Julio Le Parc: el revoltoso del color

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Sus ojos de noventa años no necesitan ninguna corrección. Por eso, la montura de sus gafas es hueca, le sirve solamente como soporte para unos lentes oscuros que siempre lleva perpendiculares a su frente y que lo protegen como viseras de la luz, sobre todo de la luz del sol que entra a chorros por las ventanas y claraboyas de su taller de Cachan, a las afueras de París.

Todo ahí es un reino de colores, de gamas únicas, de degradados y de mezclas de tonos primarios que cualquier arcoíris envidiaría, y que él sitúa sobre múltiples formas móviles y fijas, opacas y reflexivas, esféricas y cilíndricas, bidimensionales y tridimensionales.

No resulta exagerado asegurar que se trata del reino Le Parc, no solo porque allí es donde les da vida a sus obras y donde reposan los archivos de toda su carrera, sino, además, porque ahí mismo se encuentra instalada toda su dinastía. Él se las arregló para distribuir el espacio de un edificio de varias plantas para cada uno de sus tres hijos y para tener su taller, ubicado en la parte trasera, al que solo se puede acceder al atravesar un jardín. 

Dice que “era para tener a la familia cerca”, empezando por su esposa Martha, a quien le juró sus votos matrimoniales con el Atlántico de por medio, con un poder que firmó en la embajada de Argentina en Francia, mientras que a ella le tocó hacerlo frente a una foto de él durante una ceremonia en Buenos Aires.

A la entrada de su reino hay seis buzones postales marcados con diferentes nombres, todos seguidos siempre del apellido de este artista mendocino. Lo mismo ocurre con los botones del timbre de la puerta, con la particularidad de que al oprimir uno u otro se encienden y apagan diferentes luces de colores que indican a quién se solicita. Sin embargo, nadie penetra en su taller sin avisar, ni siquiera su hijo Gabriel, que prefiere llamarlo por un teléfono interno antes que interrumpirlo, pues Julio es imparable. Solo a finales del año pasado, a sus 90, tenía tres proyectos entre manos: preparaba las obras que presentaría en la Feria de Arte Contemporáneo de París (FIAC); alistaba los últimos detalles de la exposición Julio Le Parc 1959, que se inauguró el pasado 4 de diciembre en el MET Breuer —la sucursal del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York que consagra sus espacios al arte moderno y contemporáneo—, al tiempo  que aconsejaba a su hijo Yamil, curador y director artístico, sobre las obras que deberían estar presentes en una serie de exposiciones homenaje que su natal Argentina llevará a cabo entre julio y octubre de este año. “Nadie es profeta en su tierra y la Argentina tenía una deuda con él, pero aquí se le va a hacer justicia. La gente podrá ver su obra en varios puntos de la ciudad: en los cuatro mil metros cuadrados del Centro Cultural Kirschner, en el Museo Nacional de Bellas Artes y en el Centro Experimental del Teatro Colón”, comenta Yamil.

Sin embargo, a Le Parc ya no hay exhibición que lo apabulle, sabe que por derecho propio ya ganó su lugar en los libros de historia del arte como uno de los grandes del arte cinético (creado para producir una impresión de movimiento); por eso emana una contagiosa alegría de vivir mientras trabaja enfundado en su bata azul, de ribete y costuras naranja, con los bolsillos repletos de lápices de colores y al ritmo de óperas que suenan a un modesto volumen. Todo aquí es calma, el tiempo ha apaciguado al “revoltoso” de los años cincuenta, sesenta y setenta que se levantó contra la forma como se enseñaban las artes en la Escuela de Bellas Artes, que escribió manifiestos, que protestó contra las instituciones culturales y que hasta se hizo expulsar de Francia por apoyar a los estudiantes y obreros de Mayo del 68. {


Lo que sí le queda intacto es el deseo de relacionarse con sus espectadores y de interactuar con ellos a través de sus obras. De hecho, no las impone como objetos definitivos y terminados, sino que las ofrece como una “llamada de un amigo para hacer algo en común”. Y allí, en medio de su reino y su silencio, solo se acerca a él una de sus asistentes, no dice nada y se limita a depositar un cuadro sobre una pared para que Le Parc lo revise luego. Y como ella no habla ni una palabra de español, él le da las gracias en un francés que le sale con un natural acento argentino. “Se es de donde se viene”, asegura, mientras señala la bandera blanqui-celeste que cuelga en su estudio y luego agrega: “Muy a pesar de los sesenta años que llevo fuera de la Argentina”.

He escuchado a varios periodistas que lo llaman maestro o genio durante las entrevistas, ¿cómo prefiere que le diga? 
¿Eugenio? ¡No! Pero si me llamo Julio, ¿cómo me vas a decir genio? Digo, Eugenio [risas]. Tú decime Julito. 

A los catorce años ingresó a la Escuela Preparatoria de Bellas Artes, ¿cómo supo desde esa edad que lo suyo era el arte? 
No lo supe muy particularmente, pero yo que soy gentil, lo que cuento cuando alguna periodista simpática me pregunta es que cuando era chico, todas las materias de la primaria me aburrían. En cambio, lo que mejor me salía era el dibujo y había una clase en la que siempre me pedían que dibujara algo en el pizarrón, como un prócer, un prócer de la patria argentina, claro; así que yo dibujaba a San Martín, no a Simón Bolívar [risas]. Entonces, una maestra le dijo a mi mamá que me tenía que orientar hacia el dibujo. Así que fueron ellas las que me pusieron en el camino, no fue, al menos en ese momento, una opción mía.

¿Eso fue en Mendoza o en Buenos Aires?
Fue en un pueblito de Mendoza que se llamaba Palmira, no como Macondo, más chiquitito. Tenía una sola calle en asfalto, el resto eran de tierra. En esa época se entraba a la escuela preparatoria a los catorce años, justo después de terminar la primaria. Luego, nos fuimos a Buenos Aires y un día salimos con mamá a buscar un trabajo de aprendiz para que yo pudiera ganar un poquito de plata. Vivíamos a una cuadra de la Academia de Bellas Artes y al pasar delante de ella mi mamá se acordó de lo que le habían dicho, y entramos inmediatamente. Se informó y me inscribió allí. 

Y es ahí donde tiene clases de modelado con Lucio Fontana… 
¡Lucio! Lo recuerdo muy bien porque era un personaje carismático. Muy sencillo, nada aspaventoso. Enseñaba por tener una cátedra y un sueldo, como muchos otros artistas de esa época que eran profesores. Vivir de su arte era muy difícil en esos tiempos y más en una ciudad como Buenos Aires.

¿Cómo recuerda esas clases? 
Él se aplicaba al programa de estudios. Ponía un yeso, un ornato, una forma y uno la copiaba en arcilla. Pero fuera de eso, hablaba mucho, discutía con nosotros, lo veíamos los fines de semana y los sábados por la noche, éramos muy jóvenes, ninguno pasaba de los veinte. Y así, poco a poco nos iba ganando a sus ideas y fue ahí que hizo el Manifiesto blanco para que sus alumnos lo firmáramos. 

Y usted fue el único de sus alumnos que no firmó…
Sí, el único. No firmé porque si bien escuchábamos y nos interesaban las teorías y conceptos de Fontana, me parecía un exceso y mucha responsabilidad con 16 o 17 años firmar un manifiesto sobre el cual no teníamos nosotros ningún apoyo creativo, ninguna obra hecha, ninguna experiencia. Además, en esa época, lo que él llamaba “espacialismo” no lo había practicado todavía, eran ideas que tenía en la cabeza y que luego desarrolló. 

Sin embargo, usted ha confesado que fue definitivo en su carrera… 
Sí, porque sus ideas, sumadas al movimiento de Arte Concreto-Invención, que apareció en ese momento en Bueno Aires, me hicieron ver que lo figurativo tenía un trasfondo político. De hecho, ellos decían que a través de las formas simples y de los colores primarios se podía incidir en la sociedad. Eso quedó para mí como un trasfondo, una actitud permanente de inquietud por buscar otros horizontes. 

Esa actitud se reflejó también en un grupo estudiantil que conformó y que pretendía señalar que las artes no debían enseñarse como a ustedes se las habían enseñado.
Desde que era adolescente hubo movimientos de estudiantes y todos se fueron acentuando en el año 55, cuando los militares sacaron a Perón. Yo hice parte de varios, especialmente del que pidió reformas y ocupó las tres escuelas de Bellas Artes durante un mes y medio. Y cuando digo “ocupamos”, me refiero a que vivimos ahí dentro. 

