Es bastante habitual en la Historia del Arte que la obra del artista se revalorice demasiado tarde. Como si la parca fuese el mejor marchante de arte existente, se cuentan por centenares las carreras que alcanzan un valor muy superior al que nunca tuvieron cuando quien las creó vivía. Con Tetsuya Ishida pasó lo mismo, pero en este caso, su aislamiento fue en parte cosa suya.
Este pintor japonés aborrecía el mercado del arte y tenía problemas para tratar con el mundillo. Renegaba de Takashi Murakami, de Yayoi Kusama. Realmente tenía dificultades para relacionarse con los demás, perteneciesen o no al panorama pictórico nipón de los noventa. Vivía solo, en la ciudad de Sagamihara, cerca de Tokio. Trabajaba en el mismo sitio en el que habitaba: un pequeño piso de un barrio obrero al que se mudó porque en los aledaños había una gran tienda de materiales de pintura llamada Sekaido. Según él, era el hogar ideal porque podía ir a comprar allí lo que necesitaba para su arte sin tener que gastarse dinero en el metro o el tren.
Pintaba de día y trabajaba como guardia en una imprenta de noche. Sufría en sus propias carnes el nivel de explotación y alienación del salary man japonés. Más acuciante en los noventa, con una crisis económica brutal que barrió esperanzas de progreso de toda una generación por culpa del estallido de una burbuja inmobiliaria y financiera en Japón. En sus cuadros, la alienación y la precariedad son un personaje más entre personas transformadas en cajas de supermercados y bestializadas en sintonía con cierta metamorfosis kafkiana.
Ahora llega a nuestro país la primera gran retrospectiva del pintor bajo el título Autorretrato de otro. Un estimulante, fantástico y oscuro recorrido por su carrera que no duró más de diez años. Ishida falleció en 2005, atropellado por un tren. La exposición, organizada por el Museo Reina Sofía reúne 70 de sus obras y se podrá ver gratuitamente en el Palacio de Velázquez del madrileño Parque del Retiro hasta el 8 de septiembre.
Trabajar o morir, quizás ambas
En Japón existe un concepto para referirse a cómo el exceso de trabajo mina la salud e incluso puede ser causante de muerte. Karōshi significa «muerte por exceso de trabajo» y se usa habitualmente para describir un fenómeno puramente capitalista cuyas consecuencias humanas suelen derivar en ataques cardíacos, complicaciones cardiovasculares o derrames cerebrales que terminan complicando o acabando con la vida de muchas personas. Es un cuadro clínico reconocido por el Ministerio de Sanidad nipón desde 1987.
El ambiente que rodea gran parte de las pinturas de Tetsuya Ishida está marcado por la influencia cultural de este término: una sociedad explotada y cansada en la que la experiencia humana ha quedado transformada en mera herramienta mecánica del sistema, sin aliento vital.
«Yo creo que eso tiene mucho que ver con el imaginario del salary man«, cuenta a eldiario.es Teresa Velázquez, comisaria de la exposición. «En base a esa clásica representación del trabajador oficinista, Ishida explora lo interiorizado que lo tienen los japoneses, lo arraigado que está en su subconsciente la cultura del trabajo».
En muchas de las obras que se pueden ver en Autorretrato de otro, el ser humano -normalmente una figura masculina-, aparece como una repetición de sí mismo. Una fotocopia de un patrón que carece de autonomía, de identidad. La persona se mecaniza a la vez que se vuelve absolutamente anónima como engranaje de producción. No es más que el diente de una rueda dispuesta a encajar en otras para mover quién sabe qué.
«Mientras que aquí el hombre de traje y corbata representa alguien de negocios, o de un trabajo de alto rango, allí es al contrario: el traje es el uniforme por excelencia del trabajador medio e incluso precario», cuenta Velázquez. «En cualquier ciudad de Japón, vas a una estación de trenes y te enfrentas a marabuntas de señores con traje, corbata y maletín. Es lo que les uniformiza». Lo que les convierte en masa y, en la obra de Ishida, lo que les hace anónimos.
Hikikomori y la adolescencia programada
Atada a su concepción del trabajo está, en la obra de Tetsuya Ishida, su visión de la juventud. Para el pintor, el sistema educativo se mueve y opera en consonancia con la ya mencionada despersonalización del individuo. En lugar de alimentar espíritus libres con criterio propio, se premia una visión puramente mecanicista del futuro.
En sus pinturas, el joven está atrapado en las paredes del instituto -de forma literal en Prisionero (1999)- o bien se ha transformado ya en un instrumento del mismo, como esos alumnos convertidos en microscopios de Despertar (1998).
De esa educación que prepara para convertir en salary man a su talento joven, en lugar de educarlo en las relaciones sociales y la empatía, deriva otra expresión cultural japonesa: el hikikomori, fenómeno sociocultural que describe el comportamiento de jóvenes que deciden vivir en un estado de aislamiento social casi absoluto. Máxima expresión de la alienación capitalista.
«Realidades profundamente enraizadas en la contemporaneidad que dan cuenta a nivel global de un nuevo modo de alienación que tiene un carácter integral», explica Manuel Borja-Villel, Director del Reina Sofía, en el catálogo de la exposición. «Alienas tu tiempo, tus relaciones sociales… incluso tu propio cuerpo, bloqueando cualquier posibilidad de devenir en sujeto político».
