Miguel Ángel Hernández: «La literatura a veces abre la caja de los truenos»

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En «El dolor de los demás» (Anagrama), el autor murciano vuelve los ojos a su pasado para reconstruir unos hechos terribles que sucedieron realmente

Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) es escritor y profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia. Entre otros cargos, ha sido director del CENDEAC (Centro de Documentación y Estudios Avanzados de Arte Contemporáneo) de Murcia, así como investigador del Clark Art Institute (Williamstown, Massachusetts), de la Society Fellow de la Society for the Humanities (Cornell University), y del proyecto de I+D Temporalidades de la imagen: anacronismo y heterocronía en la cultura visual contemporánea. Forma parte del Grupo Estudios Visuales: Imágenes, Textos, Contextos y colabora en revistas como «Exitbook», «Manifesta Journal», «Aut-Aut», «Estudios visuales», «Debats» o «Revista de Occidente», y ha sido comisario de varios exposiciones.

Autor de varios ensayos sobre arte contemporáneo y cultura visual, con su primera incursión en la novelística, «Intento de escapada» (Anagrama, 2013), quedó semifinalista del XXX Premio Herralde de Novela, y obtuvo los premios Ciudad de Alcalá de Narrativa y La Culturería. Después, publicó «El instante de peligro» (Anagrama, 2015), finalista del XXXIIII Premio Herralde Novela. Con su última novela, la impactante «El dolor de los demás» (Anagrama, 2018), se ha consolidado como una de las mejores y más personales voces de la actual literatura española.

– Sí, es un ensayo imprescindible. Bello e inteligente. Sontag es un referente y creo que ese ensayo da justo en el corazón de nuestra época. Me interesa, por supuesto, su reflexión sobre las imágenes del sufrimiento del otro, pero también su visión sobre la memoria como el único lugar en que viven los muertos.

 -¿También comparte su tesis y denuncia de que somos insensibles al dolor ajeno? Y quizá cada vez más, con la violencia convertida sobre todo en imágenes despersonalizadas y noticias más o menos morbosas…
-Absolutamente. Es un diagnóstico muy ajustado a un problema que no ha hecho más que crecer: la insensibilidad ante dolor de los demás. Una insensibilidad que contrasta con la proliferación de imágenes impactantes que supuestamente deberían atravesarnos la retina. Pero las vemos en el telediario o en internet y seguimos comiendo como si nada. Es como si nuestros ojos se hubieran vuelto ciegos a esa violencia, como si fuera invisible. Y lo que ocurre, pienso, es que no nos duele porque son imágenes sin nombre y sin historia. Porque eso que vemos en la imagen es un otro radical y no un nos-otros. Solo podemos sufrir con el otro a través de la identificación. Y hoy hemos perdido la capacidad de salir de nosotros mismos. Pero no podemos achacar toda la culpa al sistema o a los medios. Eso nos liberaría de una responsabilidad que es nuestra. Como espectadores, como ciudadanos, como testigos. No podemos obviar la parte del espectador.
«No me gusta el término «autoficción». Reconstruir lo sucedido se parece más a la crónica, aunque no puedo escapar al yo que pregunta»

-¿Frente a esto se alza la literatura? Uno de los aciertos de su novela ha sido evitar la tentación del morbo….

-Cierta literatura y cierto arte visual, sí. Considero que esa es una de las tareas pendientes: decir o mostrar el sufrimiento que tiene que ser dicho o mostrado –porque no puede quedar en el olvido– y, sin embargo, no volver a victimizar a quien ya ha sido víctima. ¿Cómo hacerlo? «Es difícil», eso es lo que contesta siempre el artista Alfredo Jaar. Porque lo es. En el arte visual se consigue creando el contexto idóneo para que las imágenes signifiquen y digan lo real; en literatura, haciendo consciente al lector de su propia pulsión de ver y saber, frenándolo, haciéndolo sentir incómodo, incluso frustrándolo, llevándolo a la renuncia consciente.

-En sus dos novelas anteriores, «Intento de escapada» y «El instante de peligro», había ciertos elementos autoficcionales, pero camuflados. Algo que no hace en «El dolor de los demás», donde va a cara descubierta. ¿La calificaría como novela de autoficción?

-En esas novelas previas aprovecho mucha de mi experiencia (en el mundo del arte y en el mundo de la universidad) para contar unas historias que tenían bastante de mí, pero que no habían sucedido. Nadie metió a Omar en una caja de madera. Nadie grabó una sombra en un muro en mitad de un bosque. En esta ocasión, lo que ha ocurrido es real –si por real entendemos un hecho constatable históricamente–, y el modo que encontré para afrontarlo no fue la especulación teórica del «y si…» –y si un artista lleva su arte al límite–, sino el intento de rodear el «esto ha sido» y procurar cercarlo. No me gusta el término «autoficción». Y cada vez menos. Lo que he escrito es una novela, eso seguro. Y está basada en hechos reales. El intento de reconstruir y saber lo sucedido se parece más a la crónica. Y, al mismo tiempo, en esa crónica no puedo escapar al yo que pregunta, el yo que investiga y escribe. Es un personaje de la acción: vale, puede ser autoficción. Pero lo que cuenta sí es real –o pretende serlo–. Y en ese sentido es autobiográfica, más que autoficcional. Así que crónica implicada y autobiografía, si es que queremos etiquetas.

