A veces la escritura se convierte en una especie de traición. La ironía de emborronar cientos de páginas para la evocación de un recuerdo insistente, o la paradoja de acudir al lenguaje a fin de señalar sus limitaciones o aun su imposibilidad, dejan un sabor amargo de incongruencia y desconcierto, la sensación de estar jugando con fuego, de haber preparado la trampa en la que muy pronto habremos de caer, quizá porque de algún modo esas inevitables traiciones nos remiten a los mecanismos que se autodestruyen en cinco segundos.
Escribir sobre Robert Walser comporta uno de esos peligros. Elias Canetti conjeturó que el rechazo a insistir en la grandeza del escritor suizo se debe justamente a que nada parece ser más ajeno a su estilo que la grandeza, a que frente a él cualquier forma de alabanza se torna una salida torpe, impropia, chapucera. Como sea, la opción de respetar a toda costa la renuencia de Walser a sobresalir, ser fieles a su convicción de que la notoriedad literaria comienza y desemboca en la ignominia (lo que significaría dejarlo vagar en paz como una sombra huidiza en la soledad de la nieve, perdido para siempre en las regiones inferiores, en aquellas tinieblas ínfimas e insignificantes donde sus ojos habituados al sigilo y a lo subalterno eran capaces de descubrir tantas cosas), se antoja asimismo una condena, una piadosa injusticia. Pero ocuparse de un hombre tan elusivo como Robert Walser, quien se resignó a vivir en un manicomio para darle la espalda al mundo, con la esperanza de que allí quizá sí enloquecería para siempre, vegetando por los rincones a la manera de Hölderlin, no tendría por qué estar libre de riesgos y contrariedades. A fin de cuentas, por más que sobresaliera en el arte de pasar inadvertido, por más que su mano derecha sintiera cierta animosidad hacia la pluma en vista de que su huella es más perdurable y enfática que la del lápiz, si en algo falló Robert Walser fue en su propósito de difuminarse en las catacumbas de lo indistinto, en que precisamente a causa de su escritura no fue capaz de completar la obra maestra de la invisibilidad.
Nacido en Biel, cerca de Berna, en 1878, Robert Walser pertenece a esa extraña y oscura estirpe de escritores a los que se les conoce más por la celebridad de sus admiradores que por la familiaridad con su obra. Encomiado por Musil, Bernhard y Benjamin, apreciado por Kafka y por Canetti (que eludieron con elegancia el siempre sospechoso elogio, sin dejar por ello de rendirle un homenaje sostenido, muchas veces implícito o a través de la elipsis), su figura parece destinada a perpetuarse como un fantasma tutelar de la literatura en lengua alemana; un fantasma ya no más errabundo y vaporoso, como correspondería a su condición y carácter, sino anclado a la sombra de un estante, en obras escasa pero fielmente codiciadas –que hasta hace poco tiempo permanecían fuera de circulación o no estaban traducidas–, acechando en silencio, reservadas y oblicuas, con el sonrojo que produce estar de pronto en boca de todos gracias al entusiasmo de autores de la talla de Calasso, de Coetzee, de Vila-Matas (este último, por cierto, un autor walseriano de cabo a rabo, tanto en sus preocupaciones como a veces en su dicción, que incluso se ha valido de Walser como “héroe moral” para construir una novela quizá demasiado propensa a la celebridad, ahora también premiada, lo que no deja de ser extraño tratándose de una defensa de la desaparición y de los personajes que gustan de avanzar en el vacío).
El prestigio de Walser –un prestigio moderado y sombrío, que es el único que podría convenirle– se debe a sus primeras y aparentes novelas: Los hermanos Tanner, El ayudante y en especial a Jakob von Gunten. Soy de la opinión, sin embargo, de que sus textos misceláneos, muchos de ellos pertenecientes a su última etapa creativa, redactados antes de ingresar en el sanatorio mental de Waldau, a ese exilio quién sabe qué tan involuntario al interior de sí mismo, son más entrañables, más sobrecogedores, acaso porque en ellos la libertad de su prosa se ha desatado hasta el punto de casi perder la coherencia y aproximarse, como quien coquetea despreocupadamente con el abismo, al parloteo y al sinsentido.
Constituida en su mayor parte por relatos breves, diálogos e impresiones, borradores de novelas y hasta ejercicios casi de tipo escolar, las piezas “menores” de ese escritor que se esforzó en ser un escritor menor han sido reunidas en volúmenes como La rosa, Vida de poeta y recientemente Escrito a lápiz, la primera entrega de sus microgramas; volúmenes sin esqueleto que aun en su desfachatado desorden, en sus asuntos del todo peregrinos, comparten una misma agilidad, una misma predilección por los detalles en apariencia insignificantes; en ellos, como quizá en ningún otro libro de la historia de la literatura, el deseo de no llegar a ninguna parte constituye su fuente más rica de inflexiones y salidas de tono. Con una ironía constante –más valdría decir, con desparpajo–, Walser se interesa por las cosas sencillas, ordinarias, fugaces; por esa concatenación imprevista de minucias que a causa de su fluir y evanescencia invocan una mirada igualmente inestable y contraria a toda pedantería; una mirada que las haga brillar por unos segundos para dejarlas después perderse, irremediablemente, abismadas en su futilidad, hundiéndose en la corriente del hábito que todo lo enmohece y degrada. Paseos dominicales y excursiones sin propósito, periódicos extranjeros, cartas, libros mediocres, animales, personajes entre los que destacan los vagabundos, los bandidos y los despreocupados, cafeterías bulliciosas, miradas que se cruzan por casualidad, amantes, toda una galería móvil de sucesos al parecer carentes de relieve desfilan ante la esponja mental de Robert Walser (una esponja que después sabrá destilar un jugo hilarante, con unas cuantas gotas de acidez), para desprenderse de cualquier significación consabida y cubrirse entonces con la luz de lo irrepetible.
