Aunque son útiles para crear lazos amistosos y profesionales al interior del gremio, los encuentros de escritores tienen una carencia fundamental: sin asistentes no hay lectores, y sin lectores la literatura es puro narcisismo.
Nunca he comprendido en qué contexto a algún listillo se le ocurrió que era una buena idea juntar a un grupo de personajes de natural huraños –los escritores– para convivir con el público o, peor aún, entre ellos durante tres o cinco días. Es una fórmula para el desastre.
Trato de recordar cuál fue el primer encuentro de escritores al que asistí, pero no logro precisarlo. Desfilan por mi mente flashazos con lo más representativo: el que se suspendió por el brote de la influenza H1N1 y nos recluyó a los participantes en un hotel cinco estrellas, bebiendo y charlando, asombrados ante la infinita capacidad del chef de reciclar el bistec del día anterior.
Recuerdo también el espantoso encuentro de poetas en Chihuahua, en el que al llegar al hotel, tras una jornada de lectura que terminó casi a las once de la noche porque incluyó ballet folclórico, nos notificaron que las galletas con queso crema y el vino tinto de tetrabrick habían sido la cena. Tal vez parezca que pongo demasiada atención al tema de la comida, pero siempre lo he considerado un termómetro inequívoco del nivel de un encuentro literario.
Como es lógico, no es lo mismo ser invitado que organizador. Hace un año viví esa experiencia, misma que abonó con creces a mi colitis nerviosa y repudio al servicio público. Muchos estados de la república cuentan con sociedades de escritores (en Durango hay dos), que tienen por misión presionar a las instituciones culturales para obtener apoyos, es decir, publicaciones, fama y poder.
Más o menos un cuarto de siglo atrás, cuando los padres fundadores de la asociación aún concebían la posibilidad de que otros hicieran literatura allende los confines de nuestro estado, se propuso convocar a colegas de otras ciudades para escucharse y dialogar. Así nació el primer encuentro de escritores de Durango. Pero eso ya fue. Con el paso del tiempo dicho evento mutó, ganó presupuesto institucional, perdió adeptos, creció en oportunistas y desde entonces ha ido generado una insatisfacción sostenida por parte de sus participantes que hace inexplicable el que sigan pugnando por realizarlo.
Hasta hace unos años, como miembro de esa sociedad (filiación de la que ya abjuré), contribuía con lo que estaba a mi alcance: proporcionando los contactos de escritores foráneos, presentando libros y moderando mesas. Confieso que siempre sentí un poco de pena ajena por la expectación candorosa con la que algunos aguardaban esa “fiesta de la palabra” para compartir con el mundo su más reciente poema de largo aliento dedicado al Cerro del Mercado o su oda bukowskiana a la pérfida muchacha que nunca les hizo caso.
Como decía, no es igual asomarse a estos eventos nomás un rato, a la hora que le toca a una leer y luego esfumarse, que ser la encargada y no tener escapatoria. En el instituto de cultura de Durango me ofrecieron echarme ese trompo a la uña apenas unos meses después de mi ingreso, cuando todavía era ingenua y no me había tocado elaborar un proyecto. Una de las directivas me explicó que tenía a mi disposición 180 mil pesotes y me dio carta abierta, con solo un par de consignas: que lo mantuviera en sus estatus de internacional y que limitara lo más posible la participación de nuestras glorias locales, a las que conocían muy bien. Acto seguido me llamó aparte y me dijo: “A ver si te consigues a Juan Villoro, ¿no?”. Le respondí que a autores como él hay que contactarlos con casi un año de anticipación, además de cubrir sus honorarios, que no son precisamente quinientos pesos. “Yo sé que puedes”, reiteró, dándome unas palmaditas en la espalda. Claro que no pude.
Encargarse de un encuentro de escritores se parece bastante a armar una boda donde cada escritor es una preciosa e histérica novia. Cuando comencé a calcular cuánto me costaría traer a quince o veinte autores, darles alimentación, hospedaje, gastar en parafernalia y ofrecer cafetería en los eventos me topé con la primera traba: no había manera de cubrir el transporte de todos. Ahí descubrí que el arte de administrar obliga a hacer distinciones jerárquicas entre autores a los que se les cubren viáticos y honorarios y a los que se les conmina a hacerle como puedan para llegar, conseguir techo y comida caliente.
Como burócrata lo anterior me resultaba de lo más práctico, como escritora me parecía una majadería. De todos modos, apechugué y para no pecar de amiguista, me limité a contactar a autores que conocía por su trabajo (mentiría si omitiera que invité a dos amigos cuando unos escritores de renombre me mandaron por un tubo en cuanto les dije que no pagábamos. En mi defensa diré que la mayoría de mis amigos escribe bien). Lo de “internacional” lo resolví convocando a tres escritores extranjeros avecindados en la Ciudad de México por más de una década, pero que todavía conservaban el acento. Aunque ellos tuvieron la amabilidad de no cobrar, no me libré de exigencias como que sin su pareja/familia/perro no salían ni a la esquina y había que cubrir esos gastos también.
Mis plan era tener mesas de lecturas solo por la tarde: es desgastante arrastrar escritores crudos o desvelados para presentarse en la mañana ante un público de tres o cuatro desempleados (hasta ahora no me he enterado de la existencia de permisos laborales para ir a escuchar poesía), una presentación de libro para cerrar la noche y dos taquizas, en cuya cotización consideré incluso a los canaperos (esa subespecie humana que subsiste a base de bocadillos de eventos oficiales). Por las mañanas enviaría a los más entusiastas a escuelas públicas, actividad a la que le tengo mucha fe porque como maestra de preparatoria me consta que ese público cautivo, bien manejado, genera lectores, anécdotas variopintas y tiene el plus de que los libra de una hora de clase. Todos ganan.