«Esta novela ha reabierto todas las heridas. Incluso aquellas que no sabía que estaban ahí. En mí y en los demás. Han regresado la culpa, los traumas no superados»

-¿Sería también «novela sin ficción»? ¿Una suerte de mezcla de ambas?

-Como le decía, las etiquetas aquí confunden más que otra cosa. Yo he tratado de hacer una novela que funcione como novela con independencia de que lo que cuente sea real o no –la verdad literaria, de hecho, no siempre coincide con la verdad de la realidad–. Pero en este caso sucede que sí, que lo que se cuenta ocurrió de un modo muy parecido a como se cuenta.

-¿Tiene algún referente especial en estos enfoques: el clásico de Truman Capote, Carrère…?

-Hay muchos ejemplos. Diría que los más evidentes son Carrère y Delphine de Vigan. El Carrère de «El adversario» y «Una novela rusa» y Vigan en «Nada se opone a la noche»: la investigación, la crónica y al mismo tiempo la autobiografía y casi la novela familiar. Aunque yo intento por todos los medios cuestionar la fórmula, señalar los límites de esa figuración del yo y de esa búsqueda de lo real, mostrar, por decirlo de algún modo, las bambalinas, la estructura, y también las trampas, para que en todo momento el lector sea consciente de qué puede y qué no puede la literatura.

-Dos fórmulas, la de autoficción y la de «novela sin ficción» muy transitadas y exitosas últimamente. ¿Le interesan como lector? ¿A qué cree que es debido su buena acogida?

-Me interesa mucho la autobiografía, especialmente la que es crítica con la propia fórmula que emplea. Por ejemplo, me fascina el proyecto de exploración del yo de Karl Ove Knausgard, pero creo que da por supuesto un sentido de inmediatez de la escritura que no cuestiona las convenciones del género. Aun así, me atrae el modo de abordar la sociedad a través de uno mismo. Es, creo, el único modo que tenemos de hacerlo. Es lo que me impresiona, por ejemplo, de las novelas de Sergio del Molino, que su yo va de lo íntimo a lo social e histórico; y lo mismo sucede con Marta Sanz, donde incluso lo corporal, el yo cutáneo, es la herramienta para mostrar cómo se descompone el mundo a través de la precariedad. Si lo pensamos bien, la literatura moderna es eso: lo universal, las grandes ideas, las grandes transformaciones… vistas a través de las pequeñas historias. Es el punto de vista. Desde «Madame Bovary». La historia de nos-otros.

Lo que encontramos ahora es una tendencia hacia lo real, hacia un yo que no se quita de en medio, que elimina la distancia entre narrador y autor, y entre el universo narrado y la experiencia vivida. Y eso coincide con una pulsión de realidad en todos los lados. Queremos lo auténtico, lo más real, lo verdadero. En una era de escepticismo deseamos volver a meter el dedo en la herida del costado. Ya no podemos fiarnos de las imágenes ni de los relatos. Necesitamos anclajes. O eso es lo que creemos. Por eso los buscamos donde sea. Quizá inconscientemente. De todos modos yo no he escrito esta historia porque está a la moda o porque es lo que se lleva, sino –valga el juego de palabras– porque ya no podía llevarla más tiempo encima.

-Al principio señala que debía escribir el libro, pese a que reabriría muchas heridas. ¿Ha sido así? , ¿Cuántas ha reabierto en usted? ¿Y en los demás?

-Todas. Incluso aquellas que no sabía que estaban ahí. En mí y en los demás. Han regresado la culpa, los traumas no superados, lo no hecho, lo perdido, lo que ya no tiene remedio. Las heridas que ha reabierto en los demás aún no las conozco. Supongo que llegarán tras las lecturas. Y es lo que más me preocupa. Lo único, en realidad. Yo me he expuesto aquí conscientemente. Supongo que hay algo de suicida o un exhibicionismo masoquista. Pero con lo mío puedo lidiar. Y si no, es mi problema.

Lo que me inquieta, lo que aún no me deja dormir, es, como dice el título, el dolor de los demás. Y no solo el dolor, sino la intimidad… las vidas ajenas –por usar el título de Carrère–. Ellos no han pedido salir en el libro. Eso va sobre mis espaldas. Y era consciente cuando escribía. Son los daños colaterales de una guerra que tenía que librar.

-No obstante, ¿ha sido una terapia, más allá de que «supe entonces claramente que nada se borra del todo, ni el bien ni el mal, que el pasado permanece y nos acompaña eternamente, como una sombra que no siempre podemos descifrar»?

