Filbo 2019: Homenaje literario a la Boyacá libertadora

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El escritor Carlos Bastidas Padilla, Premio Casa de las Américas 1975, publica «Boyacá: senderos de gloria» otro de sus libros de relatos históricos, esta vez para que los lectores disfruten en clave picaresca con la batalla más importante de la Independencia y de fase final de la vida de Simón Bolívar.

Carlos Bastidas Padilla es un escritor reconocido, no sólo porque ganó en 1975 el Premio Casa de las Américas en La Habana con el libro de cuentos Las raíces de la ira, también porque ha publicado obras de literatura histórica como El intrépido Simón, El guerrero y los centauros y una biografía sobre San Francisco de Asís.

En la Feria Internacional del Libro de Bogotá presenta Boyacá: senderos de gloria, donde suma relatos en tono picaresco y muy bien documentados que  permiten que el lector se acerque de una forma amena y emocionante a los principales sucesos de nuestra Independencia desde el 20 de julio de 1810. El texto abarca desde la campaña libertadora, la batalla de Boyacá, hasta la muerte de El Libertador y será presentado el viernes 3 de mayo a las 3 de la tarde en el Salón Libros para comer, en Corferias, Bogotá.

Otra particularidad de la obra es que es una de las publicaciones escogidas para ser editadas durante la celebración del Bicentenario y como producto del acuerdo de paz por la agencia Nueva Colombia Producciones, una apuesta de información alternativa cuyo propósito es aportar una mirada renovada sobre la historia y el proceso de posconflicto. (Visite el stand 17 de El Espectador en la Filbo y disfrute de todo tipo de charlas).

Publicamos tres fragmentos para que se hagan una idea de las historias y del tono:

UNA PATRIOTA EJEMPLAR Y MUY BRAVERA

Primero capturaron a su novio, Alejo Sabaraín, el 1° de septiembre de 1817, y seis compañero más; después, el sargento Iglesias prendió a la Pola y se la llevó al achacoso y malhumorado virrey, Juan Sámano; este, teniendo en las manos un legajo de la correspondencia que ella se había cruzado con su prometido, los Almeydas y otros patriotas en la clandestinidad, la sometió a  interrogatorio.

—¿Conoces estas cartas?

—Las conozco.

—¿Son tuyas?

—Yo las escribí y las firmé.

—¿Cuánto tiempo hace que sirves a los ladrones insurgentes?

—Desde el día en que los libres levantaron el grito de insurrección contra sus tiranos.

—¡Miserable! ¿Sabes lo que dices?

—Sí, sé que debo servir a mi patria.

—¿Eres Policarpa Salavarrieta?

—¡La misma! Y porta-estandarte del gran regimiento de la independencia”.

Terminó la indagatoria y el sombrío mandatario la mandó presa a  un calabozo del Colegio del Rosario. Un consejo de guerra la condenó a muerte, con su novio y seis patriotas más. Le habían dicho que pidiera clemencia y se acogiera a la generosidad del Virrey. El cronista José María Caballero  cuenta cómo la vio llegar al patíbulo que le habían preparado, “… vestida con camisón de zaraza azul, mantilla de paño azul y sombrero cubano; era muchacha muy despercudida, arrogante, buena moza y de buenas prendas”. Este cronista y José Hilario López (testigo presencial de sus últimas veinticuatro horas, como él mismo dice) son las fuentes de los postreros momentos de la Pola.

Indultado y puesto a servir en el ejército realista, José Hilario López fue testigo del exacerbado patriotismo de la Pola y de su odio y desprecio por sus verdugos. Se le escurrieron las lágrimas viéndola tan bella, tan altiva, tan valiente y tan sufrida por la libertad de su patria; mientras otros, allí en Santa Fe y en otros lugares del país, morían y padecían por amor a sus tiranos a quienes servían de rodillas, vivando a Fernando VII, sin tener conciencia de lo que es ser americano. Ella lo vio.

