Las pruebas de polaroid del fotógrafo que retrató a buena parte de la sociedad española de los años ochenta aparecen en una almoneda madrileña
Cuando Iraida Domecq abrió aquella caja se encontró con un tesoro que no se esperaba.
Iraida es la dueña de la almoneda Youtopía, situada en la calle de Garcilaso, en Madrid, y su negocio se nutre de recoger muebles y pertenencias de personas que se deshacen de ellos por diferentes motivos. Después los vende en su tienda, montada en un antiguo garaje de unos 300 metros cuadrados, donde además organiza cursos y talleres para ofrecer a sus clientes lo que ella denomina “ocio intelectual”. Aquel día, en junio de hace ya dos años, recibió un aviso. Quedaban algunas pertenencias en la casa de una persona que había fallecido, y sus herederos, después de repartirse durante un tedioso proceso toda una casa de 400 metros cuadrados repleta de recuerdos, habían renunciado a lo poco que quedaba. Una mesa, cuatro sillas y dos espejos. Y, apartada en una esquina, aquella caja de cartón.
—“¿Y eso?”, preguntó ella.
—“Nada, son papeles, los vamos a tirar al contenedor”, contestaron los encargados de vaciar el piso del fallecido, situado en la calle de Lagasca de la capital.
—“Me lo quedo todo. Incluida la caja”, contestó Iraida.
Cuando la abrió, unas 200 fotografías de polaroid empezaron a cobrar vida propia: toda la Transición española pasó ante sus ojos en película fotográfica instantánea que parecían pequeños cuadros con el tiempo congelado: desde el rey Juan Carlos y los políticos de la época, hasta empresarios, banqueros, artistas, toreros o cocineros. Todo el estrato sociocultural del momento. Todos con unos 30 años menos. Imágenes plasmadas bajo un prisma único y reconocible, en su mayoría de los años ochenta. Y, entre tantos personajes, quizás para descartar cualquier asomo de duda, aparecieron varios autorretratos con una firma en la parte de atrás: Alberto Schommer. El retratista por excelencia de aquella época.
Así fue como aquella joya se salvó de un vertedero.
“La polaroid era la prueba de luz que se hacía antes de empezar la sesión en un estudio. Cuando se utilizaban carretes en lugar de cámaras digitales no había forma de ver cómo iba a quedar iluminado el sujeto exactamente. Pero, además, la polaroid es un pequeño tesoro porque el sujeto sabía que esa no iba a ser la foto final, por lo que no adopta ninguna pose rígida ni quiere salir de alguna forma concreta”, explica Gorka Lejarcegi, editor gráfico de El País Semanal y fotógrafo que trabajó con Schommer en la última serie que realizó para EL PAÍS en abril de 2015, cinco meses antes de morir, titulada No oculto nada, cuando fotografió a los candidatos de las elecciones municipales y autonómicas de Madrid enseñando a la cámara las palmas de sus manos, una manera, decía, de desnudar sus almas.
Además, continúa Lejarcegi, este descubrimiento “nos acerca más a la forma de trabajar del autor. Esto son piezas únicas, como si fueran un óleo. Una pieza que no se puede reproducir. Aunque esté concebida como una prueba de luz, una vez pasa el tiempo y hay una historia detrás gana relevancia. Incluso puede ser mejor que la obra final. Porque cada disparo es único”.
Iraida vio aquellas imágenes y sabía que aquello tenía un valor incalculable. Había trabajado en la Casa de América antes de que diera un volantazo a su vida en 2003, cuando se montó su propia tienda, la almoneda, un negocio que se diferencia del anticuario en la edad y el pedigrí de sus piezas. “El anticuario tiene muebles y objetos decorativos de más de 100 años y son de buena calidad. Y en una almoneda son de 50 años y no necesariamente de calidad”, explica. El caso es que su pasado, íntimamente ligado a la cultura, le había conectado con Schommer y sabía perfectamente lo que tenía en sus manos. “Yo es que era fan absoluta de él”, desvela. “Y pensé: ‘Esto lo tengo que clasificar bien”. El tiempo, sin embargo, fue pasando, y el contenido de aquella caja se quedó sin ver la luz en un rincón. Hasta ahora.
Para explicar cómo llegan los objetos a estos negocios, Iraida recurre a una “lección magistral” que le contó Juan Várez cuando era el consejero delegado de Christie’s España, una de las grandes casas de subastas del mundo. “En una conferencia explicó que las casas de subastas se nutren de las famosas tres d: deuda, divorcio y defunción. Todos los anticuarios y almonedas funcionan así”.
Por una de esas d llegó la caja de las polaroids. El fotógrafo vitoriano y de ascendencia alemana murió con 87 años en septiembre de 2015 en San Sebastián, en su segunda residencia. Llevaba dos años solo, sin su mujer, Mercedes Casla, el gran amor de su vida, como le gustaba recalcar a él. Ella había sido desde que se casaron su mano izquierda y su mano derecha. “Con ella trituraba todos sus proyectos y analizaba cada paso que daba en su carrera”, cuenta su sobrino Nicolás Casla, arquitecto y fotógrafo, con quien el artista tenía una relación especialmente estrecha. Merche, como la llamaban, murió mientras dormía una noche de 2013. Y la soledad con la que se topó él de repente le sumió en una profunda depresión con la que convivió los dos últimos años de su vida.
Schommer no tuvo hermanos ni hijos. Sus 18 sobrinos políticos se convirtieron en sus herederos, y ellos son los que mantienen viva la fundación del artista. También fueron ellos quienes se encargaron de vaciar las dos residencias de sus tíos y repartir las pertenencias. “Fue un trabajo intenso, muy cansado. Acabas destrozado. Y cuando ya no quedaba casi nada, me llamó la intermediaria que vendió la casa para decirme que quedaba allí alguna cosa. Pensamos que no había nada de valor y le dije que se podían deshacer de eso. Pero no contamos con lo que había en el desván de arriba. Es posible que la caja estuviera allí”, deduce otro sobrino, Íñigo Casla, sentado en su notaría, en la calle del Poeta Joan Maragall, donde ha acogido la sede de la fundación de su tío que él preside.
Antes de todo eso, Schommer había pasado a la historia por la puerta grande. Fue el retratista de la Transición y su nombre adquirió especial relevancia con sus famosos retratos psicológicos que empezó a publicar primero en el dominical de Abc y después en EL PAÍS. Sus primeras imágenes son de estilo barroco, surrealistas, interpretativas y con elementos simbólicos. Al poeta José Hierro, por ejemplo, le retrató con insectos en la cara. A Miró con dos alas. A López Bravo, ministro de Asuntos Exteriores de Franco, con un bebé en brazos. Aquellas imágenes no pasan inadvertidas, él se convierte en un referente y, ávido por reinventarse, va a más.
Fotografía a grupos políticos enteros, a la Iglesia levitando, se inventa por un error mientras trabajaba sus famosas máscaras —retratos con una luz cenital que anulaba las miradas— y las cascografías, mediante el craquelado previo del papel fotográfico dándole volumen, llegando a la escultura fotográfica. Se convierte en el fotógrafo oficial de los Reyes de España, sale al extranjero, expone en Japón, le nombran académico de la Real Academia de Bellas Artes, recibe el Premio Nacional de Fotografía y consigue ser el primer fotógrafo que expone en el Prado. Y todo ello, siempre, apoyado en sus famosas pruebas de luz.
“La polaroid eran 60 largos segundos: desde que se disparaba hasta que la fotografía se revelaba era un momento largo y tenso en ocasiones”, se ríe Nicolás.
Metódico. Perfeccionista. Artesanal. Interpretaba al personaje y cuidaba la estética y la escena. No se dejó a nadie, salvo a una persona, su único cabo suelto: Picasso. “Cuando ya había conseguido cerrar una cita con él, se murió”, se lamenta Nicolás. “Con todos conseguía lo que quería. Se dejaban hacer, guiar. Era poderoso, con carácter, con las ideas claras. Era un volcán”, sonríe.
“Cuando veo a través de la cámara, miro más que los demás”, solía decir Schommer.
Tan claro lo tenía todo que, cuando supo que Andy Warhol estaba en España en 1983, no paró hasta que consiguió una cita. Schommer había preparado una sábana con la bandera americana pintada. Su idea era que se envolviera en ella y el artista americano sujetara un pincel con el que pintara una de las franjas rojas. Pero el choque de trenes entre los dos fue antológico.
Warhol, serio, le dijo en inglés a la traductora, con Schommer
delante, que “el artista” ahí era él. Y Schommer, en castellano, zanjó
el asunto: “Él lo será en América; aquí el que tiene las ideas soy yo”.
Warhol, poco acostumbrado a que se le enfrentaran, accedió de mala gana y
se envolvió en la sábana. Y Schommer disparó primero con la polaroid.
“Pero se dio cuenta de que aquello no iba a durar mucho, se respiraba la
tensión. Así que decidió no esperar los 60 segundos de la prueba de luz
y cogió su cámara. Tres únicos disparos. No dio tiempo para más. El
tiempo justo en que cogió el pincel, serio, pintó levemente y lo arrojó
al suelo”.
Cuando ya estaban recogiendo, Schommer comprobó la polaroid que no utilizó, le gustó y se dirigió a Warhol. Su gesto cambió. Le abrazó y, entonces sí, le trató como a un artista. Aquella fotografía se convirtió en un icono.
Esa polaroid no ha aparecido entre las 200 imágenes descubiertas en la caja. Aún quedan tesoros por encontrar.
Autor: Berta Ferrerp
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