De Elsie de Wolfe, que murió en 1950 con 90 años, se suele decir que fue la primera interiorista de la historia, porque antes no estaba tipificada esa figura. Quien tenía dinero, y herencia familiar, seguramente había acumulado a lo largo de generaciones unos cuantos «muebles buenos» que se exhibían sin mucha planificación y con orden jerárquico (cuánto más valioso, más visible), y quien no lo tenía, hacía lo que podía con la tradición y la artesanía de su zona.
Viendo algunos de sus trabajos más famosos, casi podría añadirse que De Wolfe fue también la precursora de la discutida estética millenial. Al fin y al cabo, ella se puso a hacer antes que nadie chalk painting para dar aspecto envejecido a muebles nuevos, ella colocó muebles de mimbre y de exterior en los interiores del Colony Club, el famoso centro solo para mujeres de se inauguró en 1907, y en general era partidaria de lo ligero y de la mezcla controlada, de la chinnoiserie y las celosías.
De Wolfe vivió durante cuatro décadas en lo que entonces se conocía como «un matrimonio de Boston», es decir, una relación estable y pública entre dos mujeres casi siempre de clase alta, con Elizabeth Marbury, una poderosa agente teatral –también ella tipificó esa profesión– que tenía en cartera a Oscar Wilde y George Bernard Shaw, produjo la primera obra de Cole Porter y tuvo un papel instrumental en establecer el sistema de Broadway. A su alrededor, germinó una formidable pandilla de herederas con intereses en las artes de la que formaban parte Anne Morgan, hija de J.P. Morgan, y Ann Vanderbilt.
Las casas del «matrimonio de Boston»
Las dos casas que compartieron ambas en Nueva York eran famosas por los salones abiertos que celebraban cada domingo, a los que acudían todo tipo de artistas, muchos de ellos de paso por Nueva York. A Marbury le gustaba decir que eran una «Ellis Island glorificada», en referencia a la isla neoyorquina por la que tenían que pasar los inmigrantes a su llegada en barco.
La primera, en la que se instalaron en 1892, situada en Irving Place con la calle East 17, sirvió a Wolfe para ensayar el estilo decorativo con el que después haría fortuna. Al llegar, hizo arrancar los paneles de madera oscura y los papeles de pared y los sustituyó por paredes lisas pintadas en colores claros. Arrancó las cortinas de terciopelo, quitó el alfombrado y la moqueta y en general sustituyó todo lo que era pesado por piezas mucho más delicadas. «Creo en el optimismo y en la pintura blanca, en las sillas cómodas con lámparas al lado, en el fuego encendido en la chimenea y en las flores allá donde pertenezcan, en los espejos y en la luz del sol en todas las habitaciones», escribió en su libro más famoso.
Como el cliente y amigo de su novia, Oscar Wilde, De Wolfe también sentía que los espacios feos eran casi una ofensa personal contra ella. Solía decir que uno de sus primeros recuerdos infantiles era de la vez que su madre redecoró el salón en unos colores que le parecieron aberrantes. La pequeña Elsie sintió «algo terrible, que cortaba como un cuchillo», según recogió su biógrafa Jane S. Smith.
La reina Victoria, «una señora pequeña llena de joyas»
Su padre era médico y la familia tenía más estatus que dinero contante. Aun así, enviaron a Elsie ya de adolescente a Europa con unos familiares a completar su finishing, como se llamaba al ligero barniz educativo que se daba a las chicas de buena familia antes de sacarlas al mercado del matrimonio. No había mejor finishing que asistir a la temporada de bailes de puesta de largo y presentarse ante la reina Victoria, algo que también hizo. Del acontecimiento, solo recordaría a una «señora pequeña llena de joyas».
A su vuelta a Nueva York, De Wolfe, que no tenía una belleza canónica en la época, empezó a tontear con el teatro. Un crítico dijo de ella que «destacaba en el peculiar arte de llevar bien la ropa buena», algo que probablemente se tomó como un cumplido. Durante los años que duró su carrera como actriz, se convirtió en una especie de influencer por adelantado: viajaba cada verano a Francia a escoger su ropa para la siguiente temporada y las mujeres del público, que la tenían calada por su estilo particular, le copiaban los trajes. Aprovechaba sus viajes a Europa para visitar casas y comprar muebles. Ya entonces definía su estilo por oposición a lo que se llevaba entonces, la pesadez victoriana. De Wolfe sentía afinidad por las piezas del siglo XVIII, que habían caído en desuso. Aunque lo suyo no era tanto un estilo como «una sensación de cómo debía funcionar una casa», de nuevo según su biógrafa. «Una síntesis de confort, practicidad y tradición que resultó ser justo lo que se anhelaba en el siglo que empezaba».
