Conversamos con la escritora española sobre su recorrido por la literatura y el periodismo.
Rosa Montero tiene un tatuaje en la parte alta de la espalda, justo al lado del cuello. En letra negra una frase reza: Ni pena ni miedo. Ese grabado existe desde que leyó el macro poema que tatuó sobre el desierto de Atacama el propio Raúl Zurita. Para que, desde lo alto, en la inmensidad de la atmósfera, o viendo el cuello de Montero en picado, recordemos que lo único que necesitamos es coraje de vivir, a pesar del odio, la muerte y el dolor.
Rosa escribe desde que tiene memoria, cuando era niña narraba historias de ratas que hablaban. No supo cómo se hizo escritora, pero está agradecida por ello, sabe de antemano que ella per sé no es una sola mujer sino muchas, que vive en cada uno de los personajes femeninos de sus cuentos y novelas, por eso escribe sobre heroínas futuristas, amantes asesinas y mujeres capaces de todo. Es una salamandra instintiva que muta en cada uno de sus textos. Cuando entendió eso de ella misma, se tatuó al anfibio en el brazo. Su casa está llena de figuras en forma de salamandra, están hechas de madera, cerámica y cualquier otro material. Porque al final todos somos todo y tenemos derecho a la reinvención eterna.
“Desde que me recuerdo como persona, porque el recuerdo articulado viene de uno mismo, me recuerdo escribiendo. Yo no escogí escribir, sino que esto es algo que forma parte de mi descripción básica. Soy mujer, soy morena y soy escritora. Es un esqueleto exógeno que me mantiene en pie. Es algo definitorio y estructural en mí”. Me dijo con un acento marcado y corriendo las palabras con tanta agilidad que unas se pisaban entre otras. Rosa Montero habla con la rapidez con la que cualquier cristiano mueve los ojos. Tiene palabras amontonadas en el centro de la garganta, le brotan a borbotones. La española había entrado a la Sala de la Chimenea dando pasos fuertes, su taconeo se oía a la distancia. El hotel en medio del centro histórico de Bogotá se construyó en esa arquitectura que con naturalidad llamamos colonial. El salón que habían reservado para la entrevista buscaba conservar a toda costa la estética de las casas del 1600. Una mesa de madera con dos sillas, junto a una ventana por la que entraba la luz del patio central. En la mitad del patio una cascada de la que caía agua con lentitud. La escritora mira fijamente, tiene los ojos brillantes, un vestido colorido y aretes gigantescos. “Seguí escribiendo desde los cinco años sin parar, luego pensé cómo encontrar algo que me permitiera trabajar porque de la escritura de ficción no se puede, ni se debe vivir. Estudié periodismo porque tenía facilidad para la escritura y pensé, acertadamente, que me ayudaría a seguir aprendiendo de todo el resto de mi vida. Piensa por un momento y recuerda mientras se ríe que fue hippie en su juventud. Que quiso dejarlo todo y vivir una vida on the road. Silencio, termina la frase fulminante: qué bueno que no lo hice, dos de mis amigos lo hicieron y terminaron muertos. Era la España de Franco. El punto es que, si me hubiera ido a ser viajera y hubiera terminado de camarera en Camberra, esa sería una camarera que escribe. A lo mejor no publicaba, pero de escribir, escribiría”.
Montero inició como plumilla en España a los 19 años. Nacida en una familia de extracción popular supo que, en las clases menos favorecidas, estudiar es una osadía que implica trabajar al tiempo, pagarse la educación. Sabía que lo que le interesaba estaba en la escritura, empezó a buscar colaboraciones en periódicos y a publicar. “Ser reportera es un trabajo maravilloso, me ha permitido conocer muchos mundos, no solo geográficos, sino distintas maneras de estar frente a la vida. Es intenso, sensible y bello el periodismo”. Mientras habla mantiene la mirada fija en los ojos de su interlocutora, después ve por la ventana y sigue conversando, moviendo rápido las manos. En 1978 publicó su primera columna semanal en El País de España. Allí mismo fue redactora-jefa del suplemento dominical en 1980-1981.
