicar una censura proacreedor».
Y no sólo los economistas somos culpables de intervenir en esta conspiración. También lo son, desde luego, los políticos, que han llegado a crear alianzas internacionales con este objetivo. Y esto ocurre también en la Unión Europea. Si a los ciudadanos europeos se les preguntara por las razones por las que se creó el euro, supongo que la mayoría ‒estuvieran de acuerdo o no con la moneda única‒ contestarían que se hizo para reforzar la cooperación entre los distintos países y contribuir a homogeneizar las políticas económicas de los Estados miembros de la Unión Monetaria. Pero no es ésta la opinión de nuestro autor, quien afirma con rotundidad que el euro fue «diseñado para convertir la democracia en oligarquía financiera». Entiendo que las paranoias conspiratorias no son raras en nuestros días. Pero convertir una obsesión de tal naturaleza en uno de los puntos fundamentales de un ensayo sobre economía resulta bastante lamentable.
Uno de los problemas que plantean al lector las conclusiones de este libro es el siguiente: si lo que se dice en él es cierto, ¿por qué los beneficios de los bancos no son mucho más elevados de lo que son en la realidad? Y, ¿por qué quienes viven del cobro de los intereses que les generan sus títulos de renta fija no se han hecho ricos? Vista la evolución de los tipos de interés en los últimos años y la cotización de las acciones de los bancos, la evidencia parece contradecir la idea de que quien posee capital se aprovecha de la economía real para enriquecerse. Por otra parte, si se observa la evolución de las grandes fortunas en las últimas décadas, hay que concluir que no son los dueños de las entidades del sector financiero quienes ocupan los primeros lugares. Y cabe pensar qué ocurriría si se aplicaran las medidas que aquí se recomiendan, consistentes en no pagar a quienes han invertido en deuda ‒entre ellos, supongo, los fondos de pensiones que administran el ahorro de millones de jubilados‒ la totalidad del dinero que prestaron a los Estados y que quienes compraron bonos reciban sólo una parte de su valor nominal. Y Hudson llega a decir que es cierto que hay personas honradas que tienen deuda y bonos en su patrimonio; pero éstos tendrían que sacrificarse, ya que el sistema está corrompido y hay que crear un mundo nuevo, que desde luego dejaría muy corta la eutanasia del rentista de John Maynard Keynes.
Al margen de su contenido, este libro presenta un problema serio de estructura, ya que no resulta fácil, en muchas ocasiones, seguir el hilo argumental del autor, que pasa continuamente de unos temas a otros, para volver más adelante a ideas desarrolladas con anterioridad. Se nota mucho que no es un libro pensado como tal desde el principio, sino una obra basada en diversos trabajos previos, en los que se tocan muchas veces los mismos puntos, con enfoques ligeramente diferentes; y de ahí, sin duda, las repeticiones y la gran extensión de la obra que, en su edición española, supera las seiscientas cincuenta páginas. Una recensión publicada en Estados Unidos señala que el libro podría reducirse a un tercio de su extensión actual sin que se perdiera ninguna idea importante. Y creo que el autor de la reseña tiene razón.
Por otra parte, la traducción española es buena y son pocos los errores que llaman la atención; aunque alguno relevante hay, como traducir la expresión «corn laws» por «leyes del maíz» en vez de por «leyes de cereales» o «leyes de granos», ya que el maíz no era, desde luego, un tema relevante en la política comercial de la Gran Bretaña de la primera mitad del siglo xix. Sorprendentemente, el libro no tiene índice de materias ni bibliografía; pero parece que esto no es culpa del editor español, sino de la edición original norteamericana. Comprendo que, en una obra tan repetitiva, es difícil elaborar un buen índice de materias. Pero el lector agradecería, al menos, una bibliografía que mostrara de forma ordenada las fuentes utilizadas por Michael Hudson más allá de las referencias que se hacen en las notas a pie de página.
Autor: Francisco Cabrillo