Hace 83 años se suicidaba el genial escritor Hugo Quiroga, poeta y narrador que se sumergió en la magia de la selva misionera y dejó su obra para toda Latinoamérica. Vivió amores tortuosos, el drama selló la vida de sus hijos, y el día que murió no hubo plata siquiera para su entierro. Lo despidió una mujer que supo quererlo, Alfonsina Storni
Cuando se ingresa al predio que aún conserva la casa de Horacio Quiroga, cuesta imaginarse cómo alguien pudo haber vivido en semejante soledad, rodeada por la selva, sus secretos y sus peligros.
De pronto, entre los cantos de los pájaros, el calor sofocante y todos los sonidos que provienen de la extraordinaria vegetación, el visitante es sorprendido por ruidos de herramientas, como si alguien, en esa larga casa de madera, hecha totalmente a mano -y reconstruida luego de que un incendio la destruyese-, aún estuviera en su taller.
Esa recreación de la casa de Horacio Quiroga -definido como el mejor escritor uruguayo de la literatura argentina- es una bienvenida al visitante, una forma de adentrarse en su mundo personal, literario y social signado por una matriz autodestructiva que lo acompañaría durante toda su vida.
Horacio Silvestre Quiroga Forteza, nacido el 31 de diciembre de 1878 en Salto, Uruguay, quedó huérfano de padre cuando solo tenía dos meses. En un infortunado accidente de caza, el hombre se mató de un escopetazo. Su madre, Pastora Forteza se volvió a casar en 1891 con Mario Barcos quien, en 1896, quedó paralizado a raíz de un derrame cerebral. Por una desgraciada casualidad, Horacio fue testigo del momento en que Barcos se volaba la cabeza, también de un disparo de escopeta.
Tenía varias pasiones, la escritura, el ciclismo, la fotografía, hasta la química. Con la herencia del padrastro, viajó a París en primera clase y luego de vagar por la capital de Francia, desencantado, debió retornar en tercera clase, sin un peso, y con la ropa justa.
A su regreso a Uruguay, comenzó a escribir y a relacionarse con escritores e intelectuales. Su primer libro, Los arrecifes de coral, de 1901 se lo dedicó a Leopoldo Lugones, a quien admiraba desde que se deslumbró cuando leyó la Oda a la desnudez del poeta cordobés.
Pero ese 1901 sería trágico para él. Dos hermanos murieron de fiebre tifoidea en el Chaco y, asistiendo en la limpieza de un revólver que su amigo Federico Ferrando usaría en un duelo con el periodista Germán Papini Zas, se le escapó un tiro que ingresó por la boca de Ferrando y lo mató.
En Argentina
Absuelto de culpa y cargo, dejó Uruguay y se radicó en Argentina. Se empleó como profesor mientras que publicaba sus cuentos en diversos medios como Caras y Caretas, PBT, Tipos y Tipetes y el diario La Nación, entre otros.
Cuando Lugones encaró un viaje para estudiar las misiones jesuíticas de San Ignacio, le propuso llevarlo como fotógrafo. Y así Quiroga se deslumbró con una tierra de la que quedaría prendado para siempre.
Con un crédito, en 1906 compró una chacra de 185 hectáreas sobre el Alto Paraná. Era profesor de literatura en el Normal 8 cuando se enamoró de una de sus alumnas, Ana María Cires, que había nacido en 1890, y que vivía en Banfield. A pesar de la oposición de los padres franceses de la chica, se casaron el 30 de diciembre de 1909. En marzo del año siguiente, Quiroga pidió licencia en el colegio, y preparó todo para instalarse en Misiones.
No solo construiría una casa de madera, en la que incluyó un taller, sino también otra de piedra en la que se instaló su suegra, que no quería dejar sola a su hija. Hasta plantó un tacuaral, que aún está.
Quiroga explotaba un yerbatal y fue juez de paz. Su desprolijidad en las cuestiones burocráticas lo llevó a anotar los nacimientos y defunciones en papelitos que guardaba en una lata de galletitas.
