En el centenario de la muerte del autor de Fortunata y Jacinta, la profesora Yolanda Arencibia repasa de manera exhaustiva la vida y obra de un escritor pegado a la realidad
Las biografías de escritores pasaron un purgatorio de descrédito del que afortunadamente han salido. Puede que alguna vez no respetaran la autonomía de la creación, o que alentaran lo que, ya en los años cuarenta, dos críticos estadounidenses estigmatizaron como intentional fallacy: identificar obra y creador. Pero conviene que, cuando se trata de entender la complejidad de un texto, no nos baste con lo literal. Y menos todavía cuando hablamos de un género como la novela que nació fagocitando todas las formas de escritura que la rodeaban…
En esta extensa y sugerente biografía de Galdós, Yolanda Arencibia nos recuerda que fue Clarín -crítico, colega y amigo- quien quiso escribir la primera de todas, aunque el interesado se resistía al empeño que acabó en un breve esbozo publicado en 1889. Todavía en vida del autor, dos jornaleros de la letra impresa, Luis Antón del Olmet y Arturo García Caraffa, escribieron otra más extensa y difusa en su serie Los grandes españoles. Pero fue un hispanista lituano, Hyman Chonon Berkowitz, emigrado en Estados Unidos, de quien se publicó póstumamente la que ha sido referencia de las posteriores: Galdós. Spanish Liberal Crusader (1948). La más cercana de las muy pocas memorables fue la del llorado Pedro Ortiz-Armengol, diplomático de oficio e indagador avezado: Vida de Galdós (1996).
La que ahora ha escrito Yolanda Arencibia, catedrática de la Universidad de Las Palmas, reciente editora de la obra narrativa completa y organizadora de los Congresos Internacionales Galdosianos, se le puede parangonar en extensión y minuciosidad. Galdós está presente casi día por día de su existencia, siempre fiel a sus estímulos: ver la vida y llenar renglones. Y, a la par, habitando -como todos- sus contradicciones. Alguna se hace más explícita en estas páginas: la devoción de Galdós por su familia y haber vivido siempre rodeado de seres cercanos que a veces le sufragaban gastos o le organizaban sus domicilios en Madrid o Santander, ¿no tiene algo de búsqueda de una comodidad hogareña sin los compromisos del matrimonio? Y ese desfile persistente de amantes sumisas (la rebelde Concha-Ruth Morell es una excepción llamativa; Emilia Pardo Bazán, también, aunque de otro modo…), ¿no revela la mala conciencia que tuvo de su egoísmo y, por tanto, la razón de su magnanimidad cuando creó a Amparo, Fortunata y Tristana? Nunca fue hombre de tertulia activa, ni gustó de homenajes multitudinarios, aunque alguno lo aceptó complacido porque le satisfacía el reconocimiento… Para patentizarlo. lo rodearon siempre amigos atentos y serviciales: médicos con aficiones literarias, periodistas, compañeros de oficio, actores y actrices, políticos… Ese universo de admiradores le servía para informarse de lo que no sabía, para tener acompañantes ocasionales en algún viaje largo y para ser testigo de la vida de un país que amaba y que llegó a conocer como las habitaciones de su propia casa.
“Copiar de la realidad” es una frase que escandalizará a los analistas literarios pero que explica bastante de un mundo novelesco donde la búsqueda de una perspectiva o de una trama se subordinan a la preeminencia de la realidad observada: el antropónimo divertido y significativo, el modismo (o el latiguillo) cogido al vuelo de una conversación, el escenario pintoresco y revelador. Buscarlos fue su vida… En punto a la administración de sus dineros fue un manirroto. No fue víctima de un editor, como creyó alguna vez, y fracasó en su descabellado y ruinoso intento de emanciparse como empresario, hasta que le salvó el providencial redil de Librería Hernando. Fue dadivoso con los que le rodeaban, y gastó bastante en mantener una vida que fuera digna de un gran escritor internacional del siglo XIX: su quinta del Sardinero santanderino, bautizada San Quintín, resultó un capricho carísimo…
Todo esto -el gusto por la vida y una cierta dosis de egoísmo- le sirvió para escribir novelas y su biógrafa no ha dejado de hablar de todas y del marco vital que las hace más cercanas. Por supuesto, se analizan con largueza las magistrales –La desheredada, Fortunata y Jacinta, El amigo Manso, Misericordia- y también las esencialmente significativas -como Doña Perfecta o La familia de León Roch-, pero a menudo agradecemos el énfasis de Arencibia en alguna novela menos frecuentada: Lo prohibido, por su coherencia e impasibilidad; La campaña del Maestrazgo y Aita Tettauen, por ser las joyas de los episodios nacionales de la tercera y cuarta serie, respectivamente; La incógnita y Realidad, porque alumbraron una encrucijada temática y estética -entre el teatro y la novela- sobre la que pivotó el último Galdós. El libro de la autora ha concedido amplio espacio al teatro galdosiano que hoy se lee muy poco, que le dio tantos berrinches y en el que, sin embargo, confió mucho. Hay notas certeras sobre sus obras malditas –Los condenados– y sobre sus éxitos –La de San Quintín, Electra, El abuelo, Casandra– pero también sobre lo más novedoso y atrevido, como Alma y vida o Alceste. Y al hablar de teatro, se habla también de lo musical, clave de la ambiciosa concepción escénica del autor: lo que no deja de ser una llamada de atención sobre la ausencia de una monografía que trate de Galdós y la música…
En tanto, leer esta biografía, donde todo se cuenta con fundamento y sin énfasis, jalonado con citas del escritor siempre muy bien buscadas, es un grato menester para sus asiduos y ojalá que un descubrimiento incitante para quienes todavía no lo sean.
Autor:José-Carlos Mainer
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