Hice un esbozo del programa general y me presenté a la reunión con los escritores localistas (término que un querido amigo acuñó para referirse a sus miras cortas) sola y mi alma, porque mis jefas tuvieron asuntos más importantes que atender y el par de agremiados que me apoyaba estaba en su trabajo. En mi cabeza aquella junta se equipara a la boda roja de Game of Thrones, nomás que solo había un enemigo: yo. Con muy malas maneras me lanzaron exigencias que se podrían resumir en una: el encuentro existía para que los literatos de fuera tuvieran el honor de venir a escuchar a los durangueños. Se me exigió que les diera más tiempo y que incluyera a más miembros de la asociación en cada mesa, siguiendo el criterio de que quien hubiera asistido a todas las reuniones tenía derecho a participar, independientemente de su trayectoria o la calidad de su obra. También fue motivo de discordia que ese año no hubiera camisetas conmemorativas. Como tenía muy claro mi papel de servidora pública (y no había nadie para respaldarme), tras una hora de gritos y sombrerazos, dejé de intentar hacerlos entrar en razón y acabé rearmando el programa a su gusto.
El día de la inauguración las expectativas que tenía sobre mis coterráneos fueron lastimosamente certeras. Entre otros primores, recibí las siguientes quejas y aireadas críticas:
- Por fungir como maestra de ceremonias (papel que nadie quiso) y robarme toda la atención con un vestido rojo largo (que me quedaba fenomenal), como si se tratara de mi quinceañera.
- Por no mandar invitaciones impresas y personalizadas anunciando que habría dos taquizas. De este reclamo derivó la acusación de que discriminé al quejoso por ser “negro”, lo cual es una mentira porque ni a morenito promedio llega y yo no soy racista.
- Que no dejara a los canaperos comerse las galletas antes de tiempo y que uno me gritara con odio que se compran “con sus impuestos” (cuando me consta que no trabaja).
- Que no les haya pasado un resumen de los libros que les tocaba presentar.
- Que haya interrumpido la apasionante lectura de una monografía de Shakespeare cuando el autor apenas iba en el minuto veinte y faltaban cinco participantes más.
- Que no haya dedicado un momento especial para entregar los cuarenta y tantos diplomas a los participantes, uno por uno, con la pausa correspondiente para los aplausos.
Los autores foráneos, en cambio, fueron un encanto. Jamás terminaré de agradecerles que se hayan quedado como público para que el museo Francisco Villa no luciera vacío, así como su buen humor, su amabilidad cuando algo no salía bien y que incluso tres me ayudaran a cargar y montar mesas. De entre ellos asciende como una santa la narradora que no me reprochó que olvidara mandar por ella al aeropuerto y tomó un taxi. Sobra decir que de esos tres días nacieron valiosas amistades y perdí las pocas que me quedaban en el terruño.
En la clausura, una triada de escritoras localistas tuvo el descaro de plantárseme para decirme que ellas, con la mano en la cintura, lo hubieran hecho mejor que yo. Con el hígado lleno de piedritas, les solicité ahí mismo a los altos mandos de la asociación de escritores que me consideraran fuera de su club. Se indignaron. Juro que vi que una vaca sagrada estaba a punto de llorar de coraje ante mi grosería porque cuando me dijeron que no aceptaban mi renuncia, me reí. Una vez terminada la pesadilla, me dediqué a revisar y corregir el proyecto del encuentro para que Secretaría de Cultura por fin lo aprobara y liberara el recurso… mes y medio después de concluido.
Cada vez que asisto a un encuentro de escritores voy esperando lo peor. Quizá por eso cualquier buen momento o detalle, por pequeño que sea, me parece ganancia. Con frecuencia me pregunto qué tan eficaces resultan con su escuálido público (cada asistente multiplicado por cinco para los reportes finales), sus jornadas cansinas, las luchas de egos y esa curiosa burbuja de autocomplacencia que se forma a nuestro alrededor cuando descubrimos que la audiencia no ha caído en coma por aburrimiento.
Reconozco su utilidad para crear lazos no solo de amistad (o profundo encono, en algunos casos), sino profesionales. Esas alianzas son valiosas y a menudo fructíferas. El problema fundamental, creo yo, es muy simple: sin asistentes, no hay lectores y sin lectores la literatura es puro narcisismo. No le veo caso a los encuentros dedicados a que los escritores se oigan unos a otros, es más, me parecen decadentes y estériles. ¿Será cuestión entonces de mejorar la promoción y difusión? ¿Habrá que llevarlos a lugares públicos? ¿Contratar puro best-seller que sí arrastre público?
De acuerdo con lo que alcancé a observar, considero que antes de planear los encuentros tendrían que tenerse en cuenta tres puntos fundamentales (además de conocer bien al público meta, algo que por alguna extraña razón suele omitirse): el primero, aceptar que la lectura nunca ha sido una actividad de masas, pretender lo contrario solo nos lleva a hacer lo imposible para engañar a Secretaría de Cultura con resultados a ojos vistas falsos. El segundo es obvio: por más buena voluntad que se tenga, nadie puede hacer maravillas con poquito dinero sin que se termine pidiendo trabajo gratis a diestra y siniestra, lo cual no es correcto, aunque amemos el arte. El tercero es lo de siempre: consentir demandas berrinchudas de los escritores localistas, nomás para tenerlos contentos y calladitos, es siempre un error. Aunque sean sus impuestos los que paguen.
Autor: Atenea Cruz
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