Sonia Hernández: «Me mueve lo que no entiendo»

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Nacida en Terrassa, cosmopolita y afincada desde hace algunos años en El Masnou, Sònia Hernández (1976) practica la multiplicidad de ocupaciones y de experiencias artísticas. No es solo periodista de formación, colaboradora de La Vanguardia, crítica, estudiosa de la literatura y actualmente gestora cultural en el Ayuntamiento de El Masnou. Además de ello, y por encima de todo, es escritora vocacional. Se dio a conocer muy pronto, con el poemario La casa del mar (2006). Posteriormente ha publicado tres poemarios (Los nombres del tiempo, La quietud de metal, Del tot inacabat), dos libros de relatos (Los enfermos erróneos y La propagación del silencio) y cuatro novelas, donde predomina el exigente juego literario: La mujer de Rapallo (Alfabia,) Los Pissibombi, El hombre que se creía Vicente Rojo, El lugar de la espera, las tres últimas publicadas en Acantilado. Asimismo, hemos podido descubrirla como personaje en los libros de Masoliver Ródenas (especialmente en el poemario Sònia y en el libro de memorias Desde mi celda). Pero sobre todo hoy nos interesa la persona y escritora Sònia, la autora de El lugar de la espera (2019), un relato sorprendente escrito en primera persona del plural que viene a ser un cuestionamiento para una generación, para los que hemos llegado ahora la primera madurez con un ansia aún no resulta de realizar nuestras aspiraciones, cuando se nos dijo que nosotros sí, nosotros podríamos lograr lo que nos propusiéramos. Y es un privilegio compartir hoy con ella este lugar de espera, este lugar abierto, no resuelto.

¿Cuánto tiempo hace que vives en El Masnou? ¿Qué sensación te da este pueblo en cuanto a vida cultural? ¿Crees que es un buen lugar para un escritor para vivir?
Vivo en El Masnou desde enero de 2004. Últimamente, desde la gestión cultural, me he dado cuenta de que es un municipio en el que viven muchísimas personas que hacen cosas interesantes, en artes visuales, en teatro, en circo, en literatura… Es fácil que te cruces con Sonia Pulido por la calle, o que Goyo Luri te sorprenda con una de sus últimas lecturas. Me encantaba saber que era posible encontrarme con Iago Pericot en una terraza. Eso es un lujo, sí. Pero El Masnou es un buen lugar para vivir para cualquiera, creo. No sé hasta qué punto la escritura o la práctica artística de alguien depende del lugar en el que vive.

En el pasado he leído reseñas tuyas en La Vanguardia. Hace un tiempo que no me suena haberlas encontrado. ¿Ya no te dedicas a ello?
En 2015 hubo un cambio en el suplemento, y también se produjo un cambio en mis colaboraciones: pasé a centrarme más en arte, con un tipo de colaboraciones muy concretas. Mi misión era entrevistar a artistas que estaban exponiendo en Barcelona o Cataluña, y que me contaran su proyecto, su manera de trabajar, su trayectoria… Y a partir de ahí yo escribía sus perfiles. Es un verdadero privilegio entrar así, preguntando y dejándote sorprender, en el pensamiento, el universo simbólico de los artistas y en el proceso mediante el cual crean un lenguaje. He aprendido muchísimo. Ahora vuelve a haber un cambio en el suplemento.

¿Cuántos ‘oficios’ llevas a cabo (o has llevado) en relación a la cultura y qué te aporta (o te ha aportado) cada uno de ellos? 
Como ya tengo una edad, me encanta contar que uno de mis primeros trabajos al acabar la carrera de Periodismo fue en la editorial Larousse. Tenía una jefa que sabía muchas cosas, ella en sí misma una enciclopedia, pero que tenía graves problemas para tratar con los demás, y lamentablemente quizás me pesa más el mal recuerdo de la relación que lo que pude aprender. Estuve algunos años también trabajando en prensa comarcal. Allí aprendí muchísimo del periodismo de primera línea, que me sirvió para enfrentarme luego con el periodismo cultural en La Vanguardia. De todas maneras, siempre he dicho que, aunque me parece un oficio apasionante, nunca he sido del todo buena para el periodismo ni el periodismo ha sido del todo bueno para mí. También he trabajado muchos años en la Comunicación institucional. Allí aprendí que es muy complicada la convivencia de conceptos como “comunicación” y “política”. Y en la gestión cultural estoy aprendiendo mucho de los mecanismos intermedios entre la creación y el “consumo” cultural. Estoy aprendiendo a luchar para deshacer frases como que “a nadie le interesa la cultura” o que la cultura es para las élites.