Tras una década en el teatro, se decidió a capitalizar su talento para la decoración. Gracias a sus contactos, no tardó en recibir un encargo potente. Marbury y Ann Morgan eran dos de las socias fundadoras del Colony Club, el que debía ser el primer club social montado por mujeres para mujeres. El New York Times lo definió como una «comunidad de intereses alineados para el mutuo beneficio social artístico, mental y físico».
La revolución social y decorativa del Colony Club
El edificio, que se iba a construir desde cero, se le encargó a Stanford White, un arquitecto fundamental en la llamada Edad de Oro de Nueva York. White ideó una fachada de estilo revival colonial, como imitando las casas del siglo XVIII de los colonos británicos. Muchas de las socias desconfiaban de que una mujer pudiese abordar el trabajo de decorar un espacio tan grande, que debía incluir una piscina, baño turco, biblioteca, habitaciones para socias y la sala de jugar a cartas, pero al parecer White la defendió: «Dádselo a Elsie y dejad a la chica tranquila. Ella sabe más que todos nosotros».
Cuando por fin se inauguró en 1905, las mujeres poderosas de Nueva York y sus intrigados maridos no hablaban de otra cosa que del aspecto del Colony, al que los hombres solo podían acudir como invitados y quedándose en la llamada «sala de los extraños». En oposición al aspecto cavernoso de los clubes masculinos, que copiaban la estética de los londinenses, De Wolfe había ideado una especie de estilo boudoiresco, una fantasía de la feminidad. Utilizó metros y metros de chintz, los tejidos de algodón con estampados de flores pequeñas, y toile de jouy, colores suaves y muebles de patas finas. El lugar que lo resumía todo era la sala de té principal, que fue copiada después por miles de hoteles, restaurantes y casas particulares. Estaba diseñada para que pareciese un pabellón en un jardín, casi como un trampantojo, con una fuente en el centro, sillas de mimbre y celosías verdes en las paredes, un bucólico pastiche versallesco insertado en la cuadrícula de Manhattan.
Después de aquello, le llovieron encargos para decorar las casas de los ricos que querían demostrar cierto refinamiento. Marbury y De Wolfe se compraron un clásico brownstone neoyorquino en Sutton Place y se hicieron, por 12.000 dólares, con la Villa Trianon de Versalles, la residencia que Luis XV ideó como un descanso del propio palacio, y que estaba hecha una ruina. Renovarla y decorarla (con ideas entonces excéntricas como usar tela de los veleros venecianos, en rojo anaranjado, para las paredes o colocar sillas equipales, típicas de México, en la terraza) se convirtió en el proyecto de su vida. Encontraría la manera de financiarlo cuando conoció a Henry Clay Flick, el magnate del acero, varias veces multimillonario y coleccionista de arte que contaba entre su catálogo con obras de Vermeer, Goya, Velázquez, Veronese, Tiziano, Rembrandt y una decena y media más de grandes maestros.
Tras vivir una temporada en un palacio en el valle del Loira, Frick quiso construirse en Nueva York una casa “pequeña con mucho aire”. Compró la manzana que hay en la Quinta Avenida entre las calles 70 y 71, demolió la biblioteca que se levantaba allí –se ofreció a pagar su traslado pieza a pieza a otro solar pero la idea no cuajó– y se dispuso a construir lo que es ahora el museo que alberga la colección Frick, pero que entonces debía ser la casa de su familia. El magnate encargó la planta principal, que incluía la galería de arte, a Sir Charles Allom, el decorador británico que acababa de encargarse de refrescar el Palacio de Buckingham para su amigo y compañero de regatas Jorge V. Pero para las 14 habitaciones que tenía que ocupar la familia en la segunda planta, recurrió a De Wolfe.
Un día en París, Flick quería ir a jugar a golf, pero la decoradora arrastró al millonario a visitar una colección de arte que había pertenecido a sir Richard Wallace. En media hora, compraron pinturas, esculturas, tapices y objetos de arte, y de todo ello Elsie se llevó un 10% de comisión. Ella misma, incrédula, lo explicó así en sus memorias: «Me di cuenta de que en media hora me había convertido en algo equivalente a una mujer rica. Me sorprendió la revelación de que un hombre de negocios tan astuto y tan frío como Mr. Frick podía gastar una fortuna con tanta despreocupación solo para mantener una cita de golf». Frick la contrató en exclusiva durante un par de años, para asegurarse de que todo lo mejor iría para él y no para otros clientes, lo que la convirtió en 1913 en una de las profesionales –de cualquier sector– mejor pagadas de Estados Unidos.
