La inseguridad detrás del feminismo

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En 1813, Jane Austen publicaba una obra cuya protagonista podría considerarse como feminista. Después de 207 años, Elizabeth Bennet, la protagonista, no pierde vigencia y nos recuerda que todavía hay mucho por hacer.

En 1813 se publicaba la novela “Orgullo y Prejuicio”, cuya autora era “una dama” que no quería ser reconocida por su trabajo. Mientras Jane Austen se escondía, la protagonista de su obra se alzaba contra todas y cada una de las convenciones sociales de la época. En un mundo donde las mujeres no heredaban, no trabajaban y mucho menos alzaban su voz, a Elizabeth Bennett le tenía sin cuidado si se casaba o no. Ella sería ella misma, no lo que su familia o la sociedad inglesa quisieran. Diría lo que pensara sin tomar en cuenta dentro de la ecuación si con eso agradaba o no. Haría lo que su corazón le dictara, aun si eso significaba ensuciarse las enaguas, caminar millas enteras por su hermana enferma y presentarse ante una familia adinerada con barro hasta las rodillas. Se casaría con quien pudiera otorgarle amor y apoyo, y a quien ella pudiera darle lo mismo, en lugar de ver el matrimonio como una salvación o una forma de adquirir una renta y prestigio.

En definitiva, a través de la figura de Elizabeth Bennett, Jane Austen se denominaba como feminista, tal vez, sin ser consciente de ello. En ese sentido, esta escritora estaba adelantada a su época, es como si Elizabeth Bennett hubiera viajado al futuro, hubiera leído “Todos deberíamos ser feministas” de Chimamanda Ngozi Adichie y se hubiera devuelto con la misión de gritarle al siglo XIX que todo él estaba mal. Estaban mal los matrimonios a conveniencia, los halagos cargados de hipocresía, los amores frustrados por falta de una renta, la división de clases y el silencio de las mujeres ante las decisiones más importantes de su vida.

Alguna vez, un periodista le dijo a Chimamanda Ngozi Adichie que no se presentara como feminista, porque las feministas eran mujeres infelices que no podían encontrar marido. En efecto, Elizabeth Bennett estaba destinada a no tenerlo porque no era especialmente atractiva, no era sumisa sino suspicaz, pensaba en sus sentimientos en lugar de una casa cómoda; en suma, era una mujer tan decidida a casarse por amor, como dos personas iguales lo harían, que asumía sin dramatismo la amenaza de la soltería. Su energía, su valor, la naturalidad con la que se enfrentaba a los pretendientes indeseables o a la lengua afilada de una aristócrata la separaban de todas las demas mujeres víctimas de la sociedad en la que vivían.

Sin embargo, hay cierto monstruo que subrepticiamente trepa por el alma de Elizabeth. Había rechazado al hombre que toda mujer habría querido tener como marido por orgulloso, vanidoso e incluso cruel; pero, al ver sus propiedades, exclama:

“‘¡Y pensar (…) que habría podido ser dueña de todo esto! (…) Pero no (…) hubiese tenido que renunciar a mis tíos‘

Esto la reanimó y la salvó de algo parecido al arrepentimiento”.

La amenaza al feminismo va más allá de la soltería, la amenaza al feminismo es la inseguridad en todo sentido, de la cual Elizabeth sufre en este momento de flaqueza. Nos han enseñado sobre misericordia y piedad, nos han enseñado a preocuparnos por lo que piensen de nosotras, nos han prescrito cómo tenemos que ser en vez de reconocer cómo somos realmente y, cada vez que el mundo nos recuerda que aún no somos iguales, ese monstruo renace.

No queda más que convencernos de que la gente hace la cultura y no al revés, no queda más que ser conscientes de que tenemos derecho a nuestra independencia y que, en el fondo, de eso se trata el feminismo: de estar seguras de nuestros deseos, de nuestras metas, de enfrentar el mundo, sobrepasar los obstáculos y formar nuestra identidad.

De ese modo, en un mundo alterno, “Orgullo y Prejuicio” será firmado por un nombre y un apellido, por una identidad, por “Jane Austen”.

Autor: Juliana Vargas

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