La tentación del perdón, de Donna Leon

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Seix Barral publica La tentación del perdón, la última novela de Donna Leon. En la nueva entrega de Brunetti, el famoso comisario investigará sobre una mujer dividida entre el deber a su familia, el deber a la sociedad, las consecuencias imprevistas de las malas decisiones y la tentación de perdonar un crimen que nace del corazón. A continuación, Zenda ofrece un fragmento del libro.

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Tras salir de casa con el tiempo justo para llegar puntual a la reunión con su superior en la questura, Brunetti se encontraba sentado en uno de los últimos asientos del número 1, ojeando Il Gazzettino de la mañana con ademán ocioso. Su subconsciente le indicaba que acababan de salir de la Salute y empezaban a cruzar hacia Vallaresso, y oyó que las hélices se detenían un instante y comenzaban a girar en dirección contraria. El sistema veneciano de ecolocalización lo avisó de que aún estaban a cierta distancia del margen izquierdo del canal, así que no era normal oír que el vaporetto daba marcha atrás: quizá hubiese algo en el agua que el capitán estuviera intentando esquivar.

Brunetti apartó el periódico y echó un vistazo, pero no vio nada. O, para ser más exactos, no vio más que un sobrio muro gris que reconoció de inmediato: un banco de niebla. Le costaba creer lo que veía, pues al salir de casa tan sólo veinte minutos antes el cielo estaba despejado. Era como si, mientras él leía sobre el último fallo de funcionamiento del dique MOSE, a pesar de los más de treinta años de planificación y malversaciones, alguien hubiera colgado un enorme paño gris delante del vaporetto.

Era noviembre, y la niebla, de esperar. La temperatura no había mejorado respecto a la última semana. Brunetti se volvió y se fijó en el hombre de su derecha, pero éste estaba tan absorto en lo que quiera que mirara en la pantalla del móvil que si un grupo de serafines hubiese formado con precisión militar a ambos lados de la embarcación, no habría reparado en ellos.

Se detuvieron a unos metros del muro gris y el motor quedó en punto muerto. A su espalda, oyó a una mujer susurrar: «Oddio», pero con cierta sorpresa, no con miedo. Brunetti miró hacia la riva de la izquierda y vio el hotel Europa y el Palazzo Treves, pero al parecer Ca’ Giustinian había sido devorado por la misma niebla densa que se extendía ante ellos por el Gran Canal.

El caballero del móvil por fin levantó la vista y miró al frente antes de concentrarse de nuevo en la pequeña pantalla, que sostenía en la mano izquierda. Brunetti plegó el diario y se volvió para mirar hacia atrás. A través de la puerta y de las ventanas traseras, vio que venían más barcos en su dirección, mientras que otros se desviaban hacia el puente de Rialto. Un número 2 salió de la parada de la Accademia y se dirigió hacia ellos, pero enseguida frenó y se detuvo.

Entonces oyó un claxon antes de ver a un taxi dar un volantazo para esquivar al número 2 y dirigirse hacia ellos a toda velocidad. Mientras lo adelantaba, Brunetti se fijó en que el piloto hablaba con una mujer rubia que estaba de pie detrás de él. En ese instante, ella abrió la boca como ahogando un grito, y eso obligó al piloto a volverse al frente. Impasible, giró el timón para después virar bruscamente y situarse delante del vaporetto de Brunetti, y la barca penetró en la cortina de niebla.

Brunetti dejó atrás a su vecino de asiento y salió a cubierta esperando oír el choque desde proa, pero no oyó más que al taxi alejarse cada vez más. Entonces el motor del vaporetto cobró vida de nuevo y empezaron a avanzar poco a poco. Desde donde estaba, el commissario no veía si el radar del puente daba vueltas, pero no le cabía duda de que tenía que estar funcionando, o el piloto no se arriesgaría a continuar.

Como si estuvieran a bordo de un barco mágico en una novela de fantasía, atravesaron la cortina gris y, al otro lado, recuperaron la luz del sol. En el puente de mando, un miembro de la tripulación estaba relajado y medio apoyado en la ventana, mientras que el capitán miraba al frente con las manos en el timón. En el margen, los palazzi, libres de toda envoltura nubosa, pasaban con calma a medida que el vaporetto se aproximaba a la parada de Vallaresso.

