A cualquier cosa llaman arte

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Tendemos a pensar, llevados por las polémicas que asfixian nuestra actualidad, que los lugares -o sea, las extensiones habitables, definidas y limitadas, únicas en las que los hombres pueden nacer, vivir y morir como hombres- están desapareciendo de la faz de la tierra por obra y gracia de una maldición llamada «globalización».

Tendemos a pensar que en el principio eran los lugares, que los lugares son algo así como cosas naturales, productos espontáneos de la naturaleza que proporcionan a los hombres y a las cosas una significación propia y recta, un origen, una morada y un destino que no son fruto de elecciones o convenciones, que no están sometidos a las arbitrariedades de las coyunturas históricas, que son algo sagrado y, en cierto modo, eterno. Y tendemos a pensarlo porque todos hemos nacido en algún lugar sin ser dueños de esa decisión, y todos tenemos vínculos imborrables y señales de nacimiento, simpatías y afectos innegociables hacia lo nuestro y hacia los nuestros. Sentimos, además, nostalgia de aquel lugar perdido en donde las palabras tenían un significado primitivo que no podía retorcerse ni traicionarse, y en donde el pan sabía a pan y el vino a vino.

Sentimos, finalmente, que todo eso lo hemos ido perdiendo con el tiempo, que hemos perdido incluso el rumbo de nuestro destino a fuerza de hacer demasiados compromisos, que hemos traicionado a los nuestros y olvidado nuestros orígenes y que, como castigo, las palabras han dejado de hablarnos en nuestra lengua natal para volverse ambiguas y vacías y los víveres han perdido su sabor y los útiles su tacto. Y, cuando queremos regresar, resulta que ya no existe el lugar en el que nacimos: han puesto un restaurante de comida rápida, una sucursal bancaria o una edificación anónima de apartamentos, en cualquier caso un restaurante, un negocio o un edificio que nada tienen de particular, que no conservan seña alguna del lugar, que son indiscernibles de los de cualquier otra parte del mundo globalizado que nos sume en la nostalgia del lugar.

Cuando este vendaval irrumpe en un lugar -nos decimos-, como las campañas de los jinetes nómadas en las aldeas fronterizas durante el crudo invierno, no deja piedra sobre piedra, todo lo arrasa y lo asola, todo lo desertiza dando lugar o, mejor dicho, quitando lugar y dejando sólo un producto inhabitable y vacío, insípido, abstracto y profano, continuo, homogéneo e ilimitado llamado espacio, espacio global. No es por casualidad -seguimos diciéndonos- que nombramos con este título de «espacio» a la extensión despoblada e infinita de la que se ocupan los astrofísicos y al cuerpo inhabitable e infrangible con el que tratan los matemáticos. Esto es lo que queda cuando las máquinas demoledoras allanan una morada: espacio, espacio vacío, inhabitable, espacio global, una nada por la que se puede transitar pero en donde es imposible residir, genuina manifestación de lo que algún antropólogo ha llamado «el no lugar».

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Prueba de ello -nos decimos una y mil veces-, prueba de que el espacio no es ningún lugar, es que cuando mandan un hombre al espacio -a donde no lo pueden arrojar si no es mediante una potentísima violencia que requiere un despliegue energético inmenso- tienen que encapsularlo en una nave o embutirlo en un traje -o sea, de ambas maneras, tienen que preservar su vida poniéndolo en algún lugar- si quieren que sobreviva, porque allí, en los espacios exteriores, no hay lugar para vivir los hombres. Así pues, pensamos que lo global, el espacio global, es el resultado de haber desnudado el mundo de los lugares que constituían su vestimenta natural, sustituyendo esos hábitos naturales, natales, por un artificio insustancial que lo arruina como habitat, que lo des-naturaliza, lo des-localiza, lo desencanta y des-sacraliza por efecto de una depredación devastadora dirigida por una Empresa que algunos llaman «mercado capitalista mundial» y otros «ciberespacio», pero cuyo nombre propio es, sin duda, «Nihilismo, S.A.».

Una empresa cuyo dueño es Mr. Nada, de la que nadie es titular, pero de la que todos hemos terminado siendo empleados y, algunos, privilegiados, consejeros de administración. Estos son los que nos han quitado lo nuestro, el significado de nuestras palabras, el sentido de nuestras vidas y el sabor de nuestras cosas. Entonces – volvemos a decirnos-, si hay alguna cosa y no más bien nada, si hay algo capaz de salirle al paso a esa empresa de ruina universal que comunica todos los lugares y los disuelve en la sopa boba del espacio global por un proceso de generalización y abstracción sin límites, si hay algo así debe ser, con toda seguridad, un lugar, algún lugar de los pocos que queden. Es cierto que estas resistencias, dada su ostensible inferioridad en comparación con la omnipotencia de la Empresa «Nihilismo, S.A.», a veces utilizan métodos poco amables para proteger sus fronteras sagradas y naturales contra la voracidad de la Nada, pero tendemos a justificarlos: ¿cómo podrían ser amables si su obstinada y anti-progresista causa perdida es lo único que queda en el mundo -lo único que queda de mundo, de naturaleza, de ser- que pueda obstaculizar y detener, aunque sea momentáneamente, el crecimiento ilimitado del desierto?