-Al comenzar a escribir, sí pensaba que el libro sería algo así como una terapia, una catarsis. Al terminarlo, me di cuenta de que estaba en un error: nada se había cerrado, todo seguía ahí, si cabe con más violencia aún. No siempre se escribe para clausurar el tiempo; a veces la literatura abre la caja de los truenos. Así que la terapia sigue después del libro.

En estos pocos días desde que se ha publicado, sin embargo, algo ha comenzado a cambiar. Los mensajes de los lectores sitiéndose cercanos a las emociones, empatizando con lo relatado… me sirven como bálsamo. Como si, de algún modo, uno se reconociese en una comunidad de sufrientes –de todo tipo de dolor–. Y ahora pienso que quizá he escrito este libro para comenzar una conversación que había estado posponiendo media vida.

«Al asesino, al violador, al criminal… ¿podemos amarlo? Siempre me había asombrado que las novias de los criminales los visitasen en la prisión»

-Ante la tumba de su amigo, quien asesinó a su hermana y después se suicidó, lanza una pregunta muy inquietante: «¿Podemos recordar con cariño a quien ha cometido el peor de los crímenes?»

-Es la pregunta de fondo de toda la novela. Siempre me había asombrado que las novias de los criminales los visitasen en la prisión, que los siguieran queriendo, que no los repudiaran. Hoy, cuando todo es negro o blanco, cuando el odio reina en todos lados, esa pregunta es aún más pertinente. Al asesino, al violador, al criminal… ¿podemos amarlo? Y ya no digo en el sentido cristiano del perdón y la absolución, sino incluso más allá, siendo conscientes de lo terrible. Si pudiera responder en unas líneas no habría tenido que escribir trescientas páginas.

-Un asunto también presente en su novela es cuestionar cualquier posible imagen idílica de la vida en los pueblos…

-Es otra tendencia de la narrativa reciente, y también de mucho del discurso buenista e ingenuo contra el progreso: vamos a volver a los modos esenciales de relación, al pueblo, al campo… ahí está la verdad, lo auténtico, lo real. Tampoco es nuevo. Es la ideología de la vanguardia artística desde finales del XIX: volver a lo esencial. Tras la posmodernidad ha vuelto un nuevo Walden: una nostalgia de ese universo exótico. Lo cuenta muy bien Sergio del Molino en «La España vacía». Pero el pueblo y lo rural hay que vivirlos. Yo los viví. Y ya no quiero más. No fue ningún paraíso.

Ahora bien, con el tiempo –y esta novela me ha ayudado a eso– he aprendido a valorar aquel espacio en el que viví, con todos sus claroscuros, también los momentos felices que había sepultado inconscientemente. Intento no idealizar lo rural, precisamente para mostrar su potencia, más allá de las proyecciones buenistas. Proporcionar exotismo a algo es convertirlo en decorado. Y la huerta no es un decorado. Es un mundo complejo atravesado por pasados que aún no se han ido y presentes que no acaban de llegar.

«Es importante mirar hacia atrás con el filtro de nuestro presente. Nos hace leer el pasado de modo diferente»

-Pues no demasiado, la verdad. Hay un momento en que tienes que decidir entre vivir tu vida o la vida de los demás. Es egoísmo, sí, pero en el mejor de los sentidos. No me arrepiento de aquella decisión, ni mucho menos. Dejé algunas cosas en el camino, pero también gané otras muchas. Y me quedo donde estoy.

-En el libro aparecen los medios de comunicación. ¿Cómo cree que se trataría hoy este crimen? ¿Se encuadraría en la violencia de género?

-Han pasado más de veinte años y el mundo es completamente diferente. De eso me he dado cuenta mientras escribía y pensaba en aquel tiempo. 1995 está cerca y a la vez lejos. Lo imagina uno en fotografías con colores apagados y con interferencias en la televisión. El crimen apareció tan solo en los medios de Murcia. Hoy, con las redes sociales, sería viral y llegaría a medio mundo. Y hoy también el tratamiento sería otro bien distinto. Nuestra sensibilidad es distinta. Probablemente lo que fue visto tan solo como un fratricidio hoy sería considerado violencia de género. Y todo lo que se escribió y dijo habría cambiado. El discurso modifica la realidad. Y también la historia. Por eso es importante mirar hacia atrás con el filtro de nuestro presente. Nos hace leer el pasado de modo diferente. Justicia histórica.

-Al comienzo de la novela usted recuerda que Sergio del Molino le dijo que lo ocurrido la fatídica Nochebuena de 1995 tenía una historia. ¿Una vez publicada la novela han hablado sobre ella?

-Sergio leyó uno de los primeros borradores de la novela y es uno de los interlocutores fundamentales de lo que ahí se cuenta. Si alguien puede entender los desafíos de este tipo de escritura es él. Me animó cuando más lo necesitaba y sentía que el libro no iba hacia ningún lado. Por eso la primera presentación de la novela fue una conversación entre los dos. Cuatro años después.

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