Una serie de textos publicados a lo largo de este año instalaron la reflexión sobre el lugar que ocupan estas obras, que muchas veces fueron desacreditadas por sus autores y generaron conjeturas acerca de los motivos por los cuales no se deshicieron de ellas
Una serie de libros póstumos publicados a lo largo de este año que van desde los cuentos de La ciudad del vapor del recientemente fallecido Carlos Ruiz Zafón y Las amigas de Aurora Venturini a Las inseparables de Simone de Beauvoir, que se publica a casi 35 años de su muerte, instalan la reflexión sobre el lugar que ocupan estas obras muchas veces desacreditadas por sus autores y generan conjeturas acerca de los motivos ocultos por los cuales no se deshicieron de ellas pese a que tenían el propósito de no darlas a conocer.
Distribuidas con cierto sigilo en su agenda de lanzamientos, las obras póstumas son una categoría de mercado a la que cada tanto -acaso cada vez más- las editoriales echan mano para iluminar algún pliegue inédito de la obra de un escritor ya fallecido y adicionalmente reencender el fervor lector por el resto de su producción. En lo que va de 2020, dentro de esa genealogía se pueden listar obras como Los días contados del periodista Andrew Graham-Yooll, los poemas de Leopoldo María Panero, La mentira es una flor y La liebre que se burló de nosotros de Andrea Camilleri.
Diciembre llegó con tres novedades que revisten como obras póstumas: La ciudad del vapor de Carlos Ruiz Zafón, Las amigas de Aurora Venturini y Las inseparables, de Simone de Beauvoir. Este último lanzamiento aporta algo de viscosidad al debate sobre la pertinencia de dar a conocer obras que en vida fueron sustraídas de la circulación pública por decisión de sus creadores.
Publicada por el sello Lumen, Las inseparables fue escrita por la escritora y feminista en 1954, pero luego decidió no publicarla por consejo de su célebre compañero Jean-Paul Sartre bajo el argumento de que era un texto extremadamente íntimo. Se trata de una historia catártica para la autora, centrada en su amistad apasionada con Élisabeth Lacoin, que sale ahora a la luz por decisión de la hija adoptiva de la pareja, Sylvie Le Bon de Beauvoir.
La palabra “póstumo” referida a un libro parece tener un significado bastante simple de resolver: una obra publicada luego de la muerte del escritor. Incluso la etimología de la palabra es sencilla: “post” (después), “humus” (tierra, entierro, muerte). Sin embargo, tiene algunos grados de complejidad. No es tan sencilla como la idea de “hijo póstumo”: un padre que murió luego de la fecundación y antes del nacimiento del niño. Nunca aparece un hijo póstumo cuarenta años después encontrado en un cajón, como suele suceder con algunos libros.
La analogía del hijo y el libro póstumo es muy cercana a la idea de Tamara Kamenszain sobre “lírica terminal”: una escritura en el fin de la vida del escritor, una poética de hospital, algo como sucedió este año con Diario del dinero, el último libro de Rosario Bléfari, que estaba llegando a las librerías cuando la autora murió. Kamenszain trabaja con un corpus de poesía, libros preparados, pero publicados luego de la muerte del autor, con una introducción titulada “Morir es autobiográfico”: el Diario de muerte de Enrique Lihn, Hospital Británico de Héctor Viel Temperley, El chorreo de las iluminaciones de Néstor Perlongher y el famoso poema El pabellón del vacío de José Lezama Lima. La hipótesis de Kamenszain es que “la poesía como lo más parecido a una autobiografía de la muerte”.
Sin embargo, no solo la obra escrita en el filo de la muerte hace que un libro sea publicado de forma póstuma. Hay varias razones por las que un libro puede publicarse post-mortem. En la publicación de los diarios de Adolfo Bioy Casares hubo una clara decisión del autor de La invención de Morel: que su secretario Daniel Martino diera a conocer esas intimidades literarias luego de su muerte. El chileno Roberto Bolaño dejó cinco libros inéditos para asegurar el bienestar económico de sus hijos, aunque por decisión de los descendientes y de su editor decidieron hacerlos confluir en un solo volumen, la novela 2666.
Otro de los paradigmas de libro póstumo se da cuando aparece una obra inédita olvidada en algún lugar de la casa del autor. En la literatura argentina, un caso notable es la cómoda sin fondo de la casa parisina de Julio Cortázar, en la cual Aurora Bernárdez encuentra El examen, Divertimento, el Diario de Andrés Fava, la Correspondencia y, como si todo esto fuese poco, por último los Papeles inesperados.
También algunos libros se convierten en póstumos porque los editores rechazan una obra en vida del autor y luego de sus muertes trágicas deciden publicarlos. Los casos de John Kennedy Toole y Sylvia Plath son ejemplares. John Kennedy Toole se suicidó en 1969 sin poder publicar La conjura de los necios (algunos biógrafos señalan -quizá de forma hiperbólica- que ésa fue la causa de su muerte) pero once años después la madre del escritor convence al editor Walker Percy de editar la obra ganadora del Pulitzer en 1981. Al año siguiente, el mismo premio fue otorgado a los Poemas Completos de Plath, quien se había suicidado en 1963. Dos años después se publicó Ariel y en 1981 los poemas recopilados ganadores del prestigioso galardón.
Lo libros póstumos más polémicos son aquellos que sus autores han dejado para “eliminar” y que sin embargo sus herederos o editores decidieron dar, a pesar de todo, a luz. El caso más emblemático es el de Franz Kafka. Si su íntimo amigo Max Brod hubiera cumplido la última petición del escritor de que “todo lo que dejo atrás (…) en forma de cuadernos, manuscritos, cartas, borradores, etcétera, deberá incinerarse sin leerse y hasta la última página”, las novelas El Proceso, El Castillo y América entre decenas de relatos y fragmentos serían desconocidos y no formarían parte del canon occidental en el que hoy ocupan un lugar central.
Dejando de lado el aspecto económico -los derechos y las ventas- la curiosidad de los críticos y lectores fanáticos, el deseo de abarcar todo sobre un autor admirado y el apetito por más obras no pueden competir con el deseo de privacidad de un escritor, especialmente cuando él o ella ya no están para discutir: en las últimas semanas, una sola página de Jorge Luis Borges, el relato “Silvano Acosta”, dictado a su esposa María Kodama, fue una noticia impactante para los fanáticos borgeanos. En la novela La historia de Lisey (2006) de Stephen King, los “Incunks” son académicos y coleccionistas enloquecidos que no quieren nada más que obtener la última prosa y recuerdos de un escritor muerto: sus incunables. El Profesor Woodbody, es el rey de los Inkunts, quien acosa a la viuda de Scott Landon, un famoso novelista ganador del Pulitzer. Los Incunks se refieren también al miedo del trabajo inacabado y sin pulir sea dado a luz desmejorando la imagen del escritor.
Revisando la inmensa biblioteca de los libros póstumos el lector puede formular algunas preguntas: ¿Cuál es el verdadero significado de que un escritor le entrega a un familiar, amigo o editor una obra para que sea destruida? ¿Qué es en realidad lo que está pidiendo? ¿Por qué no la destruyó en persona? Ernesto Sábato había quemado gran parte de su obra; Thomas Hardy, destruyó su primera novela El pobre y la dama; James Joyce, a los dieciocho años, destruyó un drama en cuatro actos titulado Una brillante carrera; Mijaíl Bulgákov quemó la primera versión de su obra más conocida El maestro y Margarita y Nikolái Gógol diez días antes de morir, agónico, quemó la segunda parte de Almas muertas. En conclusión, cuando un autor quiere que su obra no se publique la destruye por sí mismo. La falta de convicción del escritor sobre la calidad de la obra inédita hace que se publique en un gesto cómplice a través de la persona más confiable de su entorno íntimo-literario.
Autor: Carlos Aletto
Leer más en: Infobae