No hay – vamos concluyendo- nada parecido al espacio global, eso no puede ser una cosa natural sino la nada en donde nadie vive, un invento ficticio forjado por abstracción, una pesadilla, un delirio megalomaníaco en el que, por un azar espantoso y trágico, estamos ahora obligados a deambular como almas en pena, como fantasmas en busca de un reposo imposible. A veces, en algún momento de lucidez, entre los sudores provocados por ese mal sueño que es nuestra existencia desnaturalizada, pensando en nuestros orígenes perdidos, en nuestros lazos rotos, en nuestra irrecuperable identidad, sentimos el deseo de acompañar en su interrogación, en las postrimerías de una merecidamente célebre conferencia, a Martin Heidegger cuando preguntaba: «Nosotros, en nuestro existir, ¿existimos históricamente en el origen? ¿Sabemos, es decir, respetamos la esencia del origen?».

No captamos muy bien, la verdad sea dicha, a qué origen se refiere exactamente Heidegger, pero en cualquier caso esa pregunta nos suena a nuestra, nos suena como preguntar: ¿sabemos nosotros en realidad quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos? ¿O hemos perdido el norte? Porque quien tiene origen, quien tiene lugar natal, no sólo tiene una procedencia y una morada siempre dispuesta a albergarle, sino también un punto de seguro y acogedor retorno (la tierra sagrada como derecho último de los hombres a tener dónde caerse muertos). Pero como tenemos oído que Heidegger tenía unos gustos políticos más bien lamentables, nos tememos que en esa alusión suya al origen haya alguna connotación de pureza racial con olor a campo de exterminio. Pero no solamente no es así -lo de la pureza racial, al menos-, sino que además es todo lo contrario: lo que precisamente defiende Heidegger en su discurso sobre las obras de arte es que -al contrario de lo que defendería un racista- las obras de arte no se explican por su lugar de origen (o por el A.D.N. de su autor) sino, al revés, son los lugares de origen los que se explican por las obras de arte.

No hay lugares naturales o naciones sustentadas en bases genéticas o raciales, lo que hay son Lugares del Espíritu, lugares culturales custodiados por las obras de arte, ya que sólo los lugares poetizados son habitables y los verdaderos Lugares los fundan los poetas y los artistas. Y, en esto al menos, Heidegger no se equivoca. Entonces, cuando ya nos habíamos reconciliado con el filósofo y nos habíamos olvidado de sus peligrosas amistades, cuando nos habíamos sentido plenamente incluídos en el «Nosotros» pronunciado cuando preguntaba si Nosotros existimos en nuestro origen (ahora podemos entender: en nuestro lugar espiritual, en nuestra cultura originaria), cuando estábamos ansiosos por escuchar su respuesta, nos lanza un trallazo inesperado y seco al aclararnos que la solución no está en la raza sino en «Hölderlin, el poeta a cuya obra aún tienen que enfrentarse los alemanes». ¡Vaya! Así que era cosa de los alemanes. Así que al decir «Nosotros» estaba diciendo «Nosotros, los alemanes». Nosotros, digo yo, los que no somos alemanes, al no tener que afrontar la obra de Hölderlin, ¿tenemos alguna oportunidad de recuperar nuestro origen, nuestro lugar?

Tendremos que mirar a nuestros poetas. Cada uno a lo suyo, a lo de su lugar. Lo que Heidegger parece estar diciendo es que, si los alemanes quieren saber si son verdaderamente alemanes, tienen que leer a Hölderlin y calcular hasta qué punto se identifican con esa ficción que en su obra se llama «Alemania», y así podrán medir su grado de desnaturalización o de desespiritualización, porque podrán medir la distancia que separa la «Alemania Espiritual» de Hölderlin -que, aunque ficticia, es por supuesto la verdadera y la natal- de la «Alemania oficial», la que consta en los mapas convencionales de geografía política. Nosotros podríamos hacer el experimento de comparar el Madrid oficial de hoy día o el Oviedo de 2010 con el Madrid de Pérez Galdós o la Vetusta de Clarín. Y es posible que pensàsemos que hemos perdido naturaleza y espíritu, pero lo malo es que eso mismo -según nos informan los propios Pérez Galdós y Clarín- es lo que pensaban ya aquellos habitantes de antaño: por aquel entonces, ya ni Madrid ni Oviedo eran lo que habían sido ni lo que debían ser.

Autor: José Luis Pardo

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