«Lo típico era copiar un elepé entero a un colega, sin la menor conciencia de estar haciendo nada feo, inmoral ni mucho menos ilegal»
El otro día, ordenando el sótano apareció en una caja de cartón mi vieja colección de cassettes. No las había vuelto a ver desde la última mudanza. Aquella cinta pirata del concierto de Siouxsie and The Banshees en Rock-Ola, en octubre del 82, al que no fui porque la entrada era muy cara (600 pesetas de entonces). Las maquetas de MC5, Johnny Thunders o Television que sólo se editaron en cinta debido a la apuesta empresarial o falta de recursos de un sello indie neoyorquino llamado Rechout International records (ROIR), fundado por el visionario Neil Cooper en 1979, el mismo año que se creó el walkman. O la (pésima) grabación casera que me pasó un compañero de aula de un viejo álbum descatalogado e inédito en España de Tom Waits…
Con las carcasas de metacrilato melladas, desgastadas por el roce y el tiempo, seguían teniendo el encanto de lo analógico y lo artesanal. Parecían salidas de un túnel del tiempo, como en una película (mala) de regreso a los 80, dirigida por Joe Dante o Robert Zemeckis.
“Se empieza con un inofensivo cassette y se acaba en pecado mortal”
La cinta magnetofónica o cassette es un hito de mi generación que los millennials no han llegado jamás a disfrutar. Cuando el invento apareció, mediados los 70, nos conquistó rápidamente a todos. Era mucho más barato y manejable que el magnetófono de bobina abierta, tan querido de los melómanos, cuya obligatoria toma de red impedía llevarlo de excursión.
Pronto mi madre -siempre a la última en cacharrería importada- trajo un reproductor a pilas de un viaje a Nueva York y, aquel verano, toda la familia y los vecinos de la colonia serrana desfilaron ante el micro en nuestro jardín trasero para canturrear coplas o boleros y declamar algunos versos de moda. Aún recuerdo mi voz atiplada, con 7 u 8 años, recitando con seriedad ‘El pez más viejo del río’, simpático poema de Miguel Hernández que, años después -cual magdalena proustiana-, volvió a aparecer en mi vida en un disco de Camarón.
El cassette no hubiera pasado de audio portátil para grabación cutre casera si no fuera por el invento del sistema de reducción de ruido Dolby y la llegada, entrados los 80, de las cintas de cromo o metal, que ofrecían un sonido casi tan nítido como el de un disco.
Fue entonces cuando todos los quinceañeros nos compramos una cadena de alta fidelidad y nos pusimos a grabar como locos de vinilo a cassette, aprovechando la conexión por cable analógico del plato con la pletina.
Lo típico era copiar un elepé entero a un colega, sin la menor conciencia de estar haciendo nada feo, inmoral ni mucho menos ilegal. La industria discográfica se preocupó tanto por este uso nada inocente de la tecnología que lanzó una campaña de comunicación a nivel mundial con el eslogan de Home taping is killing music, que solía ilustrarse con el disuasorio logo de una carcasa de plástico con sus bobinas en forma de ojos de calavera y dos tibias cruzadas debajo simulando el emblema pirata. No le hicimos demasiado caso.
“Lo típico era copiar un elepé entero a un colega, sin la menor conciencia de estar haciendo nada feo, inmoral ni mucho menos ilegal”
Grabar una TDK 90 con un álbum entero por cara para un amigo formaba parte de la complicidad debida entre amiguetes del barrio o coleguillas de barra rockera. Hacerlo para una chica, mezclando canciones de diversos autores en una selección personalizada para ella, era como mandarle un mensaje subliminal a través de cada estrofa, tratando de llegarle a la fibra sensible cuando, con toda probabilidad, ella escuchase el repertorio al final de la jornada, tumbada en la cama, con los auriculares puestos, en la intimidad de su cuarto adolescente. O, al menos, eso nos gustaba imaginar…
“¿Cómo te atreves a pedirme matrimonio sí, hace apenas dos días, estabas grabando una cinta para otra chica?”, le inquiere Iben Hjejle a John Cussack en la película ‘Alta fidelidad’ (Stephen Frears, 2000), dignísima adaptación cinematográfica de la novela homónima de Nick Hornby. Pues eso: se empieza con un inofensivo cassette y se acaba en pecado mortal.
Hoy ya nadie graba nada. Todo lo más, pequeños mensajes en audio digital usando el smartphone, como si fuéramos aquel agente especial Dale Cooper de la serie televisiva Twin Peaks. Luego esos podcasts quedan archivados con muchas probabilidades de que nadie vaya a escucharlos jamás. Pero uno se acostumbra a todo.
Con la mejora del ancho de banda digital y la llegada de la retransmisión en tiempo real de archivos de audio y vídeo, los nuevos usuarios disfrutan de un ocio barato y a la carta que nuestro mayores no hubieran podido imaginar. El streaming, esa pócima milagrosa de la cual me he hecho adicto confeso, nos ha traído propuestas de música a la carta como Deezer, Apple Music, Google Play o –mi preferida– Spotify, que han cambiado la forma de consumir (y compartir) canciones.
Los nuevos usuarios disfrutan de un ocio barato y a la carta que nuestro mayores no hubieran podido imaginar
Desde hace unos cuantos años, hago playlists compulsivamente, como si las fueran a prohibir. Las hago para mí y los míos, con el mismo cuidado y dedicación que ponía de adolescente al grabar una cinta para alguien especial. Puedo empezarlas un día con el mayor entusiasmo y dejarlas en barbecho durante semanas o meses porque no estoy convencido o pienso que el proyecto requiere más horas de escucha y selección. Sólo difundo aquellas que me satisfacen, pero tengo decenas en formato borrador, a las cuales no pueden acceder los followers conocidos o anónimos que han decidido seguirme.
Al contrario del Facebook, donde eliges quién tiene acceso a tus publicaciones, todo lo que dejas aquí en abierto puede escucharlo cualquiera. Y hay algo desprendido y hermoso en este mensaje echado al mar en una botella. Aunque mis sets más especiales están dedicados a personas concretas –como atestigua ocasionalmente un paréntesis tras el título–, la mayoría de sus seguidores son desconocidos para mí. Tal vez por eso no logro experimentar la sensación de los viejos tiempos, cuando pulsaba el REC de la pletina pensando en alguien. Por mucho que la audiencia crezca –más aún, si lo difundes en redes sociales–, el feedback ya no te importa un pimiento. Sigo haciendo listas, a pesar de todo. Pero nada es lo mismo.
Autor: Juan Manuel Bellver
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