Un mundo tan kafkiano como el nuestro
Atrapados en procesos de formación o en eterna construcción de una carrera laboral sin meta, a menudo el sujeto retratado por Tetsuya Ishida aparece atrapado entre estructuras que le superan, como en Soldado (1996). Como si del Josef K. de El Proceso de Kafka se tratase.
«El imaginario kafkiano se traslada a gran parte de las piezas aquí representadas», cuenta la comisaria de la exposición. «Pero si hubiese un título especialmente relevante sería La metamorfosis«. Según Teresa Velázquez, esta influencia no se significa tanto por lo evidente -ambiente opresivo y deprimente y personas convertidas en cucarachas-, como por lo temático.
«Subyacen dos ideas en su obra: la condición humana despreciada hasta rebajarla al nivel de un insecto que puede ser pisoteado en cualquier momento, y la idea del individuo como una larva, un estado temporal en el que aún no ha revelado su verdadera forma, su potencial», detalla.
Otra deriva, un tanto kafkiana, y de evidente tratamiento en la obra de Ishida, es la maleabilidad del cuerpo. Esas transformaciones, a veces cercanas al body-horror, a veces fusionadas con máquinas y herramientas de trabajo. «En eso puede que tenga una influencia el manga y el anime», explica la comisaria. De hecho, Isamu Hirabayashi, su mejor amigo en la universidad, contaba que en su estantería había un manga que destacaba entre otras obras: el Akira de Katsuhiro Ōtomo al completo, obra en la que máquina y cuerpo se fusiona en más de una ocasión.
«Recuerdo que en su casa había novelas de Kobo Abe, Osamu Dazai. También El idiota, de Dostoievski y Flores para Algernon de Daniel Keyes», añadía Hirabayashi en un texto especial del catálogo de la exposición. Referentes que Teresa Velázquez completa con otros: «no solo le influye la novela y el manga, también ensayos como The Mole People, un texto de Jennifer Toth sobre la gente que vive en los túneles del metro en Nueva York y cuyo título se puede apreciar en un cuadro suyo. O a nivel pictórico, por supuesto, Ben Shahn en su etapa más realista y sus temáticas obreras».
Huir, descansar, protegerse de la vigilancia
Aunque nunca le diagnosticaron enfermedad alguna, en sus últimos días de vida, Ishida se sentía permanentemente vigilado. Paranoide, se encerraba en su casa y bajaba las persianas para que no le hiciesen fotos o grabasen.
«Decía que los estudiantes de una universidad de arte le sacaban fotos a escondidas», cuenta Isamu Hirabayashi. «Según me comentó, en la universidad les habían encargado la tarea de investigar la vida diaria de un artista. Por este motivo fotografiaban desde las ventanas», explica su amigo en el catálogo de Autorretrato de otro. «A pesar de que fue a contar el caso a la policía, no hicieron nada por él, según comentaba en un correo». Tiempo después, Hirabayashi se enteró de que ningún alumno tuvo nunca un encargo semejante en la universidad. «Lamento no haber ido a verle en ese momento. Ese correo electrónico podría haber sido una llamada de socorro».
En varias de sus obras expuestas en el Palacio de Velázquez, la escena principal centra la atención del espectador y la composición del cuadro. Pero a menudo, en alguna esquina, a través de una ventana, podemos atisbar figuras humanas. Personas dibujadas solo parcialmente que parecen observar o transitar la escena del cuadro -como podemos ver en Invernadero (2003) y Búsqueda (2001)-. Quién sabe si reflejo último de las personas que creía que le espiaban.
Sin embargo, en ambas escenas -y en muchísimas más de lo que cabría esperar entre las setenta que se exhiben en nuestro país-, el protagonista del relato pictórico está recostado. Con o sin los ojos abiertos, el personaje de la imagen suele aparecer dormido o bien en ese punto exacto de la vigilia en el que la realidad es indistinguible del sueño –otra característica kafkiana-.
«Dormir», opina Teresa Velázquez, «parece ser una estrategia casi de rebeldía. Descansar es una defensa legítima para Ishida». Por eso, muchos de sus personajes duermen, tal vez sueñan con un presente mejor.
La obra de Tetsuya Ishida nos acerca al reverso del éxito en el capitalismo de una forma muy directa, nada sutil. Ofrece a quien le observa un salto al otro lado del espejo de una sociedad -la suya-, que cada vez se parece más a la nuestra. Una en la que los temas de ayer son los de hoy -explotación laboral, precariedad, alienación, soledad-, porque no hemos cambiado un ápice en los últimos treinta años. Si acaso hemos ido a peor.
Autorretrato del otro, de hecho, podría ser eso: el espejo de un imaginario anclado al japón de los noventa, que capta de forma sorprendente los dilemas de hoy. Ese ‘otro’ del título, se parece a ti, a mí y a todas. Y es entonces cuando el arte, por surrealista que fuese, se nos revela como ese golpe de realidad que a veces olvidamos que también podemos ver en un museo.
Autor: Francesc Miró
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