La alarma ante el presunto resurgimiento del fascismo ha desencadenado un aluvión editorial sobre esta ideología, incluido el último Premio Strega, M. Figlio del secolo, una biografía que llegará próximamente en España
Nadie podía presagiar el 23 de marzo de 1919 que de aquella raquítica reunión de apenas cien personas en el Circolo dell’alleanza industriali de Milán saldría un movimiento de una potencia sociológica capaz de marcar un siglo. La patética escena de la fundación de los Fasci de combattimento la relata Antonio Scurati en el arranque de su monumental biografía novelada de Mussolini, M. Figlio del Secolo (Bompiani), un fenómeno de ventas en Italia que, además, acaba de cosechar el afamado Premio Strega. Los organizadores del acto de alumbramiento de los Fasci di combatimenti, embrión de Partido Nacional Fascista, tuvieron que replegarse en esta pequeña sala y renunciar al aforo de 2.000 butacas del Teatro Verme, que era la sede en que en un principio habían pensado. Su poder de convocatoria no daba más que para congregar a un puñado de veteranos de la Primera Guerra Mundial, en la que se desangraron las tropas italianas. En fin, cuatro gatos mal avenidos y rencorosos que en sólo tres años, acaudillados por el fiero y vanidoso Mussolini, con su rocoso mentón y sus ademanes operísticos, voltearon la escena política italiana alzándose, contra todo pronóstico, con el poder del país.
La narración de Scurati, que discurre con nervio periodístico y vocación documental, creando en el lector una sensación de presente inmediato, recorre ese periodo reflejando los factores que propiciaron tan llamativo vuelco. El despiadado manejo de la violencia (hay que tener en cuenta que las filas fascistas estaban plagadas de militares curtidos) y el eficaz azuzamiento del orgullo herido de la amada patria arrinconaron a la masiva militancia de izquierda (sobre todo comunistas) en las plazas de las ciudades y las explotaciones agrícolas. Pero en la victoria de ese pulso hubo un factor todavía más determinante: el financiero. Los camisas negras fueron reclamados por una burguesía atemorizada ante el empuje rojo. Muy reveladora de ese contexto es una imagen recogida por Scurati: Agnelli, tras la ocupación de la Fiat por los trabajadores, debe deshacerse del cuadro de Lenin que habían colgado en su despacho. Los fascistas acabaron poniéndose así al servicio de industriales y propietarios rurales para defender sus fincas y sus fábricas, ejerciendo como brazo armado del capitalismo, que les recompensó generosamente. La raíz socialista del fascio se fue inevitablemente diluyendo.
Esa ‘traición’, acaso equiparable a la de Franco con el falangismo, ha llevado a algunos teóricos del fascismo a preguntarse, con cierto sentido de la provocación, si esta ideología realmente ha existido en la práctica (un debate similar, por cierto, al de si la Unión Soviética fue un régimen verdaderamente marxista). Porque ¿hasta qué punto el fascismo que se formuló en 1919 fue aplicado en el ventenio en que el Partido Fascista gobernó Italia, desde octubre de 1922 a julio de 1943? Emilio Gentile, una de las máximas autoridades en la materia, hace el oportuno deslinde en Quién es fascista, ensayo recién publicado por Alianza Editorial. Este profesor emérito de la Universidad de la Sapienza advierte: “En los Fascios de Combate de 1919 no estaba en absoluto el embrión del fascismo de masas, que surge durante 1921 militarmente organizado en el escuadrismo, que destruyó las organizaciones del proletariado, conquistó el poder con la Marcha sobre Roma, ilegalizó a todos los demás partidos y, finalmente, en 1926, estableció un régimen de partido único”.
Gentile, sin embargo, desmiente que a pesar de que el movimiento original (el del 19) tuviera un sustrato socialista antisistema (como lo tenía su gran condotiero) este fuera anticapitalista, populista y revolucionario, que es lo que habitualmente se piensa. “Los fascistas de los orígenes pedían la jornada laboral de ocho horas, un impuesto progresivo extraordinario sobre el capital y sobre las ganancias de guerra como expropiaciones parciales, pero defendían a la burguesía productiva, predicaban la colaboración entre las clases, coincidían con muchas de las reivindicaciones de los socialistas reformistas y de la Confederación General del Trabajo y se oponían a toda posibilidad de revolución social”. Son disquisiciones que han cobrado mucho interés en la actualidad, cuando muchas voces alertan de un renacimiento del fascismo en todo el mundo.
Gentile trata de aclarar el panorama. ¿Son fascistas Salvini, Orban, Bolsonaro, Erdogan, Trump…? Buena pregunta. Que hay que responder descendiendo a un pasado oscuro con las herramientas de la historiografía y no con las del oportunismo interesado. De entrada, él invalida la hipótesis de que la Lega pueda adscribirse al fascismo. No tiene sentido, señala, por su pretensión secesionista de la Padania. Es decir, un un grupo político que busca la desmembración de la madre patria, que abomina de la ‘Roma ladrona’, no cumple con una parte esencial del ideario fascista, aunque sí pueda verificarse en otros aspectos. Lo afirma aun teniendo en cuenta que este partido, hoy encabezado por Salvini, ya hace tiempo que se quitó la palabra ‘Nord’ de su nombre, abriéndose así a absorber también los votos de los antes vilipendiados terroni. “Aunque ha atenuado su mito padano, continúa propugnando el máximo autonomismo regional y se guarda de exigir la obligatoriedad de la lengua italiana”. A su juicio, sí había un peligro real de involución fascistoide en 1994, cuando de la mano de Berlusconi entró en el gobierno el Movimento Sociale Italiano de Gianfranco Fini. Este, tres días después de obtener un 13,5% en las elecciones de ese año, declaró: “Mussolini es el mayor estadista del siglo”.
Gentile, del que Alianza acaba de lanzar también su libro Mussolini contra Lenin, no termina de ver claras las analogías de los líderes mencionados con los de los años 30. “No tiene ningún sentido ni histórico ni político sostener que hoy se está produciendo una vuelta del fascismo en Italia, en Europa o en el resto del mundo”, sentencia. Rebate así la tesis que Umberto Eco erigió en su libro Fascismo eterno, donde venía a decir que esta corriente ideológica era especialmente hábil para presentarse en sociedad bajo diversos ropajes, travestismo que le había procurado la inmortalidad. Y reprocha además el uso indiscriminado del adjetivo fascista, insulto recurrente en el debate público.
Suscribe Gentile la denuncia que ya Benedetto Croce pronunció en 1944: “Esa palabra, de las maneras en que se emplea, corre el riesgo de convertirse en un dicho simple y general de ultraje, que vale para todos los casos, si no se determina y no se mantiene firme su propio significado histórico y lógico”. Aunque cabe oponerle que algunas derivas de gobernantes y partidos contemporáneos remiten inevitablemente al fascismo histórico: exaltación del pueblo como una colectividad virtuosa, deprecio de la democracia parlamentaria, llamamiento a la calle contra las instituciones constitucionales, exaltación del gobierno de un hombre fuerte, hostilidad contra el foráneo, lenguaje y modales soeces y violentos…
Más allá de la pugna teórica (o entomológica), de lo que no cabe duda es de que el interés (que puede proceder del miedo o la fascinación, según el caso) por el fascismo no ha decaído nunca. Y hoy día está claramente en auge. Buena prueba es el aluvión de libros sobre el tema en los últimos días. Como el sarcástico ‘manual’ Instrucciones para convertirse en fascista (Seix Barral) de Michela Murgia. O las reediciones del clásico de Robert O. Paxton Anatomía del fascismo (Capitán Swing) y El fascimo (Altamarea), de Gramsci, el gran líder comunista sardo que tanto lo combatió y padeció. O Del fascismo al populismo (Taurus), donde Federico Finchelstein intenta delimitar ambos conceptos, muchas veces solapados.
Aunque el que más ha calado es la extraordibaria y voluminosa (más de 800 páginas) biografía de Scurati, que publicará en España Alfaguara próximamente. No es más que la primera piedra sobre la que se levantará una trilogía que promete y que, con la venta de sus derechos, ya ha dado el primer paso para convertirse en serie televisiva. Veremos en la pantalla al joven Mussolini, putañero y tabernario, rodeado de secuaces malencarados, moviéndose como Pedro por su casa por lo callejones más inmundos del centro de Milán. Quería comerse el mundo. Y no parecía sentir miedo a nada. Aunque hay en un momento en su ascenso al poder en que su determinación se tambalea. Cuando conoce el brutal linchamiento de un carabinero a manos de una turba obrera. “Ni siquiera las tribus antropófagas se ensañan así”, escribió, consternado, en Il Popolo d’Italia, el periódico que dirigía con mano firme. De alguna manera, estaba vislumbrando su final, en esa misma plaza, cuando una masa enfervorecida por el ansia de venganza lo apaleó hasta matarlo. Indro Montanelli, que vio la escena con sus propios ojos, recordaba con asco que algunos hombres orinaban y esputaban sobre su cadáver. Odio contra odio. Cainismo ancestral. Mussolini había muerto. ¿Lo había hecho el fascismo? Sigue sin estar claro.
Autor: Alberto Ojeda
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