William Ospina lleva a sus lectores a una Colombia idílica en paz

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El autor recuerda en la novela ‘Guayacanal’ la colonización antioqueña, entre los siglos XIX y XX.

[… yo había prometido mostrarle Guayacanal, la tierra de mis abuelos, las casas donde vivieron y donde transcurrieron setenta años de historias de la cordillera, desde la colonización antioqueña hasta la violencia de liberales y conservadores del medio siglo.]

Con una pluma cargada de poesía y magia, el escritor tolimense William Ospina lleva de la mano a sus lectores, en su nueva novela ‘Guayacanal’, a un viaje en el tiempo, entre los siglos XIX y XX, por una Colombia de ensueño, que parece inventada, pero que existió. Y podría decirse que, a pesar de los avatares y la violencia, su belleza y majestuosidad todavía se resisten a desaparecer.

Para este viaje, el lector contará con la cálida compañía de Papá Benito (Benedicto) y Mamá Rafaela, los bisabuelos de Ospina, que a lomo de mula salieron de Sonsón, Antioquia. Ellos hicieron parte de los miles de colonizadores que refundaron el territorio llegando hasta el Viejo Caldas y el Tolima.

[Una cosa sabían: el suelo que bastó para los abuelos no podía dividirse más entre los nietos. Y tal vez sabían otra: que había mucha tierra hacia el sur. El país era inmenso, y aunque fuera arduo explorar y poblar, allá estaba el futuro.]

Ospina creció oyendo todas esas historias de aventura que vivieron sus antepasados, sus padres y tíos, los otros protagonistas. “Ahora, después de la muerte de ellos, sentí una urgencia muy grande, hasta el punto de que tuve que interrumpir otro proyecto literario y dedicarme a husmear en la memoria, a tratar de reconstruir eso; que siendo una historia familiar, es también la historia del país, de una región y de un mundo lleno de cosas que vale la pena conocer”, dice.

El autor de ‘Ursúa’, ‘El país de la canela’ y ‘La serpiente sin ojos’ recuerda que en toda la cordillera Central habitaban muchos pueblos indígenas, que fueron exterminados durante la Conquista. “Es decir, en el siglo XVII esa tierra quedó totalmente despoblada, y una selva inmensa se tendió sobre ella”.

Para este viaje, el lector contará con la cálida compañía de Papá Benito (Benedicto) y Mamá Rafaela, los bisabuelos de Ospina, que a lomo de mula salieron de Sonsón, Antioquia.

Pero cuando en la segunda mitad del siglo XIX centenares de colonos antioqueños trataron de ocupar estos terrenos, su sorpresa fue mayúscula al encontrar que ya tenía dueño.

¿Cómo podían haber comprado un país tan grande, tan misterioso y tan vivo?, ¿cómo podía una persona o una familia ser dueña de toda la cordillera, de millares de toches y serpientes, de árboles que respiran niebla y guaduales que alimentan cañadas, de abismos pedregosos, de cascadas espléndidas, y de las mil montañas forradas en selvas que vuelven azules la distancia?]

Pero eso que parecía increíble era cierto. Ospina recuerda, por ejemplo, la famosa concesión Aranzazu, quinientas mil hectáreas de propiedad de una sola familia, que se unía a otras concesiones similares de terratenientes.

“Hubo un conflicto largo entre los colonos y los dueños de la tierra, hasta que el Estado decidió intervenir y repartir esas tierras entre los campesinos. Es muy importante saber que en Colombia, siquiera una vez, de las muchas que habría sido necesario, sí se hizo reforma agraria”, anota el autor.

Fue una época en la que se distribuyeron más de un millón de hectáreas entre los campesinos en esa región central del país, y –como resalta el autor– “esa reforma agraria previsiva y hecha a tiempo, no solamente les resolvió los problemas de subsistencia a miles de familias, sino que fundó la zona cafetera de la que vivió el país durante un siglo. Entonces, yo trato de reconstruir cómo fue el avance por esa tierra tan maravillosa y tan difícil”.

William Ospina
Mamá Rafaela, la bisabuela de Ospina. Foto: cortesía William Ospina

¡Y llegó el café!

[…pronto llegó la noticia de que los colonos de Manizales habían encontrado una planta que se daba bien en las laderas de la montaña, y cuyos frutos empezaban a desvelar al mundo: las antiguas selvas de la concesión se estaban desbrozando para sembrar café.]

Si bien Papá Benito y Mamá Rafaela no alcanzaron a la repartición de la tierra, se hicieron con la fracción de una montaña en el cañón de Guarinó, que pagaron con el oro de las guacas que habían recogido por el camino. Y que a pesar de ser prácticamente una pared, les permitió construir ahí su casa y fundar su descendencia.

“Yo cuento cómo poblaron ese territorio y cómo se dieron esas relaciones de amistad y fraternidad entre esos colonos. Y cómo solo hasta cuando pasó el camino de la Moravia y luego el cable aéreo comprendieron que estaban en el corazón del país y que por ahí pasaba la historia”, explica el autor.

En especial esa bonanza económica que trajo paz y sosiego durante setenta años. Ospina anota que aunque al principio todos esos viajeros venían buscando minas y tesoros indígenas, muy pronto encontraron que la “guaca” más valiosa era la tierra.
“Esa tierra era óptima para el cultivo del café porque las erupciones de los volcanes durante milenios habían llenado de cenizas ese territorio y lo habían fecundado inmensamente. Entonces, cuando comenzó la producción de café, en un año pasaron de 60.000 a 600.000 sacos de café”, dice el escritor.

Es muy importante saber que en Colombia, siquiera una vez, de las muchas que habría sido necesario, sí se hizo reforma agraria.

[Aunque no la vi nunca, Rafaela es uno de los seres más presentes en mi vida, la mujer alrededor de la cual hace ochenta años giraba una provincia. (…) Para saber cómo era Benedicto me bastan su obsesión por los entierros de los indios y la enorme montaña que hizo suya y repartió más tarde entre sus hijos.]

Son muchos los personajes que Ospina va trayendo a escena, pero las dos imágenes más poderosas son sus bisabuelos. En especial Mamá Rafaela, que al estilo de Úrsula Iguarán, el personaje insigne de ‘Cien años de soledad’, se erigen como el tronco de la estirpe, con su belleza, ternura y tenacidad.

“Ella fue el centro de todo. Ella convirtió esas selvas en una región habitable, en una morada humana. Era un ser fascinante. Yo, que no la conocí, la he tenido presente toda mi vida, por los recuerdos tan gratos que su familia tuvo de ella. Y sobre todo porque siendo un ser lleno de responsabilidad, de cuidado y de valores era también alguien muy alegre a quien le gustaban las fiestas y la música. Acompañaba a sus nietas, en las noches, a irse por los caminos a las fiestas del pueblo”, recuerda Ospina.

William Ospina
El pequeño William Ospina, de 3 años (adelante), en compañía de sus hermanos Nubia y Jorge, y de su mamá . Foto: cortesía William Ospina

Irrumpe la violencia

Con el paso de los años, una sombra tenebrosa enturbió el ambiente. Todo era un remanso hasta que aparecieron los bandoleros y las diferencias partidistas, y con ellos el inicio de uno de los períodos más dolorosos de la violencia del país, como lo cuenta el autor.

[Lo primero que me sorprendió es que los lugares donde ocurrían tantos hechos atroces tuvieran nombres tan dulces: La Primavera, Naranjal, El Vergel, Los Cocuyos, Los Lulos, Miraflores, Piedra de Moler, El Yerbal, El Turpial (donde se repetían las masacres) (…), o nombres llenos de confianza: La Belleza, El Silencio, Monteazul, Tortugas…]

“Ese mundo campesino de paz duró en esa región por lo menos setenta años. Después vino el desgarramiento. Ese país maravilloso fue destruido por la violencia de los años 50, por la retórica facciosa de liberales y conservadores que volvió enemigos a gente que siempre se había querido y que habían sabido convivir, y yo sí fui testigo de ese segundo momento”, comenta Ospina, quien nació en Padua, Tolima, en 1954.

El poeta recuerda cómo su infancia se la pasó huyendo con sus padres de un pueblo a otro y cómo al creer que habían dejado atrás los horrores de la violencia se sumergían aún más en el corazón de la misma.

“Así fue como llegamos al Líbano, en 1959, cuando estaban en una alianza ‘Sangrenegra’ y ‘Desquite’ en esa región. Era un pueblo de liberales y mi padre creyó que eso iba a protegerlo. Pero en realidad, como era enfermero y músico, se daba cuenta de la atrocidad que se vivía allí, a pesar de que no atentara contra él directamente. Y tuvimos que salir huyendo de ahí a las ciudades, que era el último refugio que quedaba”, cuenta el escritor.[Para saber cómo eran las personas ahora sirven las fotografías, pero entonces solo servían las palabras, y Rafaela existe tenuemente en las palabras de quienes la conocieron.]

William Ospina
‘Papá Benito’ y ‘Mamá Rafaela’, los protagonistas del libro. Foto: cortesía William Ospina

Como si se tratara de otro protagonista más de la novela, Ospina incluye, como parte de la estructura, fotografías familiares, con un fin puntual.

“Bueno, ahora abundan las fotografías y parecemos naufragar en ellas. Entonces las fotografías no tienen la importancia que tuvieron en otro tiempo ni traen la carga de información que nos conmueven tanto. Pero para mí siempre ha sido un deleite mirar fotos antiguas. Y de repente, en algún momento, mientras estaba escribiendo esta historia, me dije: ‘Yo quiero mirar las fotografías, quiero recordar mejor los personajes’. Y, a medida que me fui internando en esos álbumes, descubrí qué cosas que me habían contado tenían un respaldo muy conmovedor”, explica el escritor.

Como esa leyenda que siempre había flotado, por años, en la memoria familiar, del atroz asesinato en 1939 de Santiago Buitrago, el tío abuelo de Ospina. “Encontrarme con la fotografía de su entierro, y ver a mi bisabuela, a Azucena (la viuda) y a mi tío Rafael, que era en ese entonces hermano cristiano, y hasta a mi madre –por ahí pequeñita mirando– la escena fue muy conmovedora”, comenta.

De todos estos detalles está tejida la novela que Ospina le regala los lectores, y que los transporta a un país y una época imborrable. En especial a esa finca que hoy el autor hace universal y de todos los colombianos. Ese terreno en el que ‘Papa Benito’ vislumbró una belleza y un futuro únicos cuando lo compró.[Cada cierto tiempo el cañón amanecía de pronto iluminado de guayacanes amarillos, allí una mancha y otra y otras más lejos, árboles grandes que se vuelven una sola flor y llueven flores hasta formar en el suelo una sombra dorada. Sé que no fue Benedicto (‘Papa Benito’) el que sembró los guayacanes y ni siquiera sé si alguien lo hizo. Tal vez la propia tierra decidió que aquellos cañones fatigantes les ofrecieran como premio al esfuerzo la gracia de esos árboles aumentando en verano la luz del mundo. Pero fue él quien la llamó Guayacanal.]

William Ospina
El libro es editado por Literatura Random House.Foto:

Autor: Carlos Restrepo

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