A los setenta y tres años ha fallecido a causa del coronavirus el gran cantautor del «country» y del «folk» Jhon Prine.
No es fácil explicar por qué algunos poetas del rock nos emocionan más que otros. Tampoco hay que darle muchas vueltas. El caso es que John Prine, aquel muchacho de oficio cartero que ensayaba en los buzones durante los descansos en la entrega, y que los vecinos de la ciudad escuchaban perplejos, fue poco a poco edificando una discografía magnífica, volando por las décadas sin bajar el listón, siempre atento a las viñetas de lo cotidiano que iba registrando en su privilegiada retina. Narrador superdotado, construía historias cinematográficas con versos de paleta amplia, irónicos, perversos, oscuros, como la misma alma humana, intentando comprender los misterios de la existencia con mirada escrutadora a la vez que tierna. Maestro de la compasión, al igual que Dylan, que lo admiraba, Está entre los pocos humanistas de un arte, el de los llamados «songwriters», no siempre bien valorado en un negocio donde lo que importa es llegar al número 1. Y John Prine no llegó nunca a lo más alto de las listas.
Homenajes tardíos
Sin embargo, el boca a boca hizo que sus discos fueran aceptados por un público medio que, sin llegar a un Springsteen o un Jackson Browne, guardaban sus discos como en secreto, con el placer de haber descubierto un genio de esos de minorías que pensamos, caray, ¿en qué mundo mediocre vivimos que no se deleita la mayoría con él? Fueron otros músicos, más jóvenes que él, como Chris Isaak o Tom Petty, quienes se esforzaron en poner a John Prine en el lugar de la historia que le correspondía, pero bien es cierto que los homenajes y el reconocimiento le llegaron ya muy tarde, un bonita entrega de la industria de Nashville que se agradecía, aunque a destiempo. Al menos, dirán, estaba vivo. Bueno, es cierto, aunque ya enfermo y resistiendo. Ay, sus discos. No tiene disco malo, en eso es como Dylan también. Tal vez menos ambicioso en su arte, alcanzó cotas de complejidad en ocasiones dignas de estudio, como esa canción, Lake Marie, historia de cine negro embutida en apenas cinco minutos. Prine siempre estaba atento a las viñetas de lo cotidiano que iba registrando en su privilegiada retina
Su primer disco, un debut tan brillante que daña la vista, es en su edición original pieza de colección, a más de 300 dólares. Ahí se encontraba ya aquel Angel from Montgomery, un clásico compuesto con apenas veinticinco años. En la última década había resucitado, impulsado por proyectos como grabar junto a mujeres del country contemporáneo: Alison Krauss, Susan Tedeschi, Holly Williams, Iris DeMent, Morgane Stapleton, Miranda Lambert, Kacey Musgraves, Lee Ann Womack o Kathy Mattea, en su disco For Better, or Worse de 2016, que no era sino la continuación de su despertar en 1999, con In Spite of Ourselves.
Ya en aquel fantástico disco empastaba su indestructible voz a la de mujeres bravas, como Connie Smith, Lucinda Williams, Trisa Yearwood, Emmylou Harris, Dolores Keane, Patty Loveless o Fiona Prine. Tantas parejas de baile, un bonito final de viaje para el cartero que pudo reinar gracias a unas canciones que parecían pirámides de Egipto. En 2005 editó un disco cercano al epitafio, Fair & Square, con joyas como Clay Pigeons, pura belleza, un himno a la mirada serena con la que despedirse del mundo grande y terrible que él llegó a comprender como nadie. Su último trabajo, de 2018, ya muy enfermo, era especialmente emotivo, un último suspiro de genialidad, una vuelta a la infancia casi naif y cargado de dulzura, con el apoyo de Jason Isbell y Dan Auerbach.
Paradójicamente, entró más arriba que ningún otro suyo en las listas, alcanzando el numero uno en USA Folk. En 1995 fue Tom Petty quien rescató a Prine grabando con él uno de sus mejores discos, aquel Lost Dogs and Mixed Blessings de sonido brillante y con músicos excepcionales, de Marianne Faithful a Benmont Tench, John Jorgerson, Howie Epstein, el bajo de Bob Glaub o Gary Nicholson. Aunque la acaso obra maestra de Prine, junto a su primer disco, sea The Missing Years,de 1991. Extraño disco conceptual, va narrando la nunca escrita, excepto por los apócrifos, historia de Jesús, hasta llegados los dieciocho años.
Aparte de lo original de la propuesta, en cuanto a música es uno de los más deliciosos viajes que nos haya legado John Prine, en sus quince canciones. En Take a Look at my Heart compone a cuatro manos con John Mellencamp. La batería de talentos en la grabación se las trae, incorporando a David Lindley, Albert Lee, aparte de Tom Petty y sus Heartbreakers. A mediados de los años ochenta John Prine mantuvo bien el tipo con discos como German Afternoons que contenía una de sus cimas, el Speed of the Sound of Loneliness. Los músicos aquí son más folk-rock, con el fiddle de Stuart Duncan y la mandolina del maestro Sam Bush. Alcanzó cotas de complejidad dignas de estudio, como esa canción, «Lake Marie», historia de cine negro embutida en apenas cinco minutos
El disco se cerraba con Paradise, un clásico instantáneo. A finales de los setenta, John Prine se deja crecer el bigote. De entre la producción de esos años destaca la colección de canciones gloriosas de Bruised Orange, disco de 1978 bien recibido por la crítica. Con una instrumentación muy rica en matices, incluyendo clarinetes, dobro, pedal steele, mandolina, acústicas y eléctricas, el piano y órgano de Mike Utley y a leyendas como Jackson Browne y Rambling Jack Elliot haciendo coros, es uno de los más jugosos de escuchar de todos los discos de Prine. tan solo 32 minutos de gloria bendita. Y llegamos así a la trilogía de sus inicios, a los que siguió Common Sense, ya se sabe, el menos común de los sentidos, de 1975, algo más flojo, debido a la altura a la que había llegado Prine con Sweet Revenge, disco más country-rocker, con pinceladas de góspel y perlas como A Good Time o Christmas in Prison. El segundo disco de John Prine para Atlantic fue Diamonds in the Rough, producido en 1972 por el mago Arif Mardin. Grabado en tres días, como si estuviera en el salón de casa, apenas si les costó a la compañía 7000 dólares, incluida la cerveza. Contenía clásicos como Souvenirs, o la anti-Vietnam The Great Compromise.
En el panteón de los más grandes
Sonido seco, cercano, sobre la alfombra, al pie de la chimenea, tocan Dave Bromberg y Steve Goodman casi todo, excepto bajo y batería a veces, de Steve Burgh. Pero es John Prine y su guitarra, apenas hace falta nada más. Termina esta historia en 1971, el año en que el cartero que pudo reinar consigue un contrato y entra a grabar su brillante primer disco. Había nacido en la pequeña Maywood, en Illinois, aunque serán los vecinos de Chicago los que escuchen asustados al cartero Prine cantando desde dentro de los buzones de la ciudad. Y así empezó todo, John Prine, uno de los mejores 500 discos de todos los tiempos, con canciones inrockuptibles, como Paradise, Far from Me o Angel from Montgomery, que le otorgan un lugar de honor en el panteón reservado a los más grandes.
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