Quiero Resucitar: «Una familia ante la crueldad del Alzheimer, una hija ante su padre»

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La periodista Ana Llovet ha escrito un emotivo y profundo libro, ‘Quiero resucitar’ (editorial San Pablo) en el que, a través de la crueldad del Alzheimer del padre, retrata una familia, la relación de una mujer con su padre, con su madre, la vida, la muerte, el dolor, el amor, las relaciones de pareja. Hablamos con la autora largo y sereno en una entrevista 10: 10 preguntas a partir de 10 pasajes del libro.

1) “El sufrimiento es tu amigo cuando pasa un tiempo, tomas distancia y eres capaz de elaborar el duelo. Y entonces puede ser que hayas crecido. Yo siento que me hice más madura. Siento que la enfermedad de mi padre nos ayudó a acercarnos el uno al otro. Que me ayudó a conocer a ese padre que yo siempre había sentido un tanto ajeno emocionalmente a pesar de ser una roca en la familia”.

Es un libro que me ha impresionado, Ana. Consciente o inconscientemente, lo veo muy ambicioso en ese retrato de una familia, de un padre, de una hija a través del padre. Siempre me han impactado las obras sobre cómo nos marcan los progenitores, desde ‘Mi padre y yo’ de Ackerley a ‘Ordesa’ de Manuel Vilas y ‘Tiempo de vida’ de Giralt Torrente; veo tu libro en esa línea. ¿Cómo nace?, ¿comienzas a escribirlo durante esos seis años de cuidados a tu padre, como una especie de terapia o liberación, o surge después, como una necesidad de explicación, de reconciliación, de luto, de balance?

El libro nace en el momento en que empiezo a detectar lo que yo llamo las despalabras del Alzheimer de mi padre. Ese lenguaje en descomposición, aparentemente ininteligible, que pobló su enfermedad y que puebla las vidas de los afectados por esta dolencia. En ese momento me doy cuenta de que él quiere expresarse y que debido a su deterioro lo hace como puede, con vocablos inventados, deformados, por lo que me decido a escucharle con oídos nuevos, libres de prejuicios, para intentar interpretar lo que nos quiere decir, para poder seguir comunicándome con él. Poco a poco fui apuntando esas despalabras con la intención, desde el principio, de darle voz a los enfermos de Alzheimer, de demostrarle al mundo que sienten, que su capacidad de comunicación existe a pesar de todo. Que necesitan que les consideremos “sujetos activos” y les escuchemos con el corazón abierto de par en par y con respeto porque el espíritu no padece Alzheimer.

Al principio la idea era centrarme exclusivamente en las despalabras que provocaba esta dolencia pero, según evolucionaba la escritura, se fue revelando lo que latía dentro de ella: nuestra relación como padre e hija. Iban naciendo recuerdos familiares, mis recuerdos de infancia y lo que mi padre había supuesto en mi vida. Pronto empezó un juego de espejos y en cada despalabra veía mi propio reflejo. Así que lo que había empezado siendo un libro testimonial sobre esta enfermedad se fue convirtiendo, siempre en el contexto del Alzheimer, en una confesión sobre mí misma y mis carencias emocionales, mis porqués como la hija menor, el verso suelto de una familia numerosa. También se convirtió en una reflexión sobre la vida, la muerte, la vejez, las relaciones familiares, la transcendencia… Aunque tenía algunas anotaciones hechas en vida de mi padre, no pude ponerme a escribir en serio hasta dos años después de su fallecimiento; simplemente me era imposible hacerlo en pleno luto. El hecho de empezar a escribir me ayudó mucho a elaborar esta pérdida y también a acabar de ordenar mi desorden interior.

2) “La enfermedad le ha sacado su lado vulnerable, del que todos sabíamos, a pesar de la armadura que solía lucir y que había construido para ser un patriarca sin fisuras, para llevar a toda la familia sobre sus hombros. Ahora muestra sin pudor alguno esta vulnerabilidad, que de puro reprimida hasta entonces a veces le sale a borbotones”. “Un saludo cariñoso entre mi padre y el abuelo consiste en, tras un fugaz beso, apretarse la mano el uno al otro hasta ver quién se rinde antes y reírse con ello. Como esos abrazos entre hombres, en que se dan muchas palmotadas en la espalda para evitar la verdadera y temida intimidad, la verdadera ternura”.