—No llore Lopecito por nuestra suerte —cuenta “Lopecito” que le dijo—; nosotros vamos a sufrir un alivio librándonos de los tiranos, de estas fieras, de estos monstruos.

El soldado que la conducía, se volvió a López y le preguntó (como aparece en sus Memorias):

—¡Hola!, ¿conque la mujer lo conoce a usted? ¡Y qué brava está!, ¡qué guapa es!

 Conducida a la plaza donde iba a ser sacrificada, los sacerdotes que habían ido para salvar su alma “la amonestaron patéticamente a que sufriese con paciencia esta últimas impresiones con que la Providencia quería probar su resignación; que hiciese un esfuerzo generoso para perdonar a sus enemigos, y que, a imitación del Salvador, marchase humildemente hacia el patíbulo y ofreciese a Dios sus sufrimientos en expiación de sus pecados (…) bien, dijo la Pola, observaré los consejos de ustedes en todo, menos en perdonar a los godos; no es posible que yo perdone a nuestros implacables opresores; si una palabra de perdón saliese de mis labios, sería dictada por la hipocresía y no por mi corazón ¿Yo perdonarlos? Al contrario, los detesto más, conjuro a cuantos me oyen a mi venganza: ¡venganza, compatriotas y muerte a los tiranos!”. Cuán corajuda era esta mujer patriota; como esas mujeres santafereñas que les decían a sus esposos, hijos y hermanos, que vayan a luchar; que ellas irían por delante para recibir las descargas de los fusiles y cañones para que ellos pasen sobre sus cuerpos caídos,  tomen esas armas y salven a su patria.

José Hilario va en la escolta que conduce a la Pola y sus compañeros al cadalso. Los sacerdotes se esforzaban porque las palabras de esa mujer no las oyese el público; esas palabras “a la verdad que no podían ser distinguidas y recogidas sino por los que iban tan inmediatos a ella como yo. Llegada al pie del banquillo, volvió otra vez los ojos al pueblo y dijo: ‘¡Miserable pueblo! Yo os compadezco: algún día tendréis más dignidad’. Le ordenaron que montara sobre el banquillo, que la iban a fusilar por la espalda, como a traidora. Y ella, sin perder el ánimo, le contestó a quien así se lo pedía: ‘Ni es propio ni decente en una mujer semejante posición, pero sin montarme, yo daré la espalda si esto es lo que se quiere’”.

La vendaron, la aseguraron con cuerdas, y así la sacrificaron, por el altísimo honor de ser patriota, ella mejor que ninguno o ninguna, si se quiere.

Al final de su memoria sobre el sacrificio de Policarpa Salavarrieta, escribe José Hilario López, que ella y sus compañeros recibieron  “una muerte que ha eternizado sus nombres y hecho multiplicar los frutos de la Libertad”.

LAS PEQUEÑAS VANIDADES DE LOS HÉROES

Unos hombres fueron los ideólogos de la gesta independentista de Colombia, y otros los pusieron en práctica en los campos de batalla; pero unos y otros no lograron desprenderse de esas pequeñas cosas y costumbres con que se presentaban  cotidianamente en la vida social y que les daba a ellos un toquecito “humano”; ese toquecito entre sus severas posturas ideológicas en las academias o recintos parlamentarios o entre los afanes de la suerte de las armas, enfrentados a sus enemigos que los buscaban para hacerlos prisioneros o pasarlos al papayo.

El héroe de la campaña del sur, Atanasio Girardot, le escribía a su mamá desde Popayán, el 20 de noviembre de 1811, ya de regreso de la gloriosa campaña, que para presentarse ante el supremo gobierno le mande  a hacer una casaca de uniforme “que sea de la última moda”. Desde La Mesa, para el día de su entrada, le encarga un caballo con silla de estribera de plata, y “si se usa para montar sombrero redondo negro, mándenme uno con escarapela y lugar para la pluma” (la cita la hemos tomado de Girardot, de Uribe White).