La escritora se mueve con brusquedad, en medio de un gesto de dolor me recuerda los cuatro tornillos que tiene incrustados en la espalda. Ha pasado muchas horas en la misma posición, podría llamarse incluso la enfermedad del escritor. De la escritura no se regresa ileso desde ninguna perspectiva, las horas que se pasan tecleando sin parar, antes o después del trabajo porque casi siempre es de otra cosa con lo que deben ganarse la vida. Son obreros de la literatura, hormiguitas dotadas de dedos que quieren ganarle la carrera al tiempo y un día, antes que todo termine, dar a luz una obra. “La escritura es un esfuerzo inmenso, tienes que apañártelo, te la apañas muy mal , pero te la apañas. Viendo menos a los amigos, viendo menos a los amantes, viendo menos películas. De algo hay que prescindir siempre, no puedes tenerlo todo. Yo elegí tener tiempo para la escritura.”
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“Hay un amor que nos salva” dice la escritora, que conoció la salvación un día y estuvo en esa relación durante veinte años. Pablo Lizcano era el periodista español con quien Montero compartió la vida. En La ridícula idea de no volver a verte, un libro sobre la vida de Marie Curie y su esposo, la escritora entrega apartes de su propio amor. Cuenta, por ejemplo, que al principio de la relación Pablo la invitó a una casita que tenían sus padres en la montaña de la provincia de Ávila, allá le mostró todos los lugares comunes de su niñez: el camino al río, el bosque, la poza donde se bañaba. Y le regaló una anécdota preciosa que le repitió una y otra vez durante años: “Al comienzo de la senda, al salir del pueblo, hay una higuera. Aquella primera vez me la mostró y me contó su historia: a finales de agosto, mientras los frutos terminaban de madurar, una niña se sentaba bajo las ramas y se pasaba las horas cantando para espantar a los pájaros y evitar que picotearan los higos.” Rosa cree que la historia es una mezcla de memoria e imaginación. Pero en realidad lo más asombroso de la historia era la fascinación de Pablo por narrarla. Según ella, su relación fue atípica en múltiples aspectos, los dos eran caóticos, seres absortos en sus propios trayectos profesionales que sabían acompañarse en el camino. Con gracia recuerda en una entrevista dada antes de que Pablo muriera: “Él llega de su trabajo, se mete en su despacho, yo estoy en el mío y a las doce de la noche le oigo que grita: «¿Pero no cenamos?» Si estoy escribiendo un capítulo interesante, lo mismo ni bajo.” Nunca tuvieron hijos, Rosa Montero no los necesitó. “Mi teoría es que la normalidad no existe y que todos somos de alguna manera monstruos únicos.”
En mayo de 2009, la muerte, esa diosa primigenia y temerosa, alcanzó a Pablo y se encontró frente a frente con Rosa. Lizcano tenía cáncer y su compañera estuvo con él hasta el final, mientras ella misma se enfrentaba a sus demonios y escribía Lágrimas en la lluvia; un guiño al monólogo final del replicante Roy Batty en la película Blade Runner. A partir de ese libro nació la detective Bruna Husky en una novela futurista. La primera de varias entregas en las que la escritora apuesta por la ciencia ficción magistralmente, abrazándose a la tradición que encabezó Úrsula K Le Guin para tratar al género con la seriedad que se debe. La Ciencia Ficción como herramienta metafórica poderosa para narrar el aquí y el ahora, afirmó sobre su propia novela. “Escribir te salva la vida. A veces pienso que la escritura es algo mágico: miro esta novela y no sé cómo la he escrito.” Dijo para una entrevista en la que le consultaron por la escritura del libro después de la muerte de Pablo.
Ella misma desde que era una niña ha reconocido la finitud de la vida y se abraza a ella por efímera, porque la vida para Montero es una lucha contra la nada. Recuerda que cuando tenía diez años ya pensaba en la muerte, diciéndose a sí misma: “Mira Rosita, qué tarde tan preciosa, qué cielo tan azul, qué árboles, aprovéchalo porque enseguida pasará y te morirás”. Una niña en medio del sol brillando con plena conciencia que ese día no regresará y que incluso el presente es una mentira. Por eso sobrevivió la muerte de su marido esa tarde, mientras le escribía una vida: “La carne, un tesoro. El vertiginoso misterio de los cuerpos. El amor estallando como una supernova y dejándote ciego. Y también el desamor: un agujero.
Una noche de agosto en pleno campo, un alboroto de cigarras, una luna llena de color naranja que parece el decorado de un teatrillo japonés, el tiempo por una vez piadosamente detenido. La plenitud, que siempre es sencilla. Mirar a un amigo, mirar a tu amante y ver en sus ojos el pasado común. Contemplarte en los otros como en un espejo. La serenidad que llega tras las lágrimas. Y también todas las risas compartidas, los momentos de juego, las carcajadas dichosas.
Todos los libros leídos, las músicas gozadas, los besos recibidos. Y una conversación una tarde de invierno comiendo chocolate frente a la chimenea. La alegría de vivir. Y la fugaz y espléndida belleza. Una noche de angustia. Intuición de la muerte. Una mano en la tuya. La cama es una balsa en mitad del naufragio. Una novela leída al lado del lecho de un enfermo mientras llueve. Torbellinos de polvo en un rayo de sol, un universo ínfimo. Un cabrilleo de agua. El último chispazo. Esta poca cosa, o esta enormidad, es una vida.”
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Rosa Montero es una sobreviviente, como todos nosotros, día tras día la pulsión de estar viva la mantiene en pie. Tiene dos perras en casa, me dice que las extraña mientras se mira los dedos. Sobrevivió a Franco y su barbarie, tras el proceso de la vuelta a la democracia se volcaba a las calles con sus compañeros y amigos. Igual que ahora copando plazas con otras mujeres, acusando machos violadores como los de La Manada. Reclamando la defensa de la democracia en una época inverosímil que se nos mete en las pupilas; viendo el ascenso del fascismo en distintos países del mundo. “Estoy escribiendo sobre esto, sobre la preocupación que me causa lo que para mí es el momento más grave de toda la historia de la democracia. Estamos ante la falta de legitimidad del sistema democrático en el mundo. De eso va mi última novela, porque la democracia es el mejor sistema que hemos encontrado hasta ahora, haber nacido y crecido en medio de una dictadura me ha hecho consciente de la diferencia que hay entre una dictadura y la peor de las democracias. Si no cometemos una regeneración de la democracia nos vienen tiempos difíciles”
Y si hay quienes sabemos sobre la supervivencia a los malos tiempos somos las mujeres, Rosa Montero lo supo siempre. En 1995 intentó hacerle justicia a las miles que olvidaron todos los libros y registros en distintas ciencias. Una historia contada por hombres en medio de un mundo que se constituyó patriarcal, nos dejó al margen e invisibilizadas, relegadas al espacio doméstico. Muchas nos preguntamos por las otras, las que estuvieron antes ¿en qué pensaban? ¿cómo hacían las cosas? ¿filosofaban? Así nació Nosotras; el libro reeditado ahora por la escritora en el que escribió perfiles de mujeres del mundo que hicieron grandes cosas. Mujeres desafiantes, crudas, guerreras, inesperadas. Las mismas que siguen habitando la tierra, nos advierte la escritora, en el primer epígrafe del libro: A las heroicas mujeres kurdas de Rojava, que son la primera línea de contención de ISIS y que están muriendo día tras día por defender los derechos y la dignidad de todas las mujeres. Montero, lápiz y papel en mano nos hizo justicia desde la primera línea, porque, aunque la vida es finita, ha sido la magia de nuestros cuerpos lo que mantuvo la humanidad en la tierra. Porque además somos más que dadoras de vida, seres enteros que se sobrepusieron a la historia y ocuparon todos los espacios que encontraron. Seguimos siendo la mitad del mundo y las heroínas de Rosa Montero nos lo recuerdan.
Autor: Ángela Martin Laiton
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