Doble oportunidad de descubrir nuevas facetas de Rodin: En la Fundación Canal (dibujos) y en Mapfre, en diálogo con Giacometti
Auguste Rodin (1840-1917) pertenece a esa clase de varones ilustres sobre los que corren últimamente rumores inquietantes. Aunque nadie discute su genialidad, ni su posición destacada en la Historia de la escultura, una sombra de sospecha enturbia su biografía. El motivo: una mujer, Camille Claudel.
Discípula, ayudante, modelo y musa, Camille mantuvo con Rodin una turbulenta relación amorosa rota cuando él se negó a separarse de su antigua amante, la costurera Rose Beuret. Consciente de su valía como artista, él continuó apoyándola, pero pese al éxito que alcanzó, su salud mental fue deteriorándose hasta que su hermano, el poeta Paul Claudel, optó por internarla. Así permanecería hasta su muerte, treinta años después.
El cine y la literatura, horrorizados con la trágica suerte de Camille, han deslizado algunas dudas sobre el comportamiento del escultor. ¿Se aprovechó del genio de Camille? ¿Impidió por celos que evolucionara su arte? ¿Fue el responsable de su desequilibrio al hacerle abortar el hijo que esperaban? Hay quienes han llegado incluso a considerarlo un usurpador. Cuando se supo que alguien hizo desaparecer la firma de una de las esculturas de Camille y la sustituyó por la de Rodin, lo primero fue acusar a este y después, exonerado de cualquier culpa, hablar de machismo y patriarcado, como si los chanchullos de los marchantes tuvieran que ver con la ideología y no con la codicia.
Sin resentimiento
Camille plasmó su desesperación en una pieza titulada La edad madura. Una joven, ella misma, intenta retener a un hombre maduro, Rodin, al que una mujer demonio con la cara llena de arrugas, Rose Beuret, aparta de su lado. Es difícil encontrar una escultura tan emocionante, pero por mucho dolor que se exprese en ella, no hay rastro de resentimiento hacia el escultor. Camille admiraba al artista y amaba a la persona, aunque el precio que el destino le cobró por su entrega fue la infelicidad.
A Rodin lo identificamos generalmente con El pensador y El beso. Reproducidas con toda clase materiales y formatos, estas obras pertenecen al imaginario de la humanidad. No obstante, como miembro de la generación que se rebeló contra el academicismo, su escultura tardó en ser comprendida. Tanto su desdén por el perfecto acabado de las piezas como su afición a mostrar la manera en que las formas se abren paso en la materia, atestiguan claramente su condición de artista moderno. «¿Por qué Rodin entrega sus obras sin acabar?», se preguntaba un crítico de su época.
Pero además de escultor formidable, Rodin fue un diestro dibujante. El dibujo era la base de su arte. Tradicionalmente se ha dicho que solía esconderlos porque atribuía a su poca habilidad en ese campo el haber sido rechazado en su juventud por la Escuela de Bellas Artes. No es así. En 1897 editó un álbum con 142 dibujos y, en la exposición universal de 1900, se exhibieron otro buen puñado.
En realidad, hizo miles de dibujos, y no sólo como bocetos para esculturas. En la década de 1870, en pleno apogeo del Simbolismo, llenó varios álbumes en los que abundaban escenas siniestras, desde suicidios a encuentros sexuales entre mujeres y diablos. A partir de 1900, con 60 años, el dibujo llegó a convertirse en su principal actividad. El lápiz le permitía captar el gesto y el movimiento de las personas que representaba siempre del natural. Sus predilectas eran las bailarinas y la mujeres en general. Cientos de ellas pasaron por su taller para hacer de modelos. Que sus dibujos sean a menudo provocativos y licenciosos ha disparado retrospectivamente las alarmas. ¿Fue acaso uno de esos tipos que aprovecha su posición para abusar de las mujeres?