Walser es un autor que sólo se siente a gusto en medio de lo inferior y lo minúsculo. “Su profunda e instintiva aversión por cualquier tipo de altura –escribió acerca de él Canetti–, de elevación o de pretensión lo convierte en uno de los poetas esenciales de nuestra época henchida de poder”. Resguardado al ras de lo inadvertido, astuto a su manera gris y reservada, Walser deja que su prosa se extravíe entre las minucias –incluso entre las bajezas y la humillación–, sólo para reaparecer más tarde, sentencioso y jovial, dueño absoluto de la narración, e incluso de las aparentes vacilaciones de la narración; y aunque sus obsesiones bien pudieran resultarnos demasiado caprichosas o delirantes (brotes benignos, quizá, de su extraña o acaso imaginaria enfermedad mental), una vez que nos dejamos arrastrar por el ritmo de sus divagaciones y nos perdemos en alguno de sus paréntesis a menudo interminables, difícilmente podremos sustraernos al poder de su arbitrio, en particular cuando nos percatamos de que esa falta de propósito es lo que constituye su fuerza, y que son motivos puramente hedonistas los que lo mueven hacia esas regiones marginales y hacia esa forma de entender la escritura que, como las cosas sobre las cuales trata, simplemente sucede.
El signo de la poesía de Walser es la fugacidad. Pocas veces se habrán visto unidas por un hilo a veces imperceptible tal variedad de frases luminosas, apuntes y parodias que, como si se trataran de meras acotaciones circunstanciales lanzadas al aire de la caminata, revelan matices insospechados en los objetos, incluso en aquellos que creíamos más familiares y conocidos. Por más pegajosos que puedan ser nuestros prejuicios y nuestra inercia asociativa, Walser dota a las cosas cotidianas de cierta cualidad críptica, desconcertante, las envuelve en una atmósfera sensitiva y banal que en algo se asemeja a esos momentos en que nos encontramos en un lugar donde tal vez ya estuvimos, pero no sabemos cuándo, o si fue sólo en sueños. Después de todo, lo anodino y lo insignificante son términos engañosos, que más bien remiten a un estado mental y poco o nada tienen que ver con las cosas a las cuales queremos aplicarlos. Para Walser, que elevó este simple aforismo a la condición de arte poética: “No hace falta ver nada extraordinario. Ya es mucho lo que se ve”, cualquier guiño es un mensaje cifrado y toda partícula de polvo está cargada magnéticamente y puede ser un detonante, un punto de partida, no importa hacia dónde. Un apoyo, tan firme y transitorio como todos, desde el cual impulsarse de nuevo.
En su afán de no desear nada y simplemente desaparecer, Walser sobrevivía a duras penas gracias a trabajillos menores e improbables –como su participación en la Cámara de Escritura para Desocupados de Zúrich–, reservándose la felicidad de un burócrata o un criado. Fue mayordomo e instructor, y al parecer la idea del Instituto Benjamenta –que es el tema central de Jakob von Gunten, una escuela dedicada a la formación de perfectos ceros a la izquierda–, surgió de un curso para sirvientes que él mismo tomó durante su estancia en Berlín. Al igual que Kafka, probó suerte en un banco; al igual que Bartleby, en su faceta de amanuense se dio el lujo de decir que prefería no hacerlo. Su actividad predilecta era pasear, y aun encerrado en el manicomio de Herisau se le consintió que realizara largas caminatas por los alrededores, a sabiendas de que tenía talento para el vagabundaje y de que no podía ser dañino para su salud. Sibarita del paseo reflexivo, de pocas cosas se jactaba más que de sus hazañas ambulatorias.
Como quien abandona una torre de marfil cuyo aire se encuentra intoxicado por el peso de la responsabilidad y la carga de las labores incumplidas, el acto ideal de Walser consistía en salir de su habitación en busca de los acontecimientos minúsculos que la calle o el camino rural le prometían. Divagante y elástico, ligero y feliz, se enfilaba entonces hacia donde sus pasos lo llevaran, sin otra preocupación que consagrarse al ritmo impredecible de las cosas en el instante de chocar contra su mente. A su vuelta, mientras la leña chisporroteaba bucólicamente en un rincón, quizá cogería un lápiz y, con idéntica naturalidad, con esa desenvoltura que sólo podría calificarse de campante o saltarina, narraría las aventuras sencillas que había encontrado.