La puerta se abrió a su espalda y los pasajeros fueron saliendo para acumularse en cubierta. La embarcación amarró, el tripulante abrió la barandilla de metal para permitir que unos pasajeros desembarcaran y otros los reemplazaran, la cerró y el barco zarpó. Brunetti miró de nuevo hacia la Accademia, pero ya no quedaba ni rastro de la niebla. Otros barcos se acercaban al vaporetto y después se alejaban. Delante tenían el bacino; a la izquierda, la basílica, la Marciana y el palazzo descansaban en sus lugares correspondientes mientras el sol de la ma- ñana continuaba barriendo las sombras de la noche.

Brunetti observó el interior del vaporetto preguntándose si el resto de los pasajeros habían visto lo mismo que él, pero no recordaba cuáles estaban a bordo en el momento en que había aparecido la niebla. Para averiguarlo tendría que hablar con ellos uno por uno, pero sólo de pensar en cómo lo mirarían, cambió de opinión.

Tocó la barandilla y comprobó que estaba tan seca como el suelo de la cubierta. Esa mañana se había puesto un traje de color azul oscuro, y notó calor en la manga y en el hombro derechos. El sol brillaba, el aire era fresco y seco, no se veía ni una nube en el cielo.

Se bajó en San Zaccaria y dejó el periódico olvidado, y mientras el vaporetto se alejaba, abandonó toda posibilidad de verificar lo que había visto. Caminando despacio por la riva, se cansó de darle vueltas a lo inexplicable y prefirió concentrarse en lo que tenía que hacer al llegar a la questura.

La tarde anterior había recibido un correo electrónico de su superior, el vicequestore Giuseppe Patta, en el que éste le solicitaba que acudiese a hablar con él a la mañana siguiente. El mensaje no iba acompañado de ninguna otra explicación, algo habitual, pero el tono sonaba cordial, y eso no lo era.

El comportamiento del vicequestore Patta era, en general, predecible, tratándose de un hombre que se había abierto camino a través de la burocracia gubernamental. Parecía más ocupado de lo que estaba, nunca perdía la oportunidad de apropiarse los elogios destinados al cuerpo en el que trabajaba y era cinturón negro en apañárselas para que la responsabilidad o las culpas de cualquier fracaso le cayeran a otro. Lo que no cabía esperar de alguien que había trepado el poste engrasado del éxito administrativo con tanta facilidad era que, durante décadas, hubiera permanecido en el mismo lugar. La mayoría de los hombres que alcanzaban su rango continuaban subiendo en zigzag de provincia en provincia, ciudad a ciudad, hasta que una promoción en sus últimos años de carrera les permitía mudarse a Roma, lugar donde acostumbraban a quedarse como gruesos coágulos en la superficie del yogur, impidiendo el paso del aire y de la luz y también el progreso de aquellos que quedaban debajo de ellos.

Patta, como un trilobites del periodo Cámbrico, se había enterrado en la questura de Venecia y se había convertido en un fósil viviente. A su lado, y petrificado en el mismo estrato de limo, estaba su ayudante, el teniente Scarpa: otro nativo de Palermo que también había acabado pensando que allí la hierba era más verde. Los commissari iban y venían, durante los años que Patta llevaba en Venecia había habido tres questori distintos, y hasta los ordenadores se habían cambiado dos veces. Pero Patta permanecía allí como una lapa aferrada a su roca mientras las olas chocaban contra él sin perturbarlo, con su fiel teniente a su lado.

No obstante, ni Patta ni Scarpa habían demostrado entusiasmo alguno por la ciudad ni parecían tenerle un cariño especial. Si alguien decía que Venecia era hermosa —o incluso llegase a afirmar que era la ciudad más bonita del mundo—, Scarpa y Patta intercambiaban una mirada que insinuaba, aunque no consignaba, su desacuerdo. Sí, ambos parecían estar pensando: «Pero ¿ha visto usted Palermo?».

Fue la secretaria de Patta, la signorina Elettra Zorzi, quien recibió a Brunetti cuando éste entró en el despacho donde ella montaba guardia ante el del vicequestore.

—Commissario —lo saludó—. El vicequestore ha llamado hace unos minutos; me ha pedido que lo avise de que llegará enseguida.

Si Vlad el Empalador se hubiera disculpado porque las estacas estaban demasiado romas, el commissario no podría haberse quedado más pasmado.

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