La franqueza sexual no estaba entonces bien vista. Cuando Rodin presentó El escultor y su musa (ella apoya su mano en los genitales de él como indicando de dónde procede el ímpetu creativo), las reacciones fueron negativas. Sospecho que tampoco habría sido mucho mejor si se hubiera leído entonces lo que cuenta Isadora Duncan en su autobiografía sobre sus encuentros en 1900 con el escultor. Después de visitar un día su taller, ella le prometió bailar para él en el suyo. Rodin fue y, cuando Isadora, después del baile, comenzó a explicarle su teoría de la danza, él puso sus manos sobre su cuerpo y lo recorrió y presionó como si fuera arcilla. No pasó de ahí, aunque ella, impresionada por la concentración del gesto, lamentó que no hubiera ido más lejos. Se ve que Rodin no pensaba únicamente en lo que piensan los puritanos.
Con algunos dibujos coloreados con acuarela el artista hacía recortes que luego convertía en esculturas de papel. Nunca se han visto en España. Agradezcamos a la Fundación Canal que lo haya remediado.
Rodin, dibujos y recortes.Fundación Canal. Madrid. C/ Mateo Inurria, 2. Comisaria: Sophie Biass-Fabiani. Colabora: Museo Rodin de París. Hasta el 3 de mayo.
Diálogos en el espacio y el tiempo
Por Francisco Carpio
Esta es la imagen: la figura de un hombre que camina con las piernas bien abiertas, como un compás de carne convertido en bronce o en yeso. Toda la fuerza de su gesto concentrada en esa acción. Pudiera ser que estuviéramos hablando de «El Caminante», de Rodin, una de sus esculturas más representativas, pero, ¿no podría parecer que fuera también una descripción de la no menos emblemática obra de Giacometti «El hombre que camina»?
Afinidades formales y expresivas que se convierten en el objetivo fundamental de la exposición «Rodin-Giacometti», un ágil y variado diálogo entre ambos escultores, tal como se refleja por vez primera en esta muestra, trazando la cartografía de sus conexiones, pero rastreando también el trayecto de algunas de sus diferencias, un hecho lógico en dos creadores con voz propia y una generación de distancia.
Aunque Auguste Rodin y Alberto Giacometti no llegaron nunca a conocerse, la influencia del francés sobre el suizo resulta clara. Desde muy joven Giacometti admiró la titánica obra de Rodin, llegando incluso a estudiar en la parisina Académie de la Grande Chaumière, de la que era profesor Bourdelle, alumno y ayudante del maestro francés.
Este proyecto expositivo refleja pues un buen número de puntos de tangencia y sinergia. Así, muestra una serie de aspectos más formales como el interés compartido por el modelado, la vibración de la materia, el uso del pedestal o una cierta temperatura deformadora y fragmentaria; compositivos, como la voluntad de partir de lo individual para llegar a lo grupal; históricos, plasmados en la constante mirada al pasado; o rasgos procesuales, patentes en su común recurrencia al trabajo en series.
No obstante, a mi juicio, el auténtico y principal nexo que engarza sus obras seguramente sea la manera en la que ambos se enfrentan a la representación de la figura, vale decir del hombre, una mirada nueva y personal que se convierte, salvando momentos históricos diferentes, pero a la vez conectados, en un alegato tridimensional y apasionado de la propia humanidad. Y en estos volúmenes corpóreos, hechos de carne de bronce, mármol y yeso, uno y otro depositan la nueva esencia humana: dolor, angustia, miedo, rabia, búsqueda. Esa es la renovada y existencial estirpe que alumbrará el siglo XX; un singular linaje del que ambos escultores serán destacados artífices.
En suma, una excelente y trabajada exposición que además nos deja algunas pequeñas delicias como las fotos que Patricia Matisse tomó de Giacometti en 1950 «interactuando» lúdicamente con los «Burgueses de Calais», o dibujos a bolígrafo y lápiz del suizo sobre páginas de libros. Detalles mínimos pero muy gratos.
Rodin-Giacometti. Fundación Mapfre. Madrid. Paseo de Recoletos, 2. Comisarios: Catherine Chevillot, Catherine Grenier y Hugo Daniel. Hasta el 10 de mayo.
Autor: José María Herrera
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