Eso es prácticamente un Mayo del 68.
Sí, sí, pero en el 55. Estuvimos ahí, dormimos ahí. Hicimos asambleas y conseguimos que nombraran a un rector nuevo para la enseñanza artística y que a pintores jóvenes pero reconocidos los pusieran en el rol de interventores en cada una de las escuelas. También pedimos cambios en los planes de estudio y mejores lugares de trabajo. Invitamos a los jóvenes artistas a exponer en la escuela bajo nuestra dirección. Y lo mejor fue cuando fuimos a la Academia de Bellas Artes con un grupo de amigos y le dijimos al director, que siempre estaba encerrado en su oficina: “Usted ya no es más director. Nosotros nos encargamos de la escuela”. Agarró sus cosas y no volvió nunca más.

Le Parc

Vive en París desde 1958. Allá fundó el GRAV (Grupo de Investigación de Arte Visual).
Foto: Rebecca Fanuele / Cortesía Sèvres – Cité de la céramique & Taller Le Parc

¿Es por esa época cuando descubre a Vasarely?
Sí. Estaba interesado en los trabajos de Mondrian, de los constructivistas y del Arte Concreto-Invención, así que cuando expusieron a Vasarely en Buenos Aires, con uno de sus cuadros “Blanco y negro”, para nosotros fue como una nueva ventana que se abría. 

¿Cómo apareció París en el panorama? 
Después de ese movimiento estudiantil armamos un grupo paralelo, más pequeño, más artístico y, digamos, menos revoltoso. Ahí nos dimos cuenta de que nuestra condición de artistas dependía de lo que pasara en París, porque las novedades llegaban de allá y sentimos la necesidad de ver por nuestros ojos. Así que siempre nos preguntábamos cómo hacer para ir sin ningún medio. Yo tenía un empleo en la municipalidad y el sueldo apenas me alcanzaba para pagar una piecita.

¿En qué trabajaba? 
Haciendo dibujitos de casas y edificios para el Catastro. Cuando alguien quería construir una casa en Buenos Aires pedía una autorización, presentaba planos, medían el terreno y le daban un certificado de urbanismo. A mí me traían los croquis y yo los pasaba en limpio. 

¿Cómo es que pasa de dibujante del Catastro a estudiante de artes en París? 
Me presenté a la embajada francesa y me dieron una beca. Era la única que daban en todo el país, según me contó luego uno de los jurados de la beca: Jorge Romero Brest, un crítico muy importante. Me la dio por revoltoso. Dijo que me había conocido en un movimiento de estudiantes y que yo le había caído bien. 

¿Dónde y qué estudió en París? 
Era una beca de perfeccionamiento. Así que me anoté en la Sorbona en algún curso, poco importaba, porque no tenía nada que aprender. Lo que realmente me interesaba era que por primera vez iba a tener las veinticuatro horas del día para mi propio trabajo.

¿Y ya nunca más volvió a vivir a Argentina?
No. La beca duraba ocho meses y antes de que se terminara pedí que me la renovaran, pero no se pudo. Entonces, cuando estaba a punto de terminar la beca, me dijeron que tenía derecho al pasaje en buque de vuelta a Buenos Aires o el equivalente en francos franceses. Yo, por supuesto, cogí los francos y me quedé. Entretanto, habían creado otro instituto en Argentina, que era una especie de Fondo Nacional de las Artes, que se hizo cargo de mí por seis meses más. 

Pero en Buenos Aires había dejado ni más ni menos que a Martha, su novia.
La había conocido en el 55, me fui a París en el 58 y ella llegó en el 59 porque le dije que viniera, pero, en principio, su padre dijo que no porque no estaba casada y porque a duras penas si me conocían. Entonces, Martha y una tía celestina descubrieron que se podían hacer casamientos por embajada, o sea, por poder. 