¿Cómo es eso de vivir con otro escritor, y nada menos que un escritor y crítico de la talla de Juan Antonio Masoliver Ródenas?
Vivimos juntos desde principios del 2004. Es una relación llena de complicidades. Cada uno es el primer lector del otro, y eso no siempre es positivo. Es, sobre todo enriquecedor, teniendo en cuenta que la convivencia de dos seres humanos siempre es complicada.

¿Qué sensación se tiene al ver el propio nombre dentro de otras obras publicadas (novela, poesía, memorias)?
Como siempre que se duplica o se proyecta la propia imagen, produce desconcierto. Obviamente, lo que pueda haber de homenaje o reconocimiento aumenta la vanidad. En noviembre estuve en una exposición fantástica en México del artista Danh Vo. Se componía de instalaciones con muchos espejos. Quise hacer una foto y cuando la miré en el móvil, me di cuenta de que, entre tanto reflejo, la confusión era tal que ya no podía saber cuál de las figuras que aparecían en los espejos era la mía de verdad. Pues creo que cuando alguien aparece en la obra de otra persona tiene que intentar no confundirse y no creerse el personaje. Al escribir esto, pienso que también hay que tener cuidado incluso cuando uno escribe de sí mismo, porque de alguna manera también se convierte en un reflejo que puede confundir hasta no saber cuál era la figura real.

Sobre tu última novela, El lugar de la espera (Acantilado), sorprende desde la primera página la originalidad del enfoque, y el estilo literario. ¿Cómo se te ocurrió esa genial idea de una persona que quiere denunciar a sus padres y al Estado por no haberlo preparado para el fracaso?
Soy una persona con bastante tendencia a la queja continua. En los últimos años he adquirido la conciencia de que lo soy y me he esforzado por corregirlo. No sé hasta qué punto lo he conseguido, pero me irrita el victimismo cuando lo veo en los demás y me crispa y me deprime cuando lo detecto en mí. De alguna manera, creo que una de las primeras finalidades de El hombre que se creía Vicente Rojo era alertar a la protagonista de su victimismo. Y así surgió ese personaje tan acostumbrado a culpar a los demás que incluso llega a culpar a sus padres de sus fracasos en El lugar de la espera. Pensando en una generación secuestrada por la dictadura, me di cuenta de que si no lo habían hecho mejor es tal vez porque no habían podido o no les habían dejado, con lo que la culpa debía ser de alguna instancia superior. De todas maneras, siempre me han sorprendido las asociaciones y los mecanismos del pensamiento que enlazan imaginación, experiencias, recuerdos, deseos, etc. para que aparezca una nueva idea. Y tuve la inmensa suerte de conocer a Iago Pericot y hablar mucho con él. Me dijo en varias ocasiones que pensaba denunciar al Estado porque le habían robado su juventud y su libertad sexual. Iago Pericot estaba lejísimos del victimismo, era todo lo contrario, invencible.

¿Por qué la decisión de escribir una novela en primera persona de plural?
Creo que empecé a escribir la historia de Malva, la actriz a quien se le cruzan los cables y trabaja como camarera. Me di cuenta de que la voz narradora estaba totalmente de parte de la historia como la había contado ella, desde el wishful thinking, y que en mi mente aparecía también otra voz más malévola que la acusaba de haber flirteado demasiado con las drogas. O sea, que fui consciente de la convivencia de dos voces en mi mente, de ahí el “nosotros”, que a pesar de ser pocos no están de acuerdo. Y, obviamente, también tiene mucho que ver mi tesis doctoral eterna e inacabable, dedicada a Bárbara Jacobs, autora de una novela deliciosa, Las hojas muertas, donde una voz coral, la de un conjunto de hermanos, reconstruye la historia del padre. Si no hubiera leído esa maravilla de libro, tal vez no habría aparecido en mi mente el “algunos de nosotros”.

