John Lennon: érase una vez… en Los Ángeles

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Cuando Phil Spector grababa en Inglaterra, llevaba siempre consigo un guardaespaldas. En ocasiones, dos. Cuando lo hacía en Estados Unidos, a los guardaespaldas los acompañaba una pistola que les colgaba del cinto, como en las películas. Spector era un peliculero, y probablemente eso era lo que más le gustaba a John Lennon. En 1973, Lennon podría haber grabado con quien quisiera y donde quisiera, pero eligió repetir con el productor de «Imagine» y no le importó viajar hasta Los Ángeles junto a May Pang para visitar su casa, grabar en su estudio de confianza y comenzar lo que serían meses de alcohol, drogas y peleas enloquecidas.

Spector, decía, tenía la costumbre de sacar su pistola y apuntar al infinito en medio de una grabación. A veces, incluso disparaba. Llegaba vestido de karateca o de cowboy o de lo que le apeteciera ese día, colocado por completo de nitrito de amilo, y se quedaba en silencio. Ahí tenía a algunos de los mejores músicos del país preparados para acompañar a Lennon en su disco de versiones de rock and roll, pero para Spector eran poco más que extras en su superproducción. Les hacía repetir una misma parte horas y horas, hasta que su propio colocón cruzaba el cristal y aquellos hombres sacaban sus botellas, sus cigarrillos y su cocaína y la sesión se convertía en una fiesta.

Entonces, Spector repetía de nuevo: «Otra vez» y todos se desesperaban. De vez en cuando, aparecía Warren Beatty a ver qué estaba pasando. O Joni Mitchell. O, muy a menudo, Harry Nilsson. Lennon admiraba mucho a Nilsson, pero Spector no tanto. Spector se enfadaba si venía mucha gente a su santuario sin su permiso. Se enfadaba a veces y a veces no; en eso era como con la pistola. Una noche, desquiciado, incapaz de quitarse de la cabeza el proceso de divorcio de su mujer Ronnie —lo acusaba de violencia y maltrato— sacó el revólver y disparó al techo del estudio en Record Plant.

La bala pasó silbando junto a John Lennon, que en ese momento charlaba tranquilamente con su amigo Mal Evans. «Phil —le dijo Lennon después de un par de segundos de silencio—, si quieres matarme, mátame, pero no me dejes sordo, necesito los oídos». En esas sesiones, ya digo, se bebía mucho. Demasiado, en ocasiones. Especialmente si a Nilsson se le unía Keith Moon…, y más aún si a Keith Moon se le unían Cher o el propio Ringo Starr de visita nostálgica.

Una noche, Lennon acabó tan borracho que Spector le tuvo que llevar en coche a casa y atarlo en la cama junto a su guardaespaldas. John repartía patadas y puñetazos completamente fuera de sí mientras prometía matarlos, y ellos buscaban cualquier cosa que sirviera como cuerda. Era una casa alquilada a un amigo, la misma en la que, se decía, Marilyn Monroe se citaba con los hermanos Kennedy. May Pang esperaba en el sofá y oía a su jefe y amante gritar como un loco. Luego, el silencio. Finalmente, los pasos de Spector y su amigo bajando por la escalera. «Lo hemos atado», dijo Phil, sonriente y de sorprendente buen humor. «¿Y qué se supone que tengo que hacer si se desata? ¿Llamo a la policía?». «Ni se te ocurra… Llama mejor a Tony King. Por cierto, ¿no te ha parecido una sesión maravillosa?».

At The Troubadour

Tony King era el gerente de Apple Records en Los Ángeles, es decir, el encargado de recoger del suelo a John o a Ringo cada vez que necesitaban que alguien los levantara. King era a la vez amigo de mucha gente, por ejemplo, de Elton John, el joven británico cuyos éxitos en Estados Unidos recordaban los de los Beatles diez años antes. A George Harrison nunca le gustó Elton John. Tampoco le gustaba David Bowie. Sin embargo, John Lennon se llevaba muy bien con los dos, aunque con uno más que con el otro.

Si bien Lennon había nacido siete años antes que él, Elton siempre hizo de hermano mayor en la relación. El hombre que calmaba la pulsión autodestructiva del genio de Liverpool. A Elton le gustaba divertirse, pero no era agresivo. Lennon, sí. Lennon cuando bebía podía enfrentarse a cualquiera. Que se lo pregunten a Bob Wooler, el disc jockey de The Cavern. Cuando Paul McCartney celebró su vigésimo primer cumpleaños, Wooler aprovechó para acercarse a John y vacilarle por su relación con Brian Epstein. «¿Qué pasó con Brian en Barcelona, John? Venga, cuéntanoslo, si todo el mundo lo sabe…», y Lennon le golpeó hasta dejarlo inconsciente. «Pensé que lo había matado. Podría haberlo matado», diría posteriormente.

