Rogelio López Cuenca: un viaje de la textualidad al texto

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El Museo Reina Sofía se ha convertido en sede por varios meses de la primera muestra retrospectiva de uno de los artistas españoles de mayor y más fructífera trayectoria a lo largo de las últimas cuatro décadas. Nos referimos al malagueño Rogelio López Cuenca (Nerja, 1959), quien nos propone con dicha muestra un recorrido por su quehacer artístico a través de mapas afectivos y de contingencias. La exhibición precisamente mapea un recorrido artístico en el que se aprecian las características formales y conceptuales de su obra, marcada por la pluralidad, ya sea de lenguajes –propios de las vanguardias, la abstracción, el lenguaje popular y el pop–; de soportes –la pintura, las instalación, la intervención urbana, la fotografía, el grabado, la música, etc.–, hasta la variedad temática que responde a las preocupaciones que a lo largo del tiempo han ido inquietando al artista. Hablamos de un creador altamente comprometido con su contexto, que se cuestiona desde los predios del arte aquellas problemáticas que hoy aquejan a la sociedad. Las migraciones masivas, el neoliberalismo en la cultura, la banalización del arte como mercancía, la crítica institucional, el espacio de la ciudad y la memoria histórica, son algunas de las interrogantes que al artista le preocupan y ocupan; pues utiliza el medio artístico como resorte para denunciar aspectos de la sociedad posmoderna, signada por la lógica del consumo.

Desde los inicios de su carrera en la década del 80’ de la pasada centuria Rogelio López Cuenca ha mantenido como constante el diálogo entre las artes visuales y la poesía. De hecho, su producción artística toda funciona como un gran metatexto que alberga muchos textos y signos. Precisamente un análisis semiótico de su obra nos permite descifrar, desde el lenguaje de los signos, esos mensajes intrínsecos que albergan y que a simple vista no son apreciables. Mientras que el rol que juega el componente textual es primordial a la hora de definir la marcada vocación conceptual del artista. No de manera fortuita el título de la exposición “Yendo leyendo, dando lugar” responde a esa línea de continuidad que se puede rastrear en la obra de un filólogo de formación. Es innegable la presencia del fundamentalismo textual como rasgo distintivo de su poética. En ella persisten las variaciones de aquellas complejas relaciones establecidas entre texto e imagen desde los años 60’, deudoras sobre todo del grafiti y del pop art.

El texto como suplemento verbal, título o registro; como base estructural, y como aportador de sentido puede corroborarse en un buen número de las obras expuestas. Ilustra este fenómeno especialmente esa zona de la muestra donde se reúnen en una sala de paredes negras –museográficamente bien ejecutada– muchos carteles con palabras aleatorias que nos recuerdan la estrategia dadaísta de Tristán Tzara a la hora de hacer un poema. Tal cual si hubiesen sido extraídos de una bolsa aleatoriamente, las palabras allí reunidas no guardan un orden de lectura lógico, pero funcionan como base estructural y a la vez generadoras de contenido. Como bien definiera el escritor rumano en su propio poema: “El poema se parecerá a usted. Y es usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendida del vulgo” .
En esta pieza particularmente el texto mismo es la obra: naturaleza tautológica que nos lanza a reflexionar sobre los intereses del creador y los propósitos que lo animan. ¿Imagen escrita o escritura imaginada? Poco importa si ambas se funden en una sola pieza, en un mismo espacio, y nada nos impide reapropiarnos de viejas nociones para recordarnos el impulso que otorgaron a esta relación artistas como Bárbara Kruger, Joseph Kosuth, Joseph Beuys, Dennis Oppenheim, Jean Michel Basquiat, Jenny Holzer, entre otros. Sin perder de vista la influencia de Marcel Broodthaers, quien sintetizó, lo al parecer imposible: la fusión magistral de poesía, ideología e historia del arte.

La ciudad y el poema, o la ciudad como un gran poema sobre el que se sobrescriben historias personales es una de las vertientes conceptuales que más le interesa abordar a López Cuenca. Destaca la pieza en la que inserta a manera de collage sobre un mapa cartográfico de una ciudad, aquellos elementos sociales y urbanos que la han identificado a lo largo de la historia y que por tanto la definen. Porque el artista entiende la urbe como un fenómeno exógeno, que se modifica constantemente y que guarda la memoria de historias personales. A partir de ahí, entiende el relato histórico como ficción, ya que su supuesta objetividad queda desmontada y se contrapone a los relatos artísticos –arte popular, relatos orales, canciones– donde quedan agrupados los recuerdos de los individuos que son inclusive más verídicos y aportadores a la memoria histórica universal. De esta forma el artista se cuestiona el poder de las élites a la hora de narrar la historia y pone en entredicho el componente de “verdad” del discurso, ya que está altamente determinado por quien lo emite y desde donde se emite. La construcción de la historia como una gran falacia es una temática que aborda con una vocación de antropólogo social, en la que desenmascara y pone en tela de juicio verdades absolutas que han sido asumidas por la sociedad, sin esta pararse a pensar que dichos relatos no han sido más que el resultado de la manipulación intencionada de unos pocos que rigen el poder político, social y económico.

Especialmente las piezas “Mapa de Valencia” (2015) y “Casi de todo Picasso” (2010), ponen de relieve la violenta transformación de las ciudades que exige el neoliberalismo, las cuales se sirven del arte y la cultura para producir eventos espectaculares destinados a la fabricación de consenso social. La instalación “Casi de todo Picasso” reúne toda suerte de objetos, postales, carteles y souvenirs reales y creados por el artista, para abordar la sobreexplotación de la marca Picasso como marca comercial que se puede aplicar a cualquier tipo de producto. La ciudad de Málaga ha utilizado la marca Picasso para fusionarla a la imagen de la ciudad, por lo que la urbe gira en torno al relato del artista y la vez “malagueñissa” la figura del creador. Una vez más se pone en evidencia la fetichización del nombre del artista y su cosificación en beneficio del mercado; a la par que pone la mira sobre cómo la intensificación del turismo en las ciudades responde a la misma lógica del capital que se aplica ante los recursos naturales.

De esta forma, en “Yendo leyendo, dando lugar” Rogelio se repiensa y cuestiona muchas interrogantes que hoy preocupan a la sociedad contemporánea. A la vez utiliza el espacio del museo para legitimar un discurso que a contrapelo resemantiza conceptos que han quedado anquilosados. Sin embargo, también practica la crítica institucional a partir de los resortes del propio museo, