El modernismo en la Ruta Gaudí Barcelona y en La Iglesia El Rosario en El Salvador

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El patrimonio modernista de Barcelona es tan extenso y variado que no resulta fácil conocerlo en profundidad. Únicamente  de Gaudí existen 14 obras repartidas por toda la ciudad pero, además, hay al menos medio centenar de obras maestras de otros arquitectos modernistas.

El modernismo de Gaudí en Barcelona La ciudad de Barcelona, capital de Cataluña, fue el principal escenario en el que Antoni Gaudí, el gran arquitecto y decorador modernista, desarrolló su genio. Desde sus primeros encargos modestos hasta los edificios que la UNESCO declaró Patrimonio Mundial, las huellas del arquitecto de Reus son uno de los principales atractivos de Barcelona.

En el centro de Barcelona, en el distrito del Eixample, los arquitectos modernistas catalanes levantaron, entre los siglos XIX y XX, diversos edificios para la burguesía de la época. Puede decirse que Puig i Cadafalch, Doménech i Montaner y el célebre Antoni Gaudí convirtieron con su trabajo y su arte a Barcelona en la capital del Mediterráneo occidental que es hoy en día.

Qué mejor lugar para comenzar nuestro paseo que en la Plaza de Catalunya, centro neurálgico de la ciudad y punto de encuentro tradicional para sus habitantes y visitantes. Muy cerca, en la calle Caspe número 48, Antoni Gaudí construyó su primer edificio residencial, destinado a una familia burguesa de fabricantes textiles: la Casa Calvet. Por la simetría, equilibrio y orden de su fachada, está considerada una de sus obras más conservadoras. Sigamos por el Paseo de Gracia hacia arriba. Un poco más adelante, veremos, a nuestra izquierda, la llamada “Manzana de la Discordia”, tramo del paseo que agrupa de forma casi contigua (números 35, 41 y 43) tres edificios diseñados por las tres grandes figuras del modernismo catalán: la Casa Lleó Morera, de Doménech i Montaner; la Casa Amatller, de Puig i Cadafalch, y la Casa Batlló, de Gaudí. En la esquina siguiente, a nuestra izquierda, aparece en la calle Aragón número 225 el antiguo edificio de la editorial Montaner i Simó (Doménech i Montaner), actual sede de la Fundación ‘Antoni Tàpies’. Si continuamos por el Paseo de Gracia, a unos pocos pasos nos encontraremos (número 66) con la Casa Viuda Marfà (de Manuel Comas), y en la esquina con la calle Mallorca, con la fachada más emblemática de Barcelona: la Casa Milà, o La Pedrera, uno de los edificios más famosos de Antoni Gaudí y sin duda el más visitado del Paseo de Gracia.

La ruta continúa, precisamente, por la avenida de Gaudí, con sus farolas modernistas, hasta el complejo de edificios y jardines del Hospital de la Santa Creu y de Sant Pau, de Doménech i Montaner, y último de los edificios modernistas que recorreremos por el distrito del Eixample. Podemos completar esta ruta con la visita a otros edificios modernistas de la ciudad de Barcelona situados fuera del distrito del Eixample. Vale la pena, por ejemplo, acercarse al Palau de la Música Catalana, obra importantísima de Doménech i Montaner, restaurada y rehabilitada recientemente bajo la dirección de obras de Óscar Tusquets. También es interesante una visita a la antigua Fábrica Casaramona, en la montaña de Montjuïc, obra de Puig i Cadafalch, reconvertida en el Centro de Exposiciones ‘CaixaForum’; o a la Casa Martí, también de Puig i Cadafalch, situada en la calle Montsió, número 3, en el barrio Gótico. En sus bajos todavía existe la legendaria taberna de Els Quatre Gats, punto de encuentro de artistas e intelectuales de aquella época.

Iglesia el Rosario, El Salvador

Rodeado de ruinas y predios baldíos, camuflado por una estructura gris y sucia, el centro de San Salvador esconde uno de los edificios más ilustres y significativos de toda Latinoamérica. Una obra tan polémica y desafiante que tuvo que ser supervisada por el Papa Juan XXIII, quien la apadrinó en 1962 como un experimento previo del revolucionario Concilio que se avecinaba. El edificio y su contenido son las obras culmen del arquitecto y escultor salvadoreño Rubén Martínez.