Efectivamente, Lennon, borracho, era capaz de cualquier cosa, y su estancia en Los Ángeles fue una sucesión de borracheras y arrepentimientos. «The lost weekend», lo llamó, en referencia a la película de Billy Wilder protagonizada por Ray Milland y Jane Wyman. Lennon podía ir al Troubadour a ver a Ann Peebles cantar y aparecer con una Kotex pegada a modo de visera y pasarse el recital gritando obscenidades. Cuenta la leyenda que, cuando fue una camarera a servirle otro brandi alexander, Lennon le preguntó: «¿Sabes quién soy?», y ella le dijo: «Sí, un idiota con una compresa en la frente».

Por supuesto, a John lo echaron, o le invitaron a irse, pero a los pocos días volvió. Era una gala en homenaje a Dick y a Tommy, los Smothers Brothers. Los Smothers Brothers habían sido leyendas en los años sesenta gracias a un programa de televisión en el que presentaban, cantaban, entrevistaban y se reían de cualquiera que se animara a acompañarlos esa noche. Entre sus guionistas estaban Steve Martin y Rob Reiner. Entre sus invitados, la flor y nata de los últimos sesenta, incluido Pete Townshend, que decidió destrozar su guitarra cuando fue a actuar con los Who en 1968.

Lennon no conocía a ninguno de los dos hermanos, pero le caían bien. Eran divertidos y estaban en decadencia. Como él. En 1969, coincidiendo con la llegada de Nixon al poder y el recrudecimiento de la guerra de Vietnam, este tipo de programas empezaron a estar bajo sospecha. Desaparecieron de la televisión y se pasaron cuatro años anunciando «regresos» que consistían en un recital o dos y la vuelta al olvido.

La gala del Troubadour estaba llamada a ser algo así como una última oportunidad. Lennon acudió sin compresa en la frente, pero con Harry Nilsson…, y Nilsson era peor que cualquier accesorio que uno pudiera imaginarse. Se emborracharon como piojos y se dedicaron a insultar a las estrellas desde el primer momento. El público les mandaba callar y ellos seguían y seguían mientras Dick y Tommy tragaban saliva y se imaginaban cómo serían otros cuatro años en el limbo.

Era la segunda vez que esto pasaba y una invitación a marcharse no iba a ser suficiente. Peter Lawford, miembro del Rat Pack en sus años gloriosos, y por tanto buen amigo de las peleas nocturnas, se lanzó a por él y empezó a golpearle. Pronto se unieron otros clientes y algún camarero. A Lennon le golpearon hasta en el aparcamiento, antes de darle una patada en el culo y meterlo en el coche mientras Nilsson se partía de risa.

John Lennon
Fotografía: Gary Lewis. Cordon Press.

Whatever gets you through the night

«Así es la vida sin Yoko», debió de pensar John, y se resignó. May Pang no podía ni soñar con controlarlo. A May Pang le pegaba John por las noches y luego le reñía Yoko por las mañanas por permitirlo. «No le dejes beber», decía, como si Lennon no tuviera ya treinta y tres años. Quedaba, sin embargo, la música. Quedaba el disco que tenían que grabar, el homenaje a las raíces de lo único que nunca le había fallado; abandonado por su padre y después por su madre, decepcionado por Paul, por Maharishi y por el psiquiatra Arthur Janov y su «grito primario», el rock and roll seguía siendo su fiel compañero desde que, en 1955, la película Semilla de maldad promocionara de manera casi involuntaria el «Rock Around the Clock» de Bill Haley & His Comets.

Quedaba la música y quedaba el disco, sí. Faltaba, sin embargo, Spector, que, por supuesto, había perdido el juicio por divorcio con Ronnie y se había deprimido. Cuando John intentó hablar con él para continuar sus sesiones, Spector decidió no cogerle el teléfono. Cuando Lennon llamaba, el productor nunca estaba en casa. «Dame al menos las cintas», le escribió por carta, pero Spector mantuvo el silencio, como hacía en el estudio, hasta que un día le ofreció un chantaje: las tendría de vuelta, sí, pero quería dinero, claro. John denunció a Phil y la editorial de Chuck Berry denunció a John: su «Come Together» era demasiado parecida a «You Can’t Catch Me».