Como bien has dicho, este libro es más que un acercamiento a una enfermedad tan cruel como el Alzheimer, es un libro sobre la vida y la muerte, sobre la familia, sobre la relación padre/hija, madre/hija, y un retrato sobre esos hombres de una generación que no se han permitido ser tiernos y de ahí pueden partir tantas carencias emocionales… ¿Cómo son esos hombres como tu padre y tu abuelo, cómo han marcado nuestra sociedad?

Efectivamente, el libro es muchas cosas, entre ellas, hay un acercamiento a la generación de los niños que vivieron la Guerra Civil y crecieron en la Posguerra, esos que ahora tanto han sufrido en la crisis de la Covid-19. Hombres y mujeres obedientes, acostumbrados al sacrificio. Y, sobre todo, fieles a un modo de entender la vida en el que las madres son las que se encargan de la salud afectiva y emocional de sus hijos y los padres generalmente se parapetan en la figura de proveedores con escaso margen para la ternura.

Muchas veces escuché a mi padre decir: “los hijos son de las madres”. Esto primero les marcó negativamente a ellos mismos; ¡cuántos hombres se autoexcluyeron, se robaron a sí mismos la oportunidad de vivir de manera más cercana sus emociones, la ternura por los hijos, su propia vulnerabilidad emocional, algo que, en mi opinión, nos acaba haciendo grandes. Mi padre era un hombre amoroso y sensible a más no poder, pero bien adentro, bien guardado tras una coraza de la que escapaba a veces, principalmente a través de la música y del contacto con la naturaleza.

Estos hombres-coraza claro que han marcado nuestra sociedad: la vida empieza en los hogares y lo que hayamos vivido luego lo vamos a verter en la sociedad. La suma de todos y cada uno de nosotros conforma el espacio común. Cuántos hombres con miedo a la ternura, a demostrar sus sentimientos… Esto continúa, claro, aunque algo menos. Y marca, y mucho, las relaciones, las familias, la sociedad en la que vivimos, en la que hay tanto miedo a la verdadera entrega, a la ternura.

3) “¡Mamá!, resuena de nuevo en la noche… Meses más adelante, en la fase más crítica, ese mamá o ese papá se convierten en los grandes gritos desesperados de quien busca urgentemente a alguien. A ese alguien que nos trajo al mundo, que nos cuidó, que nos dio (o no) esa seguridad primigenia, ese amor incondicional. (…) Ese grito que todos proferimos cuando nos sentimos en auténtico peligro… ¡Mamá!”.

La figura de la madre, tan importante para todos, también para ti, Ana. La figura de la cuidadora. ¿Qué ha opinado tu madre de este libro?, ¿qué te ha dicho?

Tengo que admitir que en el proceso de escritura y publicación del libro sentí cierto pudor y miedo. Me preocupaba mucho que a mi madre, a mis hermanos, a mis tíos paternos les incomodasen mis confesiones. Ahora he comprendido que el permiso me lo tenía que dar yo a mí misma para contarle al mundo mi historia. Era esa voz interior exigente y censora que todos tenemos dentro en mayor o menor medida la que a veces me ponía la zancadilla. El libro ha sido un desafío a esa voz, a mí misma, al miedo a mostrarme, un sentimiento que colisionaba en todo momento con el firme deseo de abrirme, de contar esta historia y de publicarla: dos fuerzas contrapuestas entre las que me he debatido, aunque, la verdad, siempre teniendo muy claro que el deseo de alzar la voz con honestidad y de narrar era superior al pudor.

Esta historia no la podía contar de otra manera más que abriéndome en canal. No podía, no quería hacer una novela, disfrazarlo de autoficción. Siempre supe que iba a ser un libro testimonial, una confesión, en realidad, como ya he dicho. Un canto al amor, a la compasión ante la decadencia y muerte de mi padre desde lo más hondo de mi corazón.

