Comunidades en línea, cultura en la calle

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Los expertos dudan de la cohesión interna de muchos de los grupos que se forman en el entorno virtual

En general, toda comunidad posee una cultura, pero hay una diferencia notable entre cultura y comunidad, como recuerda Mike Michael, autor del libro Reconnecting Culture, Technology and Nature: From Society to Heterogeneity. La primera aglutina una serie de percepciones, normas, idioma, historia y conceptos similares. Viene recogida en la memoria colectiva, los libros, las canciones… y las páginas web. La cultura se puede aprender, aunque ciertos conglomerados consideran necesario haber nacido en su seno para ser miembro. Una comunidad, en cambio, es un conjunto de relaciones.

En principio, nada impide adoptar una cultura: es posible enseñarle a la gente las costumbres y las tradiciones de un grupo, y vivir de acuerdo con ellas. No obstante, nunca se conseguirá reproducir una comunidad en concreto, porque esta depende de los individuos que la componen. Como sucede, por ejemplo, con el sistema educativo, una comunidad no es un ente pasivo. Sus integrantes tienen que creer en ella para que se mantenga. Un sujeto puede familiarizarse con diversas culturas al mismo tiempo, estudiándolas. Para formar parte de una comunidad, hay que estar presente, darse a conocer al resto y hacer contribuciones relevantes, apuntan Charles Ess y Fay Sudweeks, editores de Culture, Technology, Communication: Towards an Intercultural Global Village.

En consecuencia, un programa de televisión o un sitio en internet pueden articular una cultura, pero, para convertirse en una comunidad, tiene que haber una comunicación efectiva entre su audiencia, en un contexto de objetivos compartidos: políticos, culturales, etc. Una comunidad, vocablo en boga en tiempos de pandemia de covid-19, es un activo creado por la inversión de sus componentes. El beneficio aumentará en paralelo al incremento de esta inversión. Un factor esencial en esta ecuación es la confianza, añaden los profesores Kai Li, Xing Liu, Feng Mai y Tengfei Zhang.

Después de todo, son los comentarios difundidos de manera informal —los que no están regulados— y las experiencias y discusiones abiertas los que producen comunidades reales. El ciberespacio es un lugar de reunión más, sin los obstáculos restrictivos del tiempo y la geografía. Sin embargo, cuando los navegantes virtuales que no se conocen personalmente quedan en la calle para manifestarse contra el gobierno o se citan en un hotel para mantener relaciones sexuales, demuestran una preeminencia de lo físico que tardará en desaparecer, incluso por encima de las restricciones impuestas para contener al coronavirus.

Al hablar de internet, las redes sociales, los dispositivos móviles, etc., profesionales, expertos, autoridades y ciudadanos se refieren a las comunidades. Lo hacen las empresas y las administraciones, los directores de marketing y los políticos, los periodistas y los creativos publicitarios, los grandes influencers y los usuarios más modestos. Todo el mundo. Pero, ¿qué es exactamente una comunidad en este ecosistema? Para empezar, cada participante debería dejar claro qué aportará al grupo y qué espera recibir, argumentan los investigadores Barry Wellman, Jeffrey Boase y Wenhong Chen, responsables de un trabajo financiado por la Administración canadiense y la empresa IBM.

En conjunto, estas expectativas deberían encajar. También habría que determinar cómo se decide quién forma parte de la comunidad y quién no. De lo contrario, nada tendría sentido. Los miembros del colectivo deberían sentir que han invertido en él, por lo que les debería resultar —psicológicamente— difícil irse. El peor castigo en un grupo fuerte es la expulsión, el exilio, la marginación. Estas palabras evocan el miedo a ser apartados. Las reglas deberían ser inequívocas. Una de estas normas debería consistir en la posibilidad de recurrir si alguna de ellas se rompe. ¿Operan así las supuestas comunidades online? La mayoría, según la opinión de especialistas como Michael Trice, Liza Potts, and Rebekah Small, no.

Autor: Josep Lluís Micó
Leer más en: La Vanguardia

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