Los perfiles de los personajes están muy bien detallados, tanto, que queremos saber más de todos ellos. ¿Cómo creaste esos perfiles? ¿Buscabas diferentes posturas ante la realidad? ¿Te inspiraste de personas de tu entorno?
Empecé a escribir la novela en una época en que mi escenario familiar había sufrido dos golpes importantes: dos diagnósticos médicos que alteraban la disposición de la realidad que conocía. Necesitaba escribir para asimilar los cambios. Pero me veía incapaz de hacerlo, así que miré hacia afuera. El personaje de Malva está inspirado en una persona real, camarera en un restaurante, y en la seguridad con la que dijo que al cabo de dos años volvería a trabajar en el teatro. A partir de ahí, fui reconstruyendo el contexto del personaje con las personas que yo creí que podrían cuidar de ella y que harían todo lo posible para que consiguiera su propósito, y así poder redimirnos todos. Y sí, buscaba indagar en temas y actitudes diferentes ante la realidad, para lo que necesitaba a personas diferentes. De alguna manera, es el juego de imaginar cómo es la vida de la gente con la que te cruzas por la calle o ves en el tren, o sencillamente plantearte cómo otras personas percibirían lo mismo que estás percibiendo tú.

Al final hay una especie de eclosión artística donde todos los personajes encuentran de alguna manera un lugar, pero no dejan de transmitir una sensación de incompletud, de desasosiego. ¿Es eso intencionado?
Sí, porque no son sinceros. Nadie hace nada, pero cuando Vassili pretende moverse, todos creen que pueden hacer lo mismo: expresarse mediante el arte. Nadie mira desde sus verdaderas capacidades y aptitudes, sino que quieren utilizar los mecanismos y los lenguajes del otro. Están esperando a que alguien haga un movimiento para sumarse, para sentirse salvados. De la misma manera que quieren hacer un texto para que Malva tenga una obra con la que volver al teatro, creen que tienen algo que comunicar mediante el arte, pero solo porque Vassili se ha puesto en acción, tampoco están seguros de que ese sea el lugar de todos. Tendrán que ir probando. No sé si era intencionado o no, porque esta explicación se me ha ocurrido al responder. Tal vez era intencionado pero inconsciente, o tiene una lógica que se ve al observarla. Gracias por hacerlo.

¿Qué te interesa, qué te mueve como escritora?
Me mueve todo lo que no entiendo, que es mucho. Leo y escribo para entender las cosas y asimilarlas. Es mi manera de pensar, lo demás es dejarse arrastrar.

Cuéntanos algún recuerdo entrañable de algún viaje que hayas realizado con motivos literarios. ¿Te ha dado muchas alegrías la literatura?
En noviembre de 2019 fui a México a entrevistar a Vicente Rojo y ver sus últimos trabajos para un libro que tenía que acabar sobre él y que publicará la Universidad Iberoamericana. Fue un viaje revelador por muchos motivos. También presenté allí la novela. Pero ese viaje era uno más en una cadena de viajes a México que inicié con Juan A. Masoliver, siempre por razones literarias. La empatía, la hospitalidad y los cuidados de la gente allí, su interés genuino por la cultura y su creencia en la literatura como herramienta para la emancipación del ser humano son grandes lecciones que he aprendido. Rapallo, Génova, es otro de mis lugares. Fue el primer viaje que hice con mi compañero para investigar a Juan Ramón Masoliver, su tío, que estuvo en Rapallo colaborando con Ezra Pound. Un viaje trascendental por muchas razones. De allí salió mi novela La mujer de Rapallo, y más tarde también Los Pissimboni.

¿Qué dificultades encuentras o has encontrado para construirte como escritora y/o como crítica? ¿Crees que tu condición de mujer ha tenido algo que ver con eso?
Creo que dedicarse a la escritura conlleva una serie de sacrificios y renuncias que muchas personas no han sabido o no han querido aceptar. Hay diferentes grados y niveles en esta dedicación que es renuncia, como en todo. Y si no se tiene cuidado, se puede llegar a niveles obsesivos que tienen consecuencias en otros ámbitos de la vida. Yo no sé si estoy en el nivel de renuncia o sacrificio que me hubiera gustado. Tampoco sé de quién es la culpa, supongo que soy la única responsable de los riesgos que he querido asumir. He intentado dos veces ser free-lance para poder dedicarme de una manera más intensa a la escritura y no lo he hecho en ninguna de las dos ocasiones. Sí que creo que, tal vez, en algunas situaciones en el periodismo me hubiera ido de otra manera si hubiera sido hombre, pero tampoco pienso que el cambio hubiera sido determinante.

¿Cuál de tus libros te ha dado una mayor satisfacción, o cuál salvarías ahora mismo de una quema universal si solo pudieras elegir uno?
Todos han supuesto una experiencia positiva. Le tengo un cariño especial precisamente al que creo que han querido menos, La propagación del silencio. Creo que fue un libro que se vio oscurecido por temas ajenos a él por parte de la editorial, pero aun así me dio alegrías. No es el más accesible, pero, insisto, para mí es especial.

¿Hay un próximo proyecto en proceso?
La escritura forma parte de mi vida. He pasado una época un poco complicada y creo que me estoy reconciliando con ella. Sentí que me distanciaba de la poesía, pero últimamente me apetece mucho escribir poemas. No sé a dónde conducirán, pero de momento me ilusionan.

Recomiéndanos un libro que hayas leído últimamente que vaya mucho en la línea de tus intereses.

Creo que el libro que más me ha marcado últimamente ha sido el de Clara Usón El asesino lento, o Pronto seremos felices, de Ignacio Vidal-Folch, o El nervio óptico, de María Gainza. Estos son los que siguen haciendo eco en mi mente. Y hace muy poquito he leído La invención de Morel, de Bioy Casares (tengo muchas lagunas): apabullante.

¿Cómo estás viviendo el confinamiento?
Con la extrañeza lógica y común a casi todo el mundo, supongo. Siempre he tenido una cierta tendencia a la clausura, pero este confinamiento impuesto tiene muchas interferencias. Es curioso cómo, a pesar del encierro, el exterior está más presente que nunca, tecnología mediante. Las videollamadas o llamadas, los mensajes instantáneos, estamos todos en una plaza pública virtual que genera una sensación bastante inquietante, como si de veras viviéramos en un balcón. Intento leer algo más de lo que puedo habitualmente, ahora un ensayo sobre el miedo, La monarquía del miedo, de la filósofa Martha C. Nussbaum, que tenía esperando desde hace casi un año y ahora me está resultando una lectura más que oportuna; y los Relatos autobiográficos de Bernhard. Y echo mucho de menos el contacto real con algunas personas a las que quiero y que no puedo ver por precaución. Y en este confinamiento me ha llegado un golpe terrible, de esos vallejianos.

¿Crees que este fenómeno va a aportar algún cambio en positivo, cuando pase todo?
Debería, pero si la crisis que vivimos hace un poco más de una década no sirvió para nada, mucho me temo que ahora pase lo mismo. Ayer viendo la tele me sorprendió la cantidad de anuncios hechos ya ex profeso hablando de esta emergencia. Casi me asusté de la rapidez con que algunos medios se adaptan a cualquier cosa para seguir ocupando sus lugares privilegiados. Todos a hacer leña del árbol caído. Si sirve para que alguien preste un poco más de atención a las cosas pequeñas (perdón por el tópico) a partir de ahora, habremos conseguido algo.

¿Qué consejo darías a los escritores debutantes?
Que lean y que disfruten de todo.

¿Crees que la literatura tiene futuro en este siglo XXI?
Habrá que ver qué se entiende por literatura. Si nos deja de interesar su capacidad para expresarse, para conocer, para enriquecer el pensamiento, para ampliar el mundo sensorial…, si dejamos que no tenga futuro, significa que somos unos ignorantes y unos arrogantes y unos incapaces, por lo que no nos merecemos tenerla.

Autor: Isabel Verdú

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