La reacción de mi madre, que ahora tiene 90 años, no ha podido ser más maravillosa. Lee y relee el libro y siempre llora, pero le gusta. Llegó a decirme que es el regalo más bonito que le han hecho en su vida, lo cual me dejó sin palabras. Ella es una fuerza de la naturaleza, optimista, muy sensible. Ella es una narradora oral nata y le encanta ver la historia de nuestra familia contada en el contexto de la enfermedad de mi padre, su marido, al que tanto quiso y por quien tanto sufrió los últimos años. Mis hermanos y los hermanos de mi padre también han tenido una reacción muy positiva, muy generosa. Soy consciente de que me desnudo y digo en alto cosas de mí misma y de mi padre que no se esperaban de mí pero lo aceptan. Me siento muy agradecida. Me siento afortunada de venir de una familia así.

4) “Sí, a veces, estoy tan harta y agotada de lidiar con esta enfermedad que respondo de mala gana para que mi padre me deje en paz. Especialmente durante sus dos últimos años de vida resulta muy difícil estar con él. Porque la comunicación cuesta, porque se hace todo encima y a veces grita y te despierta en mitad del sueño como un alma en pena en su vagar sonámbulo. Porque me asusta. Porque no puedo aguantar la pena de verle así ni un día más. Porque me hace sentir vergüenza y culpabilidad desear que se vaya, que deje este mundo, que va a estar mejor y yo, nosotros, también”.

Es un libro muy valiente, Ana, en él te desnudas, te confiesas, te analizas y sacas mucho de ti. Un autorretrato a través de la enfermedad de tu padre. ¿Te ha hecho daño escribirlo, te ha hecho bien?

Daño ninguno, al contrario. Me resulta un alivio enorme sentir el permiso de mostrarme ante el mundo como soy. En el libro no está mi vida entera, por supuesto, pero sí hay mucho de las inseguridades que me han condicionado, de mis miedos. Su publicación puede que haya supuesto una suerte de salida del armario ante algunas personas que me conocen, pero no ante mí misma.

Mi primera terapia la comencé hace ya 20 años (duró un lustro y después he seguido en ese proceso de autoconocimiento de una u otra manera), y mucho de lo que cuento ya lo tenía más que claro. De hecho, el proceso de acercamiento a mi padre comienza como consecuencia de aquella primera terapia, pero con su enfermedad se aceleró, se acentuó. Pero sí es cierto que la escritura ayuda a ordenar y que en el proceso creativo se producen revelaciones, momentos de lucidez que descorren velos donde pensabas que ya lo tenías todo asumido. En cualquier caso, siempre he tenido claro que la comunicación con uno mismo pasa por el otro. Por la expresión. Nunca he escrito nada para que se quedara en un cajón, sino para ofrecérselo al mundo, provocara lo que tuviera que provocar y eso me viniera de vuelta. Por otro lado, sin honestidad, sin entrega y autenticidad no hay verdadera comunicación, tampoco compasión. Cuando te abres, cuando te compartes es cuando llegas al otro y cuando éste puede sentirse conmovido, tocado, algo que luego revierte en ti. La rueda de la vida.

5) “Se trata de una lucha contra una misma, contra el rechazo, contra el miedo, contra el asco, contra los prejuicios que producen la vejez y esta enfermedad. También ocurre una debacle en nuestra familia, como en todas, supongo, en las que alguno de sus miembros sufre una dolencia así. Toca remangarse, arrimar el hombro, remar, organizarse…”. “Entiendo a quien decida llevar al enfermo a una residencia, entiendo a quien prefiera asumir su cuidado en casa. Elijamos lo que elijamos nos llevará a nuestro límite, parecerá erróneo a veces y otras creeremos que se tratará de lo mejor que habríamos podido hacer. No hay repuestas correctas (…) Cuidar no es fácil, la mochila del Alzheimer la lleva el cuidador sobre sus espaldas. Es una enfermedad ‘triturafamilias’ porque pone a todos y cada uno de sus miembros en jaque. Nadie te enseña a manejar la situación, nadie te dice que tienes que poner límites, que es una carrera de fondo larga y que tienes que reservar fuerzas para poder llegar al final en buenas condiciones. Que si no te cuidas mientras cuidas, el precipicio te espera a la vuelta de la esquina y caerás por él tarde o temprano”.

‘Quiero resucitar’ resulta también muy interesante como retrato de una familia frente al reto de seis años de tan terrible enfermedad, algo en lo que tantos pueden verse reflejados. Un episodio vital que puede descomponer una familia… ¿Cómo es el balance de esos seis años, ahora ya vistos en la distancia? ¿Cómo ves a tu familia, más unida, más dolida, con agravios escondidos o no?

A veces miro hacia atrás y me parece todo un sueño. Me parece increíble que pasáramos esos años extenuantes entregados al cuidado de nuestro padre. No todo fue una pesadilla, sin embargo. Con mi padre hubo muchos momentos dulces, de ternura, de comunión plena. Incluso hubo ratos para la risa, con mis hermanos y mi madre, de acercamiento por todas las partes. Por supuesto que algo así pone en jaque a quien lo viva, nos puso en jaque, pero tengo que decir que mis tres hermanos y mi hermana dieron lo mejor de sí. Nadie hizo más que nadie, nos enfrentamos a la situación codo con codo, sin escatimar aportaciones económicas, tiempo, apoyo… Claro que hubo algunas tensiones, ajustes emocionales, discusiones, pero básicamente estuvimos de acuerdo en casi todo y tuvimos claro que estábamos todos a una.

6) “A pesar de todo lo que quiero a mi padre, a pesar de todo lo que nos hemos acercado en los últimos años y especialmente con su enfermedad, para mí es un alivio no tener que someter a mi nueva pareja a su opinión. A sus ojos, pienso, quizás mi chico no sería muy apropiado: es bastante más joven que yo, me digo, tiene un trabajo poco estable, va vestido con cierto desaliño, está muy delgado y resulta tímido en los primeros encuentros”. “Me parece un sacrilegio, una deslealtad hacia mi padre pensar eso, que qué bien que no se entere de nada y que ya no pueda juzgarme, me digo”.

Relatas cómo tu padre fue marcando los novios que tenías, cómo la figura del padre puede determinar la relación de una mujer con sus novios/maridos…

Sí, claro, es evidente que la relación con los padres marca cómo nos relacionamos en la intimidad con los otros. Esta pregunta conecta con una anterior sobre los hombres-coraza, y en mi caso creo que me influyó mucho sentir que no tenía un verdadero acceso directo a mi padre, sentirle como alguien distante y retraído, y que eso me llevó a involucrarme en relaciones difíciles, en ocasiones tóxicas. Al final, tras mucho trabajo personal y el despertar espiritual, tuve la revelación de que en realidad yo, durante toda mi historia amorosa, no había querido una pareja con la que construir una vida en común, sino que buscaba hombres imposibles, con los que nunca iba a poder crear nada sólido, real ni verdaderamente íntimo para así reproducir mis frustraciones de infancia. Esto es algo que creo que nos ha pasado a muchas personas, especialmente mujeres, en nuestra vida sentimental. Por suerte eso lo fui sanando y ahora disfruto de una relación plena con mi marido, el novio del que hablo en el libro. A mi padre también le percibía como un juez, y el hecho de que con la edad y luego la enfermedad él relajara un poco su carácter me hizo a mí relajarme también y sentí más permiso para ser quien soy.

7) “Papá, no te preocupes, le suelto de sopetón. Paro el coche en doble fila y así, sin pensarlo mucho, le digo que puede irse: “Vamos a estar bien, puedes marcharte, ya has hecho mucho por nosotros, descansa”. Las palabras me salen sin filtro, sin autocensura. Me parece algo irreverente hablarle así, hacerle saber que por mi parte tiene permiso para morirse, pero al tiempo lo siento como algo necesario. Lo expreso en alto, mirándole a los ojos, con el deseo de que me entienda. En todo este tiempo nunca pierdo de vista que lo mejor es que finalmente mi padre encuentre el camino para irse, sin eufemismos”.

Y sale el tema que muchos evitan: la eutanasia. Lo abordas de una forma que puede sonar hasta dura. ¿Por qué cuesta tanto aceptarla, por la religión católica que tanto nos pesa y marca?

Mi padre siempre decía, medio en broma medio en serio, que si le veíamos perder la razón como él vio a su padre (puesto que mi abuelo también sufrió esta demencia), le diéramos una “pastillita de cianuro”. “Y ya”, apostillaba. Obviamente, no lo hicimos, pero sí teníamos claro que queríamos que sus últimos días fueran en casa, rodeado de nosotros y no atado a un respirador en un hospital y con alimentación nasográstrica. Así se lo hicimos saber a la jefa de servicio de medicina interna del Clínico en el único ingreso hospitalario de nuestro padre. Ella lo respetó totalmente sin hacer preguntas ni intentar convencernos de nada, cosa que le agradezco en el alma. Solo nos puso la condición de que quería ver a nuestro padre comer una cucharada de algo que le diéramos, un yogur, un poco de puré. Cuando lo comprobó con sus propios ojos, le dio el alta de inmediato y él falleció a las tres semanas en su cama.

Por todo ello, me parece importante hacer un testamento vital y que se respete la voluntad del que lo firma. Es fundamental regular bien todo esto y no parece nada productivo ni serio sacar a relucir términos demagógicos como “solución final”. De todos modos, en el pasaje al que te refieres, cuando todavía no se había declarado el aneurisma inoperable que finalmente fue la causa del fallecimiento de mi padre, yo lo que hago es que le doy permiso para irse. Mi padre adoraba a su familia, era como un árbol enorme que nos cobijaba bajo sus ramas. Con mis palabras intenté liberarle de esa carga, especialmente en lo tocante a mí misma, que era quien más le preocupaba.

8) “El ‘¡Quiero resucitar!’ de mi padre me causa una honda impresión. ¿Quién no ha deseado alguna vez ‘resucitar’ a una vida mejor en su propia vida, a un yo más sano y feliz? ¿Recoger los añicos de su alma y restaurarlos libres de dolor?”.

Cuántas veces nos sucede esto y cuántas vueltas damos para engañarnos, ¿no?

Nuestra vida es una sucesión de muerte y resurrección constante. Morir es necesario para dejar paso a un nuevo yo, más sano y consciente. Morir a nuestras obsesiones, a nuestras neurosis, a nuestras ansiedades, complejos, a nuestros malos momentos… Para luego resucitar, entendido como un renacer de las propias cenizas a una nueva vida de amor con mayúsculas (y no hablo necesariamente de enamorarse ni tener pareja). Una existencia en la que el dolor no hace presa de nosotros y encontramos el sentido de nuestra vida, que para mí pasa por el servicio a los otros. La vida eterna de la que hablan las religiones para mí es siempre ahora, el momento presente libre de angustias.

9) “Mi padre creía en la trascendencia de la vida. Yo también creo. En la manifestación de Dios –por llamarlo con un vocablo reconocible- en la bondad, en la belleza, en la música, en la lluvia, en el aliento de cada ser vivo. Dios no como ser superior, sino entendido como la esencia creadora que portamos todos dentro de nuestros corazones, una fuerza positiva que nos lleva a superarnos, a ser solidarios, a vivir sin miedo, a amar”.

Te declaras no religiosa, pero sí espiritual. ¿Vienen muchas angustias y ansiedades de nuestra sociedad por ese alejamiento de lo espiritual?

La espiritualidad es vivir despiertos, como siempre señala mi admirado Anthony de Mello, jesuita, psicólogo y autor de origen indio, a quien cito en el libro. Es la luz sobre la oscuridad, reconocer la fuente inagotable de dicha que está ahí para nosotros. Es estar arraigados en el presente, sin las ataduras de un pasado culpabilizante ni las angustias ante un futuro incierto. Así de mal me sentí yo años y años, algo agotador. La espiritualidad para mí no tiene nada que ver con los preceptos que marca la religión, que por otra parte, por lo menos en mi caso con el cristianismo, me aportó un rico marco de referencia al que he acudido en muchos momentos de mi vida para desbrozar el caos. Me encanta leer los Evangelios, los Salmos, las obras de San Juan de la Cruz y de tantos otros místicos occidentales y orientales y atisbar el significado profundo que encierran, que es enorme, grandioso, liberador. Son mensajes de confianza en la vida, mensajes de amor. El rechazo que les produce la religión a muchas personas les suele alejar de la espiritualidad y eso, bajo mi punto de vista, es una verdadera pena; más que eso, supone un empobrecimiento enorme como sociedad. Espiritualidad y confianza en la vida, felicidad, van de la mano.

10) “El Alzheimer es cruel. Ni siquiera le da la oportunidad al enfermo de luchar contra él, porque la capacidad de lucha radica en el poder de nuestra voluntad y nuestra mente. En él esta no es más que una ciénaga de la que surgen recuerdos inconexos, angustia de no saber dónde se encuentra uno. (…) No es una enfermedad heroica”. “A veces, el enfermo, los que le rodeamos, nos vemos un poco presionados por el ‘qué dirán’ del entorno. ¿Estaremos luchando lo suficiente?¿Le estaremos ‘plantando cara’ a la enfermedad? Ante las dolencias graves se ha creado una especie de moral de la lucha, de la resiliencia, que a veces resulta algo despiadada. ¿Qué pasa, que si no te superas es que no te ganas tu curación? ¿Qué si no ‘luchas’ te estás dejando llevar por la enfermedad? ¿Acaso eres un débil si la enfermedad puede finalmente contigo? ¿Un perdedor? (…) Lo último que le hace falta a una persona con una grave enfermedad y a sus familiares es que para mayor desgracia aparezca un ‘Pepito Grillo’ que les haga sentirse culpables por caer enfermos y estar tristes por ello. (…) A veces se lucha y sencillamente uno no sana, se muere, nos morimos. A veces, simple y llanamente, no se puede luchar”.

Dejas así claro que este no es un libro de autoayuda. ¡Cuánto daño esos mantras de ‘tú puedes’, ‘si de verdad lo quieres, lo conseguirás’ que se empeñan en cargarnos la responsabilidad si no triunfamos en la vida, no sacamos adelante una empresa, no vencemos una enfermedad, ¿no? Es la sociedad liberal, individualista, insolidaria, que se lava las manos de los ‘fracasos’…

Gracias por decir que no es un libro de autoayuda, porque no lo es. Muchos podrán verse reflejados. Podrán encontrar cierta orientación, pero nunca una guía de actuación ni mensajes de salvación. Es cierto que una actitud alegre ayuda mucho, de hecho, la manera con que elijamos enfrentarnos a los avatares de la vida marcará en gran medida cómo nos afecten. Pero la moral de la lucha y el pensamiento positivo a las que tanto se acude ahora a veces resultan un poco despiadadas. He vivido lo suficiente para ver enfermos que se enfrentaron con optimismo y ganas a sus dolencias y que se quedaron en el camino.

Por otro lado, el libro también habla de encontrar la oportunidad de crecimiento, de transformación, de resurrección en situaciones donde parece que en principio no puede haber nada bueno. El sufrimiento es tu amigo, como tantas veces he escuchado y yo misma escribo, porque si lo miras de frente, lo reconoces y lo acoges, seguramente vas a extraer de él sabiduría. Pero primero hay que vivirlo y no alejarlo de nosotros con sonrisas impostadas. Solo reconociendo nuestros miedos podremos sanar, crecer. Conmigo no va eso de meter el dolor debajo de la alfombra y refugiarme en un positivismo forzado. Como esa poderosa imagen de la ópera Pagliacci, en que el protagonista llora con la sonrisa pintada en la cara, como una máscara que lo apresa. La tristeza es necesaria. Luego, una vez que hayamos abrazado lo que nos hace sufrir, hayamos escuchado lo que el dolor nos tiene que contar, dejémoslo ir y construyamos a partir de ahí, vivamos con alegría, resucitemos.

Autor: Rafa Ruiz

Leer más en: El Asombario

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