La coyuntura de la historiografía feminista contra el androcentrismo canonizado

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O porqué las artistas anteriores al siglo XX nunca fueron consideradas canónicas.

Para. Antes de continuar leyendo este artículo quiero que hagas un ejercicio: coge cualquier libro de historia del arte. Detente en cada imagen y analízala con cuidado. ¿Te gusta? ¿No te gusta? ¿Te transmite algo? ¿No te dice nada?… Lee un par de líneas sobre ella. Ahora dedícale unos segundos a la sección del autor. ¿Quién es? ¿Lo conoces? ¿Es famoso? ¿Hablaste alguna vez sobre él o viste una pieza suya en directo? Y ahora dime, ¿es un hombre o una mujer? Deja a un lado el libro o la página, cierra los ojos y trata de realizar el siguiente cálculo de memoria: quiero que cuentes el número de artistas que has visto, pero que los dividas por sexos (si la diferencia entre ambos es demasiado notoria, te invito a que intentes añadir algunos de tu propia cosecha y gusto). Ahora vuelve a contar. Seguramente y, pese a todo, habrá ganado la facción masculina, ¿verdad? Por último, dime ¿a cuantas de esas artistas femeninas conocías antes de haber realizado este experimento?

Si de pronto sientes una pequeña punzada de culpabilidad, estate tranquilo y no te fustigues; lo que has visto es sólo una millonésima parte de una realidad historiográfica dedicada no sólo al aislamiento del genio femenino, sino también a destrezas como la ornamentación, las artes escénicas o la iconografía oriental. Por supuesto podríamos hablar largo y tendido de todas estas discriminaciones, abordarlas de una manera general y sin implicarnos demasiado, pero hoy vas a permitirme que me centre en la canonización del androcentrismo y la postura de la Academia y la Historia frente a la creatividad femenina.

Lo cierto es que la sacralización de las Bellas Artes (que incluso consiguió aumentar su grandilocuencia a través de una grafía en mayúsculas) condujo al trazado de una línea recta incapaz de abarcar unidades tangenciales; seamos sinceros, lo cierto es que se diseñó a partir de un estilo atávico, restrictivo y demasiado obcecado en comunicar su apócrifa superioridad moral como para darse cuenta de que en realidad estaba apostando por el reparto elitista y la distorsión histórica. Si, querido lector, lo has adivinado: con toda esta palabrería te estoy introduciendo de nuevo en el ambivalente mundo del canon, esa antítesis del libre albedrío que ya mencioné en artículos como «Hermenéutica y canon» y en «El canon historiográfico y sus implicaciones eurocentristas», y que supuso la apostilla del ingenio según parámetros que nada tenían que ver con «la maniera» o el «gôut». A partir de un complejo entramado de evasiones, el estilo pasará de ser un recurso individual a un determinante geográfico y escolástico, capaz de recoger una amplia variedad de implicaciones culturales, ligadas a la demanda y a la sensibilidad del espectador; por supuesto, con esta nueva definición del canon se entrecerrarán las fronteras de la habilidad hasta crear un núcleo hermético en el que la mujer con talento será acusada de imitar a sus congéneres masculinos. Para nuestra desgracia y la de ellas, el mundo aún no estaba preparado para la democratización del arte que preconizaría Walter Benjamin, así que en lugar de una médula de ingenio comunicativo, el estudio cercó sus lindes a través de la itifalia, dejando tras la barrera a artistas de la talla de Gentileschi, acusada de imitar a eminencias varoniles como Caravaggio (lo que por otro lado no deja de ser irónico si reparamos en que el padre de Artemisia sí fue considerado como un caravaggisti y no un emulador).

Hay que destacar que, mientras se establecían los parámetros de lo adecuado y lo amoral, surgió un ideal de erotismo que halló su máximo exponente entre las encarnaciones y voluptuosidades de la Venus (sobre las que ya hablé en mis artículos sobre «Empoderamiento Venusiano»), por lo que el ideario femenino pasó a ser un mero ideal belleza; sin comerlo ni beberlo, la mujer se había transformado en una musa subordinada a la escoptofilia de un público que anhelaba contemplar su pudor y vergüenza y por ello es fácil entender por qué las artistas anteriores al siglo XX nunca fueron consideradas canónicas. En ellas nunca se estimó la advocación a la grandeza, tan sólo se las etiquetó como objetos útiles para provocar la inspiración o, en el mejor de los casos, como aprendices y colaboradoras de sus progenitores y maridos (caso de Josefa de Óbidos o La Roldana).