En 1911 nació su primera hija, Eglé y al año siguiente llegaría Darío. Pero la desgracia volvería a golpear a su puerta: su esposa se suicidó en febrero de 1915 ingiriendo uno de los líquidos que su marido usaba para el revelado fotográfico. Tenía 25 años y está sepultada en el cementerio de San Ignacio.
Quiroga regresó a Buenos Aires con sus hijos, viviendo miserablemente en un sótano. Consiguió un puesto en el consulado uruguayo en Buenos Aires; luego se mudaría a un departamento y más tarde a una vieja casa en Olivos.
Los críticos de su obra aseguran que en esa época escribió sus libros más consagrados. Cuentos de amor de locura y de muerte, de 1917 y Los Desterrados, de 1926. En el medio, Cuentos de la Selva, de 1918; Anaconda, de 1921 y El Desierto, de 1924.
Por 1919 quedó deslumbrado por el cine, y no solo escribió críticas y reseñas de películas, sino que se animó con un guión, La jangada, que no pasó de ahí. También había pensado llevar a la pantalla La gallina degollada.
Entre 1919 y 1922 mantuvo una estrecha relación con la poetisa Alfonsina Storni. Hasta llegó proponerle irse juntos a Misiones. Ella, indecisa, le consultó a su amigo, el pintor Quinquela Martín. “¿Con ese loco? ¡No!”, respondió
Su espíritu enamoradizo le hizo fijar sus ojos en una de sus alumnas, Ana María Palacio, de 17 años, pero los padres no sólo se opusieron a la relación, sino que la llevaron lejos del alcance del escritor.
Pasaba largas temporadas en su casa de Misiones, donde construyó sus propios muebles con la ayuda de un lugareño, Jacinto Escalera. También hizo una embarcación, a la que bautizó “Gaviota” y con la que recorría el río. Su inventiva lo llevó a idear un aparato para la extracción de caucho, un mecanismo para matar hormigas y un método para la destilación de naranjas.
En 1927 se enamoró de María Elena Bravo, compañera de su hija Eglé. La chica, aún no tenía 20 años y Quiroga le llevaba casi 30. En 1928 tendrían una hija, María Elena, “Pitoca”. El problema es que su esposa no quería saber nada con vivir en Misiones, adonde habían viajado en el Ford que el escritor había comprado.
Su último libro Más allá lo publicó en 1935. Cercano a los 60 años, tuvo problemas de salud y viajó a Buenos Aires. Debió internarse en el Hospital de Clínicas, supuestamente por lo que creía una infección urinaria. Sin embargo, era un cáncer de próstata, en un estado que ya no era operable. Aunque separado de hecho, su esposa lo cuidaba.
Se lamentaba con su amigo Ezequiel Martínez Estrada: “Voy quedando tan, tan cortito de afectos e ilusiones, que cada uno de éstos que me abandona me lleva verdaderos pedazos de vida”.
Vivía en el hospital, donde entraba y salía. A sus amigos les había confesado que en los últimos años había escrito por motivos económicos.
Cuando la junta de médicos le comunicó el diagnóstico con un pronóstico inexorable, pidió dar un paseo. Regresó por la noche. Nadie supo que había comprado polvo de cianuro que ingirió ese mismo 18 de febrero de 1937. Fallecería al día siguiente.
Ni dinero para su sepelio tenía. Con lo que aportó Natalio Botana, director del diario Crítica y sus hijos, fue velado en la Sociedad Argentina de Escritores, que él había colaborado en fundar junto a Lugones, con ese escritor con quien ya no se hablaba desde que había proclamado “la hora de la espada”. El propio Lugones, lapidario, dijo al enterarse de su muerte, que “se mató como una sirvienta”.
Tendría mejores honras fúnebres cuando sus restos fueron llevados al Uruguay.
Ese sino autodestructivo que rodeó su vida no terminó con su muerte. Eglé se suicidó en 1938, exactamente un año después que su padre y Darío en 1952. Su otra hija, María Elena, lo haría en enero de 1988.
Su amiga Alfonsina se ocupó de despedirlo a la manera que mejor sabía hacerlo: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales, y así como en tus cuentos, no está mal; un rayo a tiempo y se acabó la feria… allá dirán”.
Autor: Adrian Pignatelli