Bastan los ojos para quedar deslumbrado ante la Iglesia de El Rosario de Rubén Martínez. Sin embargo, sus ochenta metros de longitud, sus veintidós de altura, los miles de vidrios coloreados que llenan el templo de una luz intensa y continuamente renovada, el efecto óptico de un espacio que se agranda o empequeñece según nos movemos por su interior, la agradable temperatura, la intimidad radiante del conjunto y esa extraña sensación de estar protegido son solo la apariencia de una obra total que aúna los mayores logros técnicos, una extraordinaria sensibilidad artística y una elaborada simbología que da sentido a cada uno de los componentes estructurales y decorativos del edificio.

Fue la primera parroquia y por mucho tiempo la más importante de San Salvador. Probablemente fundada en 1545 y situada en la muy colonial Plaza de Armas, fue el punto neurálgico desde el que partía la retícula de calles, avenidas y plazas que aún hoy da forma a la capital. En 1842 se convirtió por fin en catedral después de una dura lucha comenzada veinte años atrás por el cura José Matías Delgado. Elevar El Salvador al rango episcopal fue, sino el principal, al menos el más tangible de los logros perseguidos por la declaración de Independencia. Durante las siguientes tres décadas El Rosario fue el escenario privilegiado del nuevo orgullo nacional hasta que en 1873 un fuerte sismo hundió el edificio y los nuevos aires secularizantes llevaron su reconstrucción dos cuadras hacia el Poniente, al convento que acababa de serle expropiado a los dominicos, a la par del recientemente construido Palacio Nacional.

El Rosario sería reedificado en 1903 pero ya no como sede episcopal sino como nueva iglesia de los dominicos, cuando éstos fueron readmitidos en el país. Durante la primera mitad del siglo XX El Rosario estuvo hecho de lámina y madera (como la recientemente desaparecida Igesia San Esteban) y redujo su tamaño para compartir solar con el palacio arzobispal. Sin embargo ya a finales de la década de los cincuenta del siglo XX la antigua iglesia no bastaba para satisfacer las necesidades de una feligresía creciente, entusiasta y tremendamente enriquecida.

La Iglesia de la Virgen de El Rosario es un monumento a la sinceridad, el recogimiento y la humildad. No hay concesión alguna al lujo ni la ostentación. Su amplitud, más que grandiosa, es el recipiente de una extraordinaria luminosidad tenue e intimista. Los materiales son pobres y su rugosidad, su opacidad y su brutalidad están tratados sin disimulo alguno en una clara pretensión de sustituir la apariencia por la esencia.

Con excepción de las imágenes de la virgen de El Rosario y de Santo Domingo en el altar mayor, el resto de esculturas son obras de herrería realizadas por Rubén Martínez. En primer plano 'La resurrección'. / Foto de José Carlos Reyes.

La estructura del templo cumple a la perfección una función doble. Por una parte está diseñada para resistir fuertes sismos como el que en 1986 asoló el centro de la capital dejando en cambio El Rosario prácticamente intacto. Por otra parte las dos inmensas paredes y la bóveda que las une constituyen una de las más meritorias expresiones de la idea católica de la Trinidad. En El Rosario la pared norte contiene el altar donde tiene lugar el sacrificio del Hijo; la pared sur aloja un inmenso ojo hecho de rocas de cristal que al estar detrás de los feligreses pasa inadvertido y al igual que Dios, ve sin ser visto; y la inmensa vidriera semicircular que cubre el templo filtra la luz del sol en su transcurso del nacimiento al ocaso a modo de arco iris que protege a los creyentes y representa por tanto al Espíritu Santo. Pocas obras del ingenio humano han sido capaces de atrapar en la materia con tal efectividad la idea e intuición de la Trinidad: acaso el elemento más complejo e inexpresable de la teología católica.

Todo en El Rosario consigue el máximo rendimiento de la materia. Nada lo muestra mejor que el Viacrucis. Las catorce estaciones de la pasión de Cristo están hechas de piedra y hierro formando un semicírculo que se desplaza de derecha a izquierda y culmina en la Ascensión. Cada uno de los episodios es representado exclusivamente mediante las manos: las manos de Poncio Pilatos lavándose, las manos de Jesús portando la cruz, las manos que auxilian al condenado a ponerse en pie, las manos de la Madre desamparada cubriéndose un rostro inexistente – un expresivo vacío enmarcado por dos cortantes y apenas pulidas laminas que simulan el velo – ante la muerte de su hijo. Por fin la Ascensión se consigue mediante una figura muy abstracta pero inequívoca por su explícito movimiento helicoidal. Todo sin embargo está elaborado con material de desecho, con los retales, los restos de las vigas, lo sobrante de las varillas, las herramientas rotas y desgastadas. Aquí la excelencia técnica de Rubén Martínez como soldador queda completamente al descubierto así como su extraordinario genio minimalista y su capacidad de hacer hablar, ya no a la piedra como Michelangelo, sino a la basura misma.

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