«La edad madura» de Camille Claudel nos habla de su relación con su amante, el mucho más reconocido Rodin.

«Pero… ¿qué sigue impidiéndonos que actualmente demos su lugar a estas formidables artistas de siglos pretéritos?» espero que te estés preguntando. Y la respuesta, querido lector, es tan simple como a menudo insatisfactoria: se trata de un problema de interpretación auspiciado (en parte) por la elección lingüística del glosario historiográfico. Lo sé, seguramente estés esgrimiendo tu mejor mueca de escepticismo: «¿Cómo pretendes echarle la culpa al lenguaje de algo que sobreviene por la conducta misógina, Tamara?» me dirás. Y yo te responderé que tienes toda razón, que este exoesqueleto partitivo es extremadamente complejo y que sería necesario abarcar una extraordinaria tesis para lograr siquiera aproximarnos a la esfera de esta idea, pero por ahora quiero que te plantees estas cuestiones al menos durante unos minutos: ¿Quién condiciona la acepción de cada vocablo? Cuando pensamos en una palabra como «zorra», que actualmente tiene una consideración peyorativa, ¿quién le ha dado ese sentido mordaz sino la propia sociedad? Cada tribu y cada civilización tiene designaciones diversas para cada cosa según el uso que le dan los usuarios y, llegados a cierto punto, ya ni siquiera se pone en tela de juicio si la locución designa correctamente su función, así que el lenguaje termina almacenando un condicionante hermenéutico autoimpuesto por el grueso social que impide una ruptura de las directrices habituales. O en cristiano: todo el mundo ha asimilado ya que la palabra «zorra» es un insulto, hasta el límite de que cuando queremos referirnos a la pareja de esta especie animal decimos «el zorro y la hembra del zorro». ¿Ves a donde quiero llegar?

En «Art Hysterical Notions of Progress and Culture» las artistas Valerie Jaudon y Joyce Kozloff realizaron un magnífico ejercicio analizando el lenguaje secular de cientos de publicaciones de historia del arte, y en este análisis se encontraron con que términos como «arte elevado» se asociaba con «hombre, civilización, griegos, romanos, cristianos, humanidad e individualidad» mientras que nexos como «mujeres, salvajes, orientales, campesinos, clases bajas, exotismo, erotismo y decadencia» se destinaban a la descripción de las «artes menores». Visto esto, reconozcámoslo: el lenguaje es un poderoso aliado para mantener a raya a aquellos que quieren despuntar o incluso para elevar la hegemonía de sujetos poco apreciados; fue el caso de Hitler cuando empleó definiciones del expresionismo como «die aktion» y «der sturm» para designar y popularizar sus tentativas de combate («sturm», por ponerte otro ejemplo, pasó a ser sinónimo de «sección de asalto»). Pero antes de encender las antorchas contra aquellos historiadores que permitieron el fraccionamiento taxonómico, tengamos claro otro punto: aunque la escritura nunca es inocente (al igual que no existe una obra de arte que no se imbuya de carácter crítico o social) a menudo la elección de estas palabras no se debió tanto a un soplo personalizado de machismo como al encuentro infructuoso entre un historiador (incapaz de desligarse de la impronta social que lo presiona) y una realidad que le resulta imposible asimilar según las referencias estudiadas hasta entonces. O dicho de otro modo: cuando te explican reiteradamente que una oveja es lo mismo que un caballo, es poco probable que te plantees una interpretación paralela aunque te encuentres frente a un descubrimiento heteróclito. Pero ¿significa eso que podemos indultar al historiador que no presentó una reinterpretación vanguardista de sus hallazgos? Obviamente, no. Quizá podamos llegar a un discernimiento de su error si simpatizamos con sus factores circunstanciales, pero bajo ninguna condición debemos justificar su irresponsabilidad para con la autenticidad histórica.

