El 31 de marzo de 1918, la compañía, arruinada pero con el espíritu muy alto, encontró cobijo en la península. Sus espectadores quedaron asombrados
El 31 de marzo de 1918, con el músico Joaquín Turina al frente de la orquesta, los Ballets Russes de Diaghilev iniciaron en el Teatro Calderón de Valladolid su gira más larga por España, que concluyeron el 16 de junio en el Teatro del Liceo de Barcelona.
El éxito fue absoluto en todas las localidades que visitaron, desde las citadas, a las ciudades más pequeñas, como Salamanca, Logroño, Alcoy o Cartagena, donde el exotismo de sus «bailes«, como traducían los diarios españoles el término «ballet» (a la compañía la denominaban «Bailes Rusos»), fue todo un reclamo.
Y eso que en algunos teatros, caso del Trueba de Bilbao, cuenta Turina que tuvieron que ponerles más ropa a los bailarines, encabezados por Lydia Lopokova (años después se cásaría con el economista John Maynard Keynes), Lubov Tchernicheva y Stanislav Idzikowski, para interpretar coreografías como Cleopatra. Ya advertía El Pueblo Vasco que en su anterior visita de 1916 algunas de sus obras «no casaban con la más estricta moral».
El eco publicitario de aquellas actuaciones de 1916 y 1917, el papel neutral de España en la I Guerra Mundial y la intercesión de quien llamaban «su padrino», el rey Alfonso XIII, fueron vitales para esta gira que les salvó de la casi inanición, en una Europa asolada por la gran contienda.
El monarca fue un admirador incondicional de la compañía, ávido por contemplar cada nuevo estreno, como cuando en 1917 pidió ver la surrealista Parade, diseñada por Picasso, coreografía no incluida en su programa del Teatro Real y que pusieron en escena para él. Fue gracias a la intercesión del rey, además, que pudieron cruzar Francia y llegar a Londres, donde Diaghilev había logrado contrato en el Coliseum tras las funciones en nuestro país.
Nijinsky terminó de bailar con los Ballets Russes, precisamente, en España, el año anterior, en Barcelona. Sería la última vez que lo viera Diaghilev, quien disfrutaba del baile y la música españoles con su ahora favorito, y coreógrafo de cabecera, Leonide Massine.
Durante esta gran gira de 1918, en la que volverían a actuar en Córdoba, Sevilla y Granada, además de regresar al Teatro Real de Madrid, Massine y Falla continuaron avanzando en la creación del que sería el gran éxito de 1919 y de la siguiente década de vida de la compañía, su gran ballet español, también con decorados y vestuario de Picasso, El sombrero de tres picos. El bailaor Félix Fernández, que enseñó nuestros bailes a Massine y creía que sería su protagonista, ya estaba contratado.
Aunque el precio de las entradas de los teatros, algunos con escenarios minúsculos, sólo les daba para pagar la pensión y la comida, los miembros de los Ballets Russes de Diaghilev adoraban España y estaban felices de actuar en el país que Stravinsky sintió tan semejante al alma rusa.
Los artistas de la compañía considerada el fenómeno más significativo del arte del siglo XX que han publicado sus memorias han narrado diferentes anécdotas de esta gira de la primavera de 1918.
Una de las más jocosas es la situación en que se vieron comprometidos por el empresario del Teatro Bretón de los Herreros, de Logroño, que insistía en que tenían que interpretar Sheherezade, aunque sus decorados y vestuario habían viajaban a Zaragoza, su siguiente plaza y donde verían por primera vez bailar la jota que luego sería el gran final de El sombrero de tres picos.
Como relata «la otra» Lydia de la compañía, la Sokolova, «los españoles se sentían fascinados por la idea de un ballet que trata de esposas infieles con esclavos negros«. No tuvieron escapatoria. Aquella Sheherezade se tuvo que representar con el decorado del ballet Carnaval, túnicas griegas y muchos de los vestidos de Cleopatra. Pero el que despertó todas las risas fue Grigoriev, que interpretaba al Sultán, vestido con parte del traje de El pájaro azul, de un bailarín más bajito, y los bombachos y botas de las danzas de El príncipe Igor. Al caer el telón, cuenta Sokolova que los aplausos fueron estruendosos y, al día siguiente, en la estación había una multitud, pero nadie subió al tren más que ellos. «Casi toda la población masculina de Logroño había acudido a despedirnos y continuaba en el andén agitando las manos y diciendo ‘Adiós'», escribe divertida.
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