Se cuenta que Walser nunca corregía lo escrito, que rara vez despegaba el lápiz del papel –tan ininterrumpidamente avanzaba–, como si cada imagen, cada oración, tuvieran el cometido de llevar a la siguiente, y ésta a su vez a la siguiente, para perderse como la voz o las impresiones se extinguen mientras caminamos, dejando tras de sí sólo una estela de asociaciones y de estados de ánimo. Y es que hablar de la escritura de Walser invita, en primer lugar, a una mención de su ritmo mental, consagrado a su propio decurso y abandono; a destacar la risueña despreocupación de su prosa, tan semejante en ciertos momentos a la cháchara –con su espontaneidad y también sus destellos y agudezas–, que en todo momento comparte con sus caminatas una voluntad errabunda. Esa sencillez de expresión de la que frecuentemente hace gala, próxima en ocasiones al infantilismo, la lírica y aun la majadería y el despropósito, indica, en palabras de Walter Benjamin, “la compenetración perfecta de la falta de intención y de la intención suma”; dictamen que –no es casualidad– bastaría igualmente para la caracterización del arte del paseo.
Sumergidos en su cauce, llevados por la extraña resonancia de sus asociaciones (una resonancia lo suficientemente apegada a la superficie del mundo como para resultar misteriosa y exultante), descubrimos que una de las cualidades de Walser consiste en hacernos cómplices de su receptividad y su atención agudizada, de esa receptividad itinerante, llevada hasta el límite de sus posibilidades en un libro como El paseo, para la cual no hay circunstancia, rostro o fragmento del paisaje desprovisto de interés: “La naturaleza no tiene que esforzarse por ser importante. Lo es”.
Guiados por la fluidez de su curiosidad, por la seriedad de su bufonería, pronto nos sentimos contagiados del inconfundible temple de la vagancia, como si la mente se hubiera transportado de golpe a una calle apacible y se entregara, confundida pero feliz, a la sencilla y antigua delicia de caminar. Y es que en las páginas de Walser el pensamiento parece haberse liberado de sus amarres consabidos por obra y gracia del trote solitario de los pies (cuya disponibilidad y arbitrio influyen benéficamente en el ánimo y fomentan una creciente locuacidad reflexiva, así como un poderoso sentimiento que se puede comparar con un ademán de universal bienvenida), hasta que los detalles de escasa gravedad y cercanos a cero con los que se cruza descubren sus perfiles más remotos y al mismo tiempo más familiares; ante sus ojos, cada esquina o perro vagabundo se erigen en caleidoscopio y en enigma, mostrando sus distintas facetas en una simultaneidad insólita que algunos llamarían estado de gracia y otros simple y llana perplejidad.
Al paseante [escribe Walser]le acompaña siempre algo curioso, reflexivo y fantástico, y sería tonto si no lo tuviera en cuenta o incluso lo apartara de sí; pero no lo hace; más bien le da la bienvenida a toda clase de extrañas y peculiares manifestaciones, hace amistad y confraterniza con ellas, porque le encantan, las convierte en cuerpos con esencia y configuración, les da forma y ánima, mientras ellas por su parte lo animan y forman.
Robert Walser murió en 1956, el día de Navidad, a la mitad de uno de sus incontables paseos. El hecho de que la muerte lo sorprendiera durante su caminata, en medio de la nada, me hace suponer que para él no significó más –ni menos– que cualquier otro incidente de los tantos que llegaron a inquietarlo, y que presenció con ese talante de quien siempre está de paso, a la vez maravillado y suspicaz. Durante esos paseos, Walser supo encontrar, justamente por no habérselo propuesto nunca, las aventuras más simples y jubilosas a las que puede conducir la amistad con toda clase de sucesos, seres y manifestaciones, y hacer su exaltación y encomio sin caer por ello en la desmesura de entenderlas como epifanías.
De manera semejante a la muerte en la nieve de uno de los personajes de Los hermanos Tanner, Walser hubiera querido que la naturaleza constituyera su tumba, que la tapa de su féretro no fuera otra que el cielo estrellado. Los niños que hicieron el hallazgo de su cadáver describieron a un hombre congelado a orillas de un campo cubierto de nieve, con un largo abrigo negro, botas gruesas y los ojos abiertos. Su sombrero se encontraba a un par de pasos y en su rostro se dibujaba una mueca terrible. No sonreía. Pero cada vez que proyecto esa imagen de tonos contratantes en la pantalla de mi cabeza me gusta imaginar que en el momento de encontrarse con la muerte, solitario y vagaroso, Walser quiso pedirle a su corazón que se sometiera de buen grado a lo inevitable con una sonrisa –una sonrisa oblicua, al fin y al cabo también de bienvenida–, con lo cual no hacía sino sellar una de las más singulares alianzas entre los motivos para escribir y las razones para la vida: la alianza entre la literatura, entendida como paseo, y el paseo como única forma de vida.
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