Justamente por ello, el propósito de los estudios de género (que se inician con el planteamiento de que los derechos de la mujer son parte inalienable de los derechos humanos universales) es el de romper, desmenuzar e investigar los límites de este preámbulo manipulado. Y en este punto haré un paréntesis para aclarar que, cuando nos referimos al género como masculino o femenino, NO estamos hablando del sexo de los individuos, sino de las conductas consideradas como masculinas o femeninas; mientras que el sexo puede verse como una consideración biológica, el género resulta de una construcción sociológica fundamentada en nuestra preconcepción de lo que es «ser hombre» o «ser mujer», y dicha imagen evoluciona durante el curso de nuestras vidas bajo la marca de unos sistemas sociales que nos imponen conjuntos de prácticas, símbolos, representaciones, normas y valores entendidos como diferencias sexuales. En el arte, la perspectiva de género supone reconocer las relaciones del género con el poder, un poder que favoreció a los varones y que mantuvo su presión sobre valores de clase, etnia, raza y preferencia sexual.

«Retablo número 1» de Hilma af Klint, pionera del arte abstracto mucho antes que su «inventor».

Volviendo de nuevo al tema principal y teniendo esto claro, podemos argumentar que el pensamiento feminista y los estudios culturales del siglo XX y XXI partirán del análisis de esos prejuicios ideológicos en las teorías historiográficas (esas que fueron llevadas a cabo por medio de dinámicas de exclusión y opresión) a fin de lograr la promoción de un arte y una historiografía activista, interesada en otorgar voz a los silenciados por la canonización tradicional, el constructo eurocéntrico y el patriarcado; por desgracia sólo a partir de la explosión de arte activista de género que se ha vivido en los últimos treinta años, se ha llegado a la postulación de una epistemología feminista particular, cuyo fin último es la liberación de la mujer (si bien es cierto que dicha liberación aún supone varios problemas de conceptualización). Por ejemplo, en relación con la reivindicación de una historiografía multidisciplinar son interesantes las palabras de Griselda Pollock que puntualiza que mientras el feminismo continúe el discurso clásico sobre el arte, éste no hará más que mantener la legitimación masculina que ofrece la estructura del canon clásico en su falocentrismo; este concepto quiere dar a entender que las pautas clásicas han anulado y entorpecido las inscripciones femeninas al arte hasta el punto de que el intento presente de dar a conocer las biografías de artistas como Camille Claudel, Sofonisba Anguissola o Frida Kahlo sin romper con la morfología del constructo ordinario, tan solo fortalece al sistema hetero-patriarcal. O sea que el verdadero mecanismo de cambio debe ser la promoción de investigaciones sobre mujeres artistas que indaguen no sólo en su obra sino también en su socialización: ¿cómo se relacionaban aquellas mujeres? ¿Cuál era su ámbito de acción y sus experiencias? ¿Qué las motivó a pintar? ¿Cómo vivieron su carrera artística frente a un mundo monopolizado por las embestidas de un incipiente androcentrismo?… Son algunas de las preguntas vitales para comprender realmente el conjunto de sus experiencias como artistas más allá de las fechas y datos bibliográficos que tienden a trivializar el estudio de género.

Este es el motivo de que a día de hoy se prefiera el uso de herramientas de post-estructuralismo para tratar de visibilizar las tácticas de marginación y demanda de la mujer, creando un nuevo espacio de poder para el llamado «género otro»; si bien es cierto que, en mi opinión y como historiadora del arte, considero que sería oportuno que esta misma corriente sirviera para auxiliar el encumbramiento de autores del colectivo LGTBIQ, que a menudo parecen quedar desligados de esta reclamación en lugar de conformar un elocuente y evidente segmento de la otredad. Pero en resumen y para finalizar, lo que verdaderamente pretende la historiografía feminista es destruir el modelo totalizador e instaurar en su lugar la promoción de intervenciones más globales, de tal manera que abordemos la cuestión de la mujer creativa como un tema principal y no como parte de un todo androcéntrico; tal vez de esta manera podremos responder a la críptica pregunta de Nochlin («¿por qué no ha habido mujeres artistas?») con un simple «sí, las ha habido, sólo que la Historia y la Academia decidieron repudiarlas, hasta ahora».

Autor: Tamara Iglesias

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