Intelectuales, literatura y comunicación en estado de confinamiento

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 “Re-pug-nan-te”. Con este adjetivo, y silabeado de este modo, el primer ministro portugués, António Costa, calificó el viernes 29 de marzo –según informaban ampliamente todos los medios– la postura del ministro neerlandés de Finanzas, Wopke Hoekstra, poco después de que éste sugiriera que habría que investigar por qué España e Italia carecen de recursos suficientes para enfrentar la crisis del coronavirus.

“Ese discurso es repugnante en el marco de la Unión Europea. Esa es la expresión adecuada: re-pug-nan-te, porque no estamos dispuestos a volver a oír a ministros de Finanzas holandeses como ya oímos en 2008, 2009, 2010 y años consecutivos.”

Así de contundente se manifestó Costa, aludiendo de paso a unas lamentables declaraciones del exministro Jeroen Dijsselbloem durante la crisis del 2008, en las que proponía que no se prestaran fondos a los países que no hicieran los deberes, del mismo modo que nadie prestaría a quien se gastara el dinero en “alcohol y mujeres”.

Preguntado horas después de la mencionada rueda de prensa si no le parecía que se había excedido al calificar tan duramente la actitud de Hoekstra, Costa respondió: “¿Quién, yo? ¿Está bromeando? Quien se excedió fue él. Pretender resolver la pandemia en Holanda sin hacer nada en España o Italia es no entender nada”. E insistió sobre su rechazo a la postura de las autoridades neerlandesas: “Es el mismo espíritu y comportamiento que ya tuvieron en 2008 y 2009; si bien ahora no se trata solo de economía sino de salvar vidas humanas, por eso es repugnante”.

Ante el penoso espectáculo que viene dando la Unión Europea, reconforta pensar que al menos uno de sus líderes no sólo es capaz de pensar decentemente, sino además de prescindir de la diplomacia cuando ésta sólo puede entenderse como servidumbre o connivencia.

Que un calificativo como el de “repugnante”, aplicado a una actitud como la de Hoekstra, produzca tanto ruido, tanto, estupor, tanta fruición y tanto escándalo, ilustra muy elocuentemente cómo, de un tiempo a esta parte, la corrección política ha convertido el lenguaje de la política misma en una jerga inane que los medios de comunicación se afanan en descifrar e interpretar, casi siempre con resultados decepcionantes. (I.E.)

La sociedad en su conjunto parece asumir que, rebasada cierta edad, la vida del ciudadano empieza a estar suficientemente ‘amortizada’

Más de lo mismo. En la avalancha de recomendaciones literarias prima el isomorfismo: ¿no estamos sitiados por la peste? Pues allí van Tucídides, Boccaccio, Defoe, Thomas Mann y Camus. Nada que objetar, faltaría. Aunque la relectura de estos libros arroja un saldo parecido: los libros ya escritos roturan con precisión situaciones ya pasadas, nos ayudan en lo que tiene de “parecido” y nos dejan solos con lo que nuestra situación tiene de “nuevo” o de “distinto”, justo lo que más nos concierne. Una laguna para los lectores que buscan sentido, una oportunidad para los escritores que buscan obra. (G.T.)

“Cerrado”. Si la literatura no depende de sus surcos convencionales (los géneros) y la reconocemos allí donde el texto se despega de su función prevista socialmente, saludemos la llegada de una nueva modalidad: los textos con los que los comercios nos advierten de su cierre por la Covid-19. Incluso pueden rastrearse diversos estilos predominantes, cuya sucesión regular constituye una tradición. Empezaron los comercios “chinos” avisando a sus clientes de que se tomaban unas vacaciones (como si el cierre fuese una especie de mal augurio vergonzoso que convenía disimular, cierta insolidaridad social); cuando empezó a intuirse el confinamiento siguieron textos más sinceros, pero todavía asépticos, de una índole didáctica en la que se retorcía todavía un deje de disculpa; ya confinados los textos se contagiaron de cierta euforia deportiva (“entre todos venceremos”, “a por el virus”) mezclada con una repelente exposición de ejemplaridad (“lo hacemos por responsabilidad social”), atravesada la quincena de encierro los locales echan la persiana en silencio, sin dejar cartel, la fatiga del sobreentendido ha asfixiado el género. (G.T.)

Todas las direcciones. Ignoro si los estados de excepción sacan lo mejor o lo peor del ser humano, pero nunca van a estar tan documentados. Nunca vamos a ver a tanta gente haciendo tantas cosas, a menudo contrarias. Saber si ciertas conductas imperan, son preponderantes, “tendencia” o casos aislados, va a depender del sesgo que los medios quieran darle a una masa de casos a la que no tenemos acceso. ¿Proliferan las delaciones (a veces desde los balcones) de los “ciudadanos” obedientes a los que se descuidan en el cumplimiento de las normas de confinamiento? Cualquiera sabe. Las veces que me encuentro a un padre que baja con sus hijos a tirar la basura o una pareja de ancianos paseando un tramo breve de calle mi reacción natural es sonreír. (G.T.)

¿Qué prefieres? Entre las subtramas que circulan por debajo de los grandes titulares que dan cuenta de la crisis del COVID-19, cabe destacar la que genera el debate sobre cuáles deberían ser los criterios de prioridad a la hora de administrar unos recursos sanitarios insuficientes para toda la población de infectados. Días atrás trascendió que en Cataluña el Sistema de Emergencias Médicas avalaba limitar la ventilación mecánica en las emergencias médicas a los pacientes de más de 80 años con una insuficiencia respiratoria grave (si así lo consideran, bajo criterio clínico, los facultativos). La noticia hacía recordar la que había circulado dos semanas antes, conforme a la cual la Unidad de Crisis de la región de Lombardía, en Italia, había elaborado un protocolo para determinar qué pacientes, dada la falta de espacio, podrían recibir tratamiento en cuidados intensivos y cuáles no. Entre estos últimos se contaban los mayores de 80 años. La sociedad en su conjunto parece asumir que, rebasada cierta edad, la vida del ciudadano empieza a estar suficientemente “amortizada”, y que su alargamiento nunca debería hacerse en desventaja de personas más jóvenes ni al precio de determinados costes. Toda una filosofía sobre el valor de la vida humana y de la experiencia está en juego en este tipo de cálculos más o menos piadosos, más o menos pragmáticos.

Recuerdo un memorable pasaje de una muy recomendable novela de Richard Hughes, el autor de Huracán en Jamaica. Me refiero a En peligro, publicada en 1929 y traducida hará un par de años al español por la editorial Gatopardo. En ella, una formidable tormenta amenaza con hundir un barco, y en medio de la zozobra a que ello da lugar el jefe de máquinas, el señor MacDonald, temiendo por su vida, recuerda a sus tres hijos, y le sale decirse a sí mismo, casi cabreado: “Valgo por diez de esos chavales”. Lo que da lugar a que el narrador comience a especular sobre la relación que cabe establecer entre el valor de un hombre y lo que cabe en su memoria, y a que –persuadido de que, en definitiva, “un hombre es la totalidad del contenido de su mente”– concluya que, por mucho que se suela lamentar menos, se pierde bastante más con la muerte de un anciano que con la de un niño: “Después de todo, ¿qué prefieres perder: una bolsa vacía o una que te has esforzado durante años en llenar?”. (I.E.)

Salón de belleza. Las metáforas (y por extensión los símiles) son instrumentos sofisticadísimos de conocimiento por los que descubrimos un rasgo inesperado de algo al ponerlo en relación con otro. La carga de belleza que desprenden deriva a mi juicio (aunque no sé si es una opinión muy popular) de las palabras elegidas, de la forma de la frase, y de la audacia de la comparación, de la asociación inesperada y de la carga de conocimiento que transmite. Los símiles pueden formarse, por supuesto, sin que nos proporcionen ninguna de estas ganancias. Basta con juntar dos cosas y ver qué pasa. Circula una versión más nociva que la del azar, la del embellecimiento. Lo vemos estos días con los libros y las pobres librerías, comparados con el pan caliente, con iglesias y farmacias, con barcos surcando aguas procelosas… Términos “bellos”, con los que se pretende realzar el valor del libro y las pobres librerías, pero que desdibujan su naturaleza y nos impidan pensar con claridad en su situación y en los escenarios futuros. La metáfora embellecedora es un ejercicio (y a veces un espectáculo) de incompetencia intelectual. (G.T.)

Los fantasmas de la libertad. Sorprende (casi fascina) la alegría con la que al contrastar las medidas tomadas por los países “demócratas” y las “dictaduras orientales” se atribuye a los primeros la “libertad” como rasgo definitorio, y a los segundos el “Estado”. La ingenuidad se expresa ya en la concepción según la cual la democracia es una esencia, y no un sistema de elección de gobernantes que deriva en una forma abierta que puede llenarse de muchas cosas, en grados distintos y combinaciones variadas. La democracia admite, según la latidud, la tenencia de armas, la prohibición de matrimonios homosexuales, la pena de muerte o nuestra vergonzosa “ley mordaza”. Pero lo que roza ya el desvarío es la identificación de la “libertad” como contrario de “Estado”, como si fuesen las dos posiciones irreconciliables de un interruptor. La libertad es por definición una potencia, así que es la más abierta de las formas posibles, uno puede incluso entregarse o someterse libremente, de manera que es muy complicado hablar en su nombre. Pero si algo podemos intuir es que muchas veces la ausencia de “Estado” (entendida como una organización común dotada de recursos) es la que le complica mucho la existencia a la libertad (dificultando el acceso a becas, negando segundas oportunidades, averiando el ascensor social, racaneando los servicios asistenciales…), mientras que muchas otras es el Estado quien ofrece una plataforma para el despegue de aventuras individuales. En el caso que nos ocupa sangran los ojos: allí donde miramos, el sistema de salud público (un sistema de control estatal de la salud) es el único dique para contener la muerte. Un Estado del que sabemos poco, pero que sí parece “altamente incompatible” con el ejercicio de la libertad. (G.T.)

No hay farsa crítica más penosa que suponer que las novelas adaptan de manera inmediata sus técnicas y su estructura a procesos sociales amplios

Doble moral. Nadie sabe cómo será la literatura sobre la Covid-19 (o sobre el confinamiento y sus consecuencias, el bicho me temo que da poco juego), pero es casi seguro que la literatura después del coronavirus va a seguir igual. No hay farsa crítica más penosa que suponer que las novelas adaptan de manera inmediata sus técnicas y su estructura a procesos sociales amplios, como si el género fuese un eco del mundo, y no tuviese su propia evolución interna, derivada de la observación mutua entre autores, su “vida privada”. Pero sí podemos aventurar cómo se proyectará la literatura “disponible” a la situación, las “dos morales” con las que puede estructurarse el material. La primera moral serviría de apoyo a los sentimientos convencionales que nos transmiten los medios y los estados de redes sociales, acompañaría al anciano que se separa de sus nietos y a los hijos que saben que su padre muere solo. Es una ilustración, un refrendo. La segunda moral se dedicaría a explorar las novedades éticas y morales que abre la situación: la mujer o el hombre a quien (imaginar las circunstancias concretas es el trabajo específico del escritor) el confinamiento “salva” o le ofrece “carta blanca” para desarrollarse; las nuevas formas de vida que prosperan y que, superada la crisis vírica, serán recordadas con nostalgia; el joven a quien la cancelación del enterramiento le libra de una ceremonia y un retrobament que le asfixian anticipatoriamente. (G.T.)

Sopa de Wuhan. Una amiga me manda el pdf de Sopa de Wuhan, una publicación impulsada y realizada por Pablo Amadeo, quien al frente de la misma explica: “Sopa de Wuhan es una compilación de pensamiento contemporáneo en torno al Covid-19 y las realidades que se despliegan a lo largo del globo. Reúne la producción filosófica (en clave ensayística, periodística, literaria, etc.) que se publicó a lo largo de un mes –entre el 26 de febrero y el 28 de marzo de 2020–. La antología presenta a pensadores y pensadoras de Alemania, Italia, Francia, España, Estados Unidos, Corea del Sur, Eslovenia, Bolivia, Uruguay y Chile. Sopa de Wuhan junta en un volumen lo que ya es público y está al alcance de un click”. Entre los autores compendiados se cuentan Giorgio Agamben, Slavoj Zizek, Alain Badiou, Byung-Chul Han, Paul B. Preciado, etc. Me asombran los reflejos que tantos intelectuales muestran tener frente a los acontecimientos, por insospechados y carentes de precedentes que sean, como es sin duda el caso de la situación creada por la Covid-19.

“Decenas de pensadores y filósofos –entre aspirantes, estrellas emergentes y astros consolidados– han comparecido a lo largo de estos días en las páginas de nuestros diarios para hacer todo tipo de declaraciones extravagantes”, observa Íñigo F. Lomana en un severo y contundente artículo publicado en este mismo medio. Con independencia de la polémica a la que Lomana apunta, me pregunto hasta qué punto es obligación del intelectual salir al paso de lo que ocurre e improvisar, con más o menos fundamento, una explicación o una réplica.

La avalancha de trivialidades, solemnidades y cursilerías con que nos abruman, ya sea en columnas y declaraciones o en redes sociales, es incesante

En una entrevista que le hizo a Canetti en 1980, Gerald Stieg mostraba su asombro al enterarse de que el autor de Masa y poder se hallaba en París durante los sucesos de Mayo del 68, pese a la cual no había dicho una sola palabra sobre ellos en todo ese tiempo. Canetti le respondió así: “Es completamente cierto que estaba en París y que quedé muy impresionado por los acontecimientos, que me ocuparon durante mucho tiempo. Siguen ocupándome hoy. Pero precisamente esa es la razón por la que no los menciono. Porque a mí no me corresponde pronunciarme, como un periodista o un político, sobre todos los acontecimientos, sino que procuro llevar los fenómenos dentro de mí hasta que tengo la sensación de que los comprendo. Antes de comprenderlos no podría decir nada al respecto, porque lo consideraría irresponsable. Quizá esto no sea habitual hoy en día”.

Sin duda que no lo es.

Algunas de las piezas de Sopa de Wuhan ya están sorprendentemente envejecidas. Me pregunto cuántas podrán ser leídas sin sonrojo o con interés dentro de tres, de seis, de nueve meses, dentro de uno, de tres, de cinco años. Entretanto, oscilo entre el respeto, la admiración, la suspicacia, el pitorreo y el escándalo ante textos que se me antojan inspirados unas veces por el sentido de la responsabilidad (“¿para qué estamos si no los intelectuales?”) y, otras muchas –demasiadas–, por el exhibicionismo, la memez pura y simple o la frivolidad. (I.E.)

Sex-Shop. Puedo tener mis dudas acerca de los riesgos que asumen algunos intelectuales al tratar de ofrecer un marco interpretativo a lo que viene ocurriendo, al tratar de especular sobre lo que va a venir, o al criticar el modo en que se está gestionando la crisis en que nos hallamos sumidos. No tengo ninguna a la hora de abominar de la forma en que tantos escritores se sienten impelidos a expresar sus pareceres y emociones, con una falta de pudor, de respeto y de decencia que, no por consabida, deja de pasmarme. Nunca como en estas situaciones (aún resuenan en mis oídos los ripios y las soflamas que muchos de ellos entonaron cuando el atentado de Atocha, hace ahora dieciséis años) queda tan manifiesto el concepto que de sí mismos y de su función social tienen esos escritores, autoerigidos en interioristas del alma, decoradores del dolor, iluminadores de la esperanza, al tiempo que ejercen de publicistas de su propia sensibilidad y, de paso, de sus propios libros. La avalancha de trivialidades, solemnidades y cursilerías con que nos abruman, ya sea en columnas y declaraciones o –ya sin freno ni tasa– en las redes sociales, es incesante. Dará trabajo, llegado el momento, armar una antología que haga justicia a tanta pornografía sentimental. Me refiero a cosas como: “Dentro de nosotros hay playas, mares, palmeras; hay montañas, pueblos, casas; dentro de nosotros hay seres humanos, hay vida allá adentro. Búscala”; o como: “Cuando esto termine, yo creo que jamás volverá a ver [sic] un beso protocolario. Todos los besos se volverán besos poderosos, fuertes, grandes, sexys y salvajes”; o como: “Ahora ya sabemos que la vida es comer con un amigo en una terraza, ir de librerías, tomar el sol, ver una película, perderte por una calle desconocida, coger un tren. Por eso, cuando la vida regrese, le pediremos menos cosas. Y tendrá sentido esto”. Lo mejor de todo es que el mismo escritor capaz de emitir a diario varias de estas impagables muestras de bisutería moral, no tiene empacho en soltar tan lindamente, entre una y otra: “No se puede escribir en medio de este horror. Lo intento todos los días, y no puedo, porque para escribir la vida tiene que estar entera”. (I.E.)

Autor: Ignacio Echeverría y Gonzalo Torné

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