Entonces, ella se casó con su foto… 
Sí. Hicieron toda la ceremonia: ella vestida de blanco, la fiesta con toda la familia, los amigos de ella y la foto mía la pusieron en la torta de bodas, sin mi autorización [risas]. El hecho es que esa fue la única manera en que la tía logró convencer al padre para que la dejara venir. Además, ella le pagó el viaje para que viniera. Mis medios económicos eran muy limitados. Cuando ella llegó, yo tenía una piecita, en el último piso de un edificio cercano a la iglesia de Saint-Sulpice. Era muy mínimo, pero ella se adaptó a esas condiciones.

¿Entonces de qué vivían? 
Siempre he tenido suerte. Cuando la beca se terminó, Denise René, que tenía una galería en París, donde estaba, Vasarely y otros artistas geométricos, vino a la piecita, vio mi trabajo, se interesó y me dijo: “Yo remplazo la beca”. Luego creamos el G.R.A.V. (Grupo de Experiencia de Arte Visual o Groupe de Recherche d’art Visuel, por sus siglas en francés) con los amigos que habían venido de Argentina y otros franceses que encontramos, y alquilamos en común un pequeño garaje, chiquito y lleno de grasa y así dejé de trabajar en la piecita y empecé a trabajar ahí.

¿Qué era el Grupo de Experiencia de Arte Visual? 
Todo lo que aprendimos del movimiento de estudiantes en Argentina nos llevó a la idea de que podíamos constituir un grupo sólido de artistas. Entonces, junto con otros amigos artistas argentinos que llegaron a París después de mí, le pedimos a Vasarely que nos presentara a jóvenes artistas franceses que tuvieran inquietudes artísticas similares a las nuestras. Entonces, se nos unieron Yvaral, que era el hijo de Vasarely,  Horacio García Rossi, François Morellet, Francisco Sobrino y Joël Stein, y en el pequeño garaje organizamos exposiciones y proyectos. 

Y de este grupo sale el manifiesto: “Basta de mistificaciones”. 
Surgió para denunciar el funcionamiento y las aberraciones de la bienal de París. Se llamaba “Assez de mystifications” (“Basta de mistificaciones”) y lo repartimos por toda la ciudad. Simultáneamente hicimos la primera exposición fuera del taller, y la misma gente de la bienal vino a ver nuestra exposición. Lo curioso es que les interesó tanto lo que hacíamos que nos propusieron que hiciéramos una presentación muy grande en el hall de entrada de la bienal siguiente, o sea, la del 63. 

¿En qué se basaba ese grupo? 
Habíamos llegado a la conclusión de que al espectador lo habían dejado de lado. Los protagonistas siempre eran los mismos: artista, crítico de arte, galerista, director de museo y coleccionista, pero el público general estaba olvidado. Entonces, centramos nuestro trabajo en buscar con nuestras manos y nuestra reflexión una relación directa con el espectador. No nos interesó nunca el espectador preparado y especializado de los museos, y menos el de las galerías, que va solamente porque puede comprar, sino el público en general, el que camina por las calles y no entra a las galerías ni a los museos porque lo intimida el hecho de no entender lo que pasa ahí adentro. Con ellos hicimos experiencias en diferentes lugares de París.

Hablemos de ese martes 19 de abril del 66, en el que hicieron una serie de experiencias por todo París… 
Se llamó “Une journée dans la rue” (Un día en la calle) y básicamente propusimos experiencias a la gente del común. Por ejemplo, en una manzana de algún barrio de París, uno de nosotros repartía globos blancos inflados, y en el otro lado de la manzana, otro del grupo repartía alfileres. De tal manera que el que recibía el globo y el del alfiler se cruzaban en algún momento. Entonces, la idea era ver la reacción de uno y otro: si el del alfiler pensaba que eso servía para pinchar el globo, y el otro que protegí el globo, o si alguno decía: “No pinches el mío, porque más atrás viene otro globo”. 

¿Era una forma de introducir la idea de juego en el arte?
Sí, jugar e interactuar. La gente inventaba y nosotros no controlábamos nada, pero demostramos que la gente tenía la capacidad de participar, de inventar cosas con los elementos que se le daban. Pusimos en evidencia que el público no es inerte, inexpresivo, aburrido, indiferente. La idea era no hacer sentir al espectador en una situación de inferioridad, que era lo que sucedía y aún sucede al ir a un museo o a una galería.

Le Parc

Alchimie 350, 2016. Acrylique sur toile, 200 x 200 cm
Foto: Everton Ballardin ; Cortesía Galerie Nara Roesler & Atelier Le Parc

¿Es a partir de ahí cuando empieza a definirse como un “artista experimentador”? 
Claro, porque el medio artístico le impone al artista ciertas normas y una de ellas es que tiene que hacerse un estilo para ser reconocido. En contra de eso, siempre he privilegiado la actitud de experimentar, hacer cosas, ver, reflexionar y mirar resultados, porque no me interesa ser un artista monotemático, que toda la vida se la pasa haciendo el mismo cuadro para tener reconocimiento. 

¿Esa búsqueda por evitar ser monotemático se relaciona con la inestabilidad, tan propia de su obra? 
Por supuesto. Nada de lo que hago es definitivo, nada está terminado de una vez y para siempre, sino que todo tiene en sí mismo una situación cambiante. Si miras uno de mis móviles durante horas, nunca va a haber un momento en que sea exacto a otro momento, los cambios son infinitos debido a la luz, al movimiento, al entorno. Siempre es inestable, como la vida. No son obras únicas, sino múltiples, incluso infinitas. Lo mismo que cuando te desplazas. 

En 1966 llega su momento de gloria cuando gana el Gran Premio Internacional de Pintura de la Bienal de Venecia, ¿cómo recuerda ese momento? 
Era una sala donde no había ninguna pintura, sino móviles y piezas con movimiento, y nada de lo mío entraba dentro de las categorías que premiaban. Lo que sí sé es que los jurados franceses estaban muy contentos, aunque yo no era francés en esa época, porque no querían que el premio lo obtuviera un norteamericano, por la lucha que se había establecido entre Nueva York y París. Era feroz. Los norteamericanos querían que el centro del arte fuera Nueva York a toda costa, y en la Bienal anterior, ese mismo premio se lo habían dado a un artista pop: Rauschenberg. Entonces, el candidato que tenían y que decían que iba a ganar era otro pop: Liechtenstein. 

Luego, sigue trabajando en París y se vincula al movimiento de Mayo del 68, incluso hace algunos de los afiches…
Sí, hice varios, pero no se firmaban, claro. Con los compañeros del grupo íbamos a la Sorbona para ver qué pasaba y participar, Pero nos aburríamos porque eran discusiones interminables, hasta que un día apareció alguien del movimiento diciendo que estaban buscando a un pintor para que ayudara en el taller de afiches, que habían instalado en la Escuela de Bellas Artes. Nosotros nos fuimos inmediatamente y trabajamos ilustrando los eslóganes de los afiches que iban a usar en las fábricas que estaban ocupadas por obreros y estudiantes. Se discutía, se elegían en común, luego se mandaban a impresión y en la madrugada llegaban los líderes del movimiento a recoger las serigrafías. 

Ese trabajo le vale el exilio de Francia…
Sí. En ese momento, el Ministro del Interior de Francia argumentó que todo lo malo que sucedía en Francia era provocado por extranjeros que venían a perturbar el país. Así que a todos los extranjeros que nos encontraban en cualquier tipo de manifestaciones nos relacionaban con el Movimiento del 68 y nos expulsaban. A mí me expulsaron porque anunciaron que la policía iba a intervenir una fábrica Renault en Flins, fuera de París entonces la gente de París se fue a apoyar a los obreros, yo entre ellos. Para lograr controlar todo, la policía paraba a todos los autos que iban hacia Flins, y si eran extranjeros los ponía presos, pero si eran franceses, también los apresaban, pero los soltaban rápidamente. Además, a nosotros nos detuvieron con el auto lleno de afiches y panfletos, y nos expulsaron. 

¿Cuánto tiempo duró expulsado? 
Entre seis u ocho meses porque hubo un movimiento muy grande de los intelectuales y del medio cultural y artístico en contra de esas expulsiones y de la mía en particular, porque no hacía mucho el Ministro de la Cultura de ese momento, André Malraux, me había nombrado Caballero de las Artes y Letras, y como además había ganado el Gran Premio Internacional de Pintura de la Bienal de Venecia, hicieron mucha presión para que me dejaran volver. Y me dejaron, pero con condiciones. 

¿Qué condiciones? 
Tenía que presentarme todas las semanas a la policía y aun si me dejaron volver, quedé en “condición de expulsado en permanencia”. Eso quería decir que en cualquier momento podían expulsarme.

Dónde vivió durante el exilio? 
Fuimos a diferentes lugares de Europa con un amigo argentino, porque, por suerte, conseguimos con las negociaciones de un abogado que nos ayudó que nos dejaran salir del país en auto. A otros los ponían en un avión y los mandaban a su país. A nosotros nos condujeron a la frontera de Bélgica y tomamos camino a la Bienal de Venecia, a Milán, a Roma y a Alemania, para ver la Documenta. Y después en el verano tomamos un barco con el auto adentro y nos fuimos a España para encontrar a las familias respectivas, que luego se devolvieron a París y nosotros tomamos el buque para volver a Italia. 

Y en pleno exilio vuelve a ver a Fontana… 
Ya lo había visto varias veces en París. Recuerdo que vino a vernos en un momento en que teníamos una piecita en un hotel, en la Rue Delambre, por Montparnasse. Supo que estábamos ahí trabajando con unos amigos y nos compró un gouache a cada uno. Esa fue la primera obra que vendí en Europa, pero creo que lo hizo como un gesto de estímulo, porque siempre fue muy generoso, afectuoso, entusiasta y, además, su personalidad y su manera de ser transmitían entusiasmo y voluntad de hacer cosas. Y en el 68, cuando lo fuimos a ver a su casa, en Italia, organizó una cena, aunque la mujer le decía: “No, no puedes cenar, no puedes tomar, porque el médico te lo ha prohibido”. Él no le hizo mucho caso y supe que dos meses después se murió.

Muchos artistas quisieron plasmar el movimiento, Degas con las bailarinas, Géricault con los caballos… Usted da un salto muy radical y no busca representar el movimiento de algo, sino el movimiento en sí mismo. Hoy mirándolo en perspectiva, ¿cómo explica ese salto? 
Eso fue poco a poco en esa actitud de experimentar. No es que un día me desperté y dije: “Voy a hacer a partir de ahora obras en movimiento”, sino que el movimiento me ayudaba a resolver ciertos problemas que se me iban planteando. Poco a poco aparecieron la luz, el desplazamiento del espectador y la electricidad, aunque esta fue de las últimas, porque al comienzo, por razones económicas no podía usar motores, eran muy caros; entonces, eran más accesibles los móviles suspendidos para fraccionar la luz y crear otras formas. Siempre he buscado soluciones en la medida de mis posibilidades; al comienzo, todo era muy limitado, con lo que podía comprar o lo que tenía a la mano: cartones, papeles y plaquitas de metal. 

Sin embargo, no se contenta solamente con que la obra se mueva, también invita al espectador a moverse en presencia de ella… 
Para mí es fundamental que el espectador se mueva. Como artista me dejo un poco de lado y creo proposiciones donde el otro, en este caso el espectador, pueda aportar parte de su personalidad, de su manera de ver, de reaccionar y de reflexionar. La idea es que el espectador se sienta solicitado y respetado.

Cuando firma los catálogos de sus exposiciones, siempre encabeza con “Optimismo siempre”, ¿por qué? 
El mundo provoca tanta miseria, tanta desgracia, tantas cosas absurdas que si además de lo que uno recibe, se pone en situación negativa, de resignación, de aceptar todas esas cosas y no cree que puede haber alguna esperanza, todo sería muy devastador y muy triste. Entonces, pongo optimismo siempre, en la medida en que pienso que cuando hago exposiciones, la satisfacción que yo puedo tener es que si hay un espectador que después de hacer el recorrido sale y se siente mejor para enfrentar su propia vida, entonces todo el trabajo estuvo hecho. 

Me contaron que quiere jubilarse pronto para irse a vivir al Caribe… 
¿Quién te dijo eso? No, no es que quiera, sino que en caso de que un día me jubile, sería para irme al Caribe a disfrutar de las temperaturas del mar, de las palmeras, de los cocos, de los jugos de frutas, del ron… Pero no lo logro, porque estoy seguro de que a los tres días ya estaría aburrido de no hacer nada. Haciendo cosas es como me renuevo. 

Autor: Melissa Serrato Ramírez

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