Mientras, los Beatles, por supuesto, seguían negociando su separación legal, aún no oficial pese a la caída en desgracia de Allen Klein. Quizá, después de todo, sin Yoko y sin rock and roll, aún quedaban sus viejos amigos de Liverpool. De vuelta ya en Nueva York, Lennon grabó Walls and Bridges, consiguió llegar al número uno de ventas con «Whatever Gets You Through the Night» —cantada junto a su amigo Elton John—, amagó con la reconciliación con Paul McCartney, le produjo un disco a Ringo y estuvo a una discusión de participar en el concierto que George Harrison dio en el Madison Square Garden. «No sé quién eres, no te reconozco», dice May Pang que George le soltó a John mientras le agarraba de la solapa, después de negarse a aparecer en la firma de los papeles de disolución de la banda y mandar en su lugar un globo aerostático con el mensaje «Escuchad a este globo».

Hubo un último intento de acostumbrarse a Los Ángeles, de pertenecer a toda esa jet set enloquecida que el hijo de Julia y Alfred Lennon siempre había despreciado desde su infancia de clase media-alta en un Liverpool bombardeado. El de la tía Mimi y las buenas costumbres. En marzo de 1975, volvió a California a presentar junto a Paul Simon la entrega del Grammy al mejor disco del año. «Hola, me llamo John y solía tocar con Paul», le escribió el guionista para que dijera antes de que Simon replicara: «Hola me llamo Paul y solía tocar con Art».

A Lennon, Paul Simon no le caía muy bien. Demasiado serio. Demasiado concentrado en su trabajo. Con un ego solo comparable al suyo. El típico borde que no le reía las gracias. Quizá, probablemente por eso, lo admiraba. El premio fue para Olivia Newton-John, y en vez de recogerlo la angloaustraliana —esto fue antes incluso de Grease— subió al escenario Art Garfunkel, con cara de ir a partírsela a alguien, a ser posible al más pequeño. Lennon reía como reía cuando estaba sobrepasado. Aquello no era música, aquello era Sálvame Deluxe versión setentas.

The End

Y así, poco a poco, la nostalgia empezó a apoderarse de él. En todo este tiempo de locura y continuo desmadre, Lennon dio muchas entrevistas en las que insinuaba una vuelta de los Beatles. Estuvo a punto incluso de ir con Paul y Linda a Nueva Orleans para participar en la grabación de Venus and Mars de Wings, el nuevo grupo de McCartney. Nunca sucedió. En su lugar, sucedió Yoko. Si la reconciliación tuvo lugar en el famoso concierto de Elton John en el que Lennon tocó en directo por última vez —despidiéndose ni más ni menos que con «I Saw Her Standing There»— o si, como dice Pang, todo sucedió más lento y más tarde y con hipnotistas de por medio, nunca lo sabremos.

El caso es que ahí acabó el Lennon más autodestructivo y vulgar, pero a la vez el más divertido ante los medios, el capaz de ir a una entrevista de promoción a una radio de Nueva York y quedarse una hora entera pinchando discos y leyendo publicidad de comercios locales. El más relajado, sobre todo cuando Los Ángeles quedó atrás. Una vez acabó por fin la grabación de su Rock ’n’ Roll (hubo que volver a hacer el disco entero, lo que había hecho Spector no servía de nada), se metió en el Dakota a cuidar a su hijo Sean y cocinar pan y no se volvió a saber de él en cinco años.

Cuando Mick Jagger se enteró de que John y Yoko volvían a estar juntos, se limitó a decir: «Bueno, supongo que he perdido a un amigo». Keith Moon murió de una sobredosis en 1978. En 1979, Ringo fue operado a vida o muerte en un hospital de Montecarlo. Sorprendentemente, Harry Nilsson aguantó lo justo para ver cómo Mariah Carey devolvía «Without You» al número uno de las listas de medio mundo. Ese mismo invierno, murió de un infarto a los cincuenta y dos años. Phil Spector, a sus setenta y nueve, cumple condena desde 2009 por el asesinato de la actriz Lana Clarkson, que apareció muerta en 2003 con un balazo en la boca.

En cuanto al propio Lennon, ya saben, volvió a la música con Double Fantasy en 1980. Era su primer disco en cinco años y se aseguró de convencer a todo el mundo de que no sería el último. Sean estaba ya criado, Yoko era una empresaria de éxito y todo parecía encajar para su vuelta al estrellato musical. Lo impidió Mark David Chapman un 8 de diciembre disparándole cinco veces por la espalda. Cuando la policía le preguntó por qué lo había hecho, Chapman respondió que se lo había ordenado Holden Caulfield.

Autor: Guillermo Ortiz

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