El  tan circunspecto y solemne Camilo Torres le escribe desde Santa Fe a Santiago Arroyo, en Popayán:

No me mande usted dinero: a Caldas le acaban de enviar de allá un sombrerito limeño, uno blanco o cenizo, y otro negro, que le han costado a dos pesos. Remítame usted otros dos iguales, aunque sea en cajoncito, por correo, y aunque cuesten algo más; pero que las alitas de atrás y de adelante sean un poco fuertes y que no se doblen. Aquí no vienen ahora sino unos de felpa, con armazón de aro, tan duros y tan incómodos que no se pueden sufrir. Advirtiendo también a usted que  aquí también las señoras y aun la gente de medio pelo, están ya usando mantillas de paño delgado, azul, inglés que es mucho más decente.

Y aquí transcribimos la graciosa crítica a este pedido del sombrerito limeño que hace Alirio Gómez Picón en su biografía sobre Francisco Javier Caro:

Encantadora la epístola del grave autor del Memorial de  Agravios, y lo chuscos y coquetos que debieron verse ese par de payaneses insignes con los nuevos sombreritos limeños con alitas de atrás y de adelante un poco tiesas pero que no se doblaran (…) ¡Quien iba a suponer que las cabezas de tan esclarecidos varones, severos y graves en el estudio del derecho y en los planteamientos matemáticos, irían a rodar años después bajo la cuchilla de los pacificadores!

Y Santander también con sus sombreros, sus botas y sus calzones. En plena campaña, le escribió a su amigo, el coronel José María Vergara, desde los Llanos: “Si usted fuere a Guayana y pudiere conseguir rentas, le encargo un sombrero apuntado, un corte de paño azul, vueltas y solapas amarillas, y bordados, aunque no sea muy lujoso, y un par de botas buenas (…), calzones de ante y banda (…). Si tarda mucho no me podrán servir, porque en Santafé o Tunja habrá de todo…”.

¡SALGA O LO ARREO!

Terminada la batalla del puente de Boyacá, por ninguna parte entre los prisioneros encontraban a Barreiro. Se dieron a buscarlo en diferentes direcciones, y le tocó en suerte hallarlo, según se dice, al niño de 12 años, Pedro Pascasio Martínez. El chapetón se había escondido entre unos matorrales. Hasta allí llegó el muchacho de Belén (Boyacá) y picando con su lanza hacia el ramaje le ordenó al español que saliera. ¡Ya mismo!

—Si me dejas escapar, te regalo esta bolsa llena de monedas de oro. ¿La ves? —le ofreció Barreiro—.Todas para ti. Serás muy rico —continuó, ansioso y acezante, el maldito realista.

—¡Salga o lo arreo! —le contestó el pequeño y furioso soldado, haciendo un ademán de arrojarle la lanza para atravesarlo allí mismo, entre el ramaje estremecido y crujiente.

Viendo la fiereza del muchacho, Barreiro decidió entregarse. Tirando la pistola, con las manos en alto, atravesó el campo, picado a ratos, cuando quería resistirse,  por la lanza de su insobornable, decidido y fiero captor, que marchaba orgulloso, aplaudido al paso por sus también gloriosos compañeros de armas. Aplaudían el lance de ese día glorioso en que un gorrioncillo le había echado el guante a un gavilán.

En el ajetreado y ruidoso campo aún no se había desvanecido el humo de los disparos ni el picor de la pólvora, cuando Pedro Pascasio entregó el prisionero a su general Bolívar, de quien recibió tal felicitación, que fue aplaudida y coreada por los soldados felices. Después de rendir su espada al victorioso jefe republicano, Barreiro fue entregado a la custodia de un oficial que debía conducirlo a Santa Fe, en donde pagará con su cuero sus felonías con los patriotas.

El 31 de agosto del mismo año, el Libertador ordenó a la Dirección General del Ejército que se le entregue al soldado Pedro Pascasio Martínez cien pesos “como gratificación por haber aprehendido al general Barreiro”. Y esa “gratificación” de cien pesos fue para Pedro Pascasio mejor que la bolsa llena de monedas de oro.

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