Siendo muy joven, una monja salesiana, su maestra María Rabaccia, percibió su talento y la impulsó a seguir los caminos del arte. Muy pronto tomó lecciones con el maestro Eladio Vélez. Pero fue Pedro Nel Gómez quien representó lo que Débora quería aprender en relación con la expresión del color, la forma y la figura humana. Precisamente por su influencia se atrevió a pintar desnudos cuando constituía un desafío a una sociedad tradicional que no aceptaba que fuera una mujer la que dibujara ese “paisaje humano”.
Trabajó luego independiente en su taller, cercana a otros pintores que con ella han hecho parte fundamental de la pintura en Antioquia, Carlos Correa y Rafael Sáenz, con quienes recorría la ciudad para adentrarse en su alma.
Su formación como artista la continuó en México. Allí se familiarizó con la técnica del fresco en la Escuela Nacional de Bellas Artes, dirigida por Federico Cantú, discípulo de los grandes muralistas. Pero de los tres grandes, Orozco, Rivera y Siqueiros, fue el primero el que más la impactó, así como la obra de José Guadalupe Posada.
En 1954 viajó a España y se matriculó en la Academia San Fernando en Madrid. Fue grande el disfrute de los museos y galerías del país, donde admiró especialmente la obra de Solana y de Goya.
No ha sido fácil la vida artística de Débora: en 1939 suscitó una gran polémica en una “Exposición de artistas profesionales” en el Club Unión, no sólo porque incorporó desnudos, sino porque obtuvo el primer premio cuando habían participado otras figuras destacadas del arte antioqueño, como el maestro Ignacio Gómez Jaramillo.
Pero una de las polémicas más fuertes fue en el año de 1940: participó con otros pintores antioqueños en el Primer Salón Nacional de Artistas en Bogotá, iniciativa del Ministerio de Educación en cabeza de Jorge Eliécer Gaitán, en el gobierno de Eduardo Santos, y por invitación del ministro también expuso individualmente en el Teatro Colón. Las obras exhibidas desataron una dura controversia, encabezada por El Siglo y Laureano Gómez, tanto por sus temas como por su estilo de pintar.
Hubo también elogios de algunos críticos, pero fue un enorme rechazo de sectores conservadores y religiosos lo que enfrentó. Débora prefirió seguir trabajando sola y no exponer por largo tiempo, para defender lo más preciado para un artista: la libertad de la obra de arte. En 1975 se llevó a cabo una importante exposición suya en la Biblioteca Pública Piloto.
La obra Bailarina en descanso, de Débora Arango / Foto: Colarte
Su pasión, traducida en una creación libre y llena de fuerza profundamente humana, ha hecho que su obra –especialmente desde 1984, cuando se le concedió el “Premio a las Artes y las Letras”, primero de la Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia– despierte gran interés y admiración.
Tres temas deben resaltarse en la obra de Débora Arango: 1. La mujer, el desnudo y la estética del cuerpo, 2. La profunda sensibilidad social, 3. Su mirada política.
La mujer, el desnudo y una estética del cuerpo
Yo creo que el pintor no es un retratista al detalle,
cuando se pinta hay que darle humanidad
a la pintura.
Si no fuera así estaríamos haciéndole
la competencia a los fotógrafos.
Algunas personas amigas se extrañan de mis cuadros
y llegan a decirme que cómo puedo decir que es
bello un desnudo,
a juicio de ellas, grotesco.
Ahí está el grande error.
Un cuerpo humano puede no ser bello,
pero es natural,
es humano, es real, con sus defectos y deficiencias.
[Catálogo Museo de Arte Moderno de Medellín. Exposición retrospectiva 1937 – 1984].
Contra esa negación del cuerpo que caracteriza nuestra cultura pacata y temerosa, Débora asume el desnudo femenino desde su condición de mujer, como anota Beatriz González (Catálogo MAMM, 1986). El cuerpo no como objeto o símbolo, es el cuerpo en toda su dimensión estética, desde su interior: sensualidad, goce, sufrimiento. En la desnudez, sin temores, hay un hondo acercamiento a lo humano hecho carne para expresar el mundo interior femenino.
Su profunda sensibilidad social
Débora Arango en su obra frecuentemente muestra cómo se acercó a diversos lugares de la ciudad para mirarlos desde adentro. La calle, las cárceles, los burdeles, el manicomio, el matadero eran vistos por ella con la sensibilidad profunda de la artista que dice el mundo, que se conmueve e interroga y, además, interroga a los espectadores.
Como cronista del pincel nos muestra el hambre, el dolor, la angustia, la pobreza, la esquizofrenia social, expresión de nuestras locuras. Pero también nos habla del ser sencillo reconciliado consigo mismo y en el ejercicio de diversas actividades; del ser en el afecto y en armonía con sus cercanos, con su familia.
Autor: Marta Elena Bravo de Hermelin
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