Snob, elitista y con aspiraciones democráticas
Para entonces, De Wolfe ya era razonablemente famosa. Había empezado a escribir columnas sobre decoración para la revista The Delineator y había publicado un compendio de ellas en un libro que se convertiría en un éxito, The House in Good Taste (La casa con buen gusto), que Rizzoli reimprimió en 2004. En el prólogo, la interiorista establecía su idea de la decoración casi como un asunto moral: «Quizá estemos hablando del tiempo, pero estamos mirando a los muebles. Atribuimos cualidades vulgares a aquellos que se contentan con vivir en sitios feos. Dotamos de refinamiento y encanto a la persona que nos da la bienvenida a una habitación deliciosa, donde los colores se complementan y las proporciones son tan perfectas como las de un cuadro».
De Wolfe era una snob con limitaciones. Se dice que cuando vio el Partenón de Atenas exclamó: «Oh, es beige, mi color». Su filosofía era una mezcla a veces difícil de procesar de elitismo y aspiraciones democráticas. Al contrario que otras tiranas del buen gusto, De Wolfe creía que cualquiera podía adquirirlo, «igual que los buenos modales. Y el buen gusto es tan necesario como las buenas maneras», escribió. Solo hacía falta saber reconocer «lo apropiado, lo simple y la proporción».
Detestaba los comedores, que consideraba «la habitación más deprimente de la casa», abogaba por montar los salones de manera que condujesen a la conversación. A veces recordaba que se dirigía a las lectoras de una revista popular y les recomendaba no gastarse demasiado en un piso de alquiler, y a ratos se le olvidaba por completo y aconsejaba, en un piso de dos habitaciones, convertir uno de los dormitorios en un vestidor, sin calcular que era bien posible que vivieran bajo el mismo techo ocho 10 personas de tres generaciones.
Primera Guerra Mundial, dinero y el arte del buen vivir
Durante la Primera Guerra Mundial, Marbury y De Wolfe cedieron el Trianon para que se convirtiese en un hospital de campaña. Ambas estaban involucradas en la lucha por el sufragio femenino, que se hizo realidad en 1920. Tras la guerra, sin embargo, la pareja fue distanciándose política y literalmente. Marbury se quedó en Nueva York y se convirtió en agente activa dentro del Partido Demócrata, mientras que De Wolfe empezó a pasar más tiempo en Francia, refinando el arte de dar fiestas, con invitados como Coco Chanel, Douglas Fairbanks y la inefable Wallis Simpson, que siempre aparece en medio de este tipo de biografías en cuanto se invoca el dinero y el buen vivir. «Elsie mezcla a la gente como si fuera un cóctel y el resultado es pura genialidad», dijo de su amiga.
Con 60 años cumplidos, en 1926, la decoradora sorprendió a su círculo casándose con Sir Charles Mendl, el encargado de prensa en la embajada británica en París. En su biografía, lo llaman un «matrimonio de razón». «Él era encantador y ella era rica, compartían el mismo entusiasmo por la gente, las fiestas y el arte de vivir bien». Del intercambio, De Wolfe sacaba algo que no se podía comprar en una subasta. Mendl no tenía dinero pero sí el título de Lord, lo que la convertía en Lady Mendl, y a la anciana esteta le perdía la posibilidad de firmar así sus cartas.
Ética y estética del fascismo
Estar casada con un inglés no le evitó caer fascinada por la estética del fascismo. En 1933 comentó que «solo Mussolini y Jesucristo podían montar un espectáculo así» y se dejó fotografiar haciendo el saludo fascista. Cuando los nazis invadieron Francia, el matrimonio no encontró el fascismo tan habitable y se refugió en California. Elsie compró una mansión en Beverly Hills que llamó After All, «después de todo», un latiguillo que usaba mucho y que fue también el título de sus memorias.
En una ocasión movió cielo y tierra para rescatar un taburete que había pertenecido a María Antonieta y se lo hizo llevar a California. Cuando llegó, se dedicó a llevarlo de habitación en habitación y a sacarlo a tomar el sol para que el taburete se recuperara del viaje y de los horrores de la guerra.
Su ex, Elizabeth Marbury no vivió para ver todo eso, ya que falleció en 1933. Tambíen había dedicado sus últimas décadas a ser anfitriona de fiestas legendarias en su casa de Maine llamada Lakeside Farm. Antes de fallecer, dejó dicho que la propiedad debía convertirse en una casa para mujeres trabajadoras, pero los cercanos a ella desoyeron sus deseos. Una de sus amigas, Elizabeth Arden, la convirtió en cambio en un spa de lujo. Elsie falleció en 1950 en Villa Trianon, su obra más perfecta. Y Lord Mendl, que llegó a tener un programa de televisión llamado The Charles Mendl Show, pero subsistía gracias a la generosa pensión de su mujer, vivió hasta 1958, en las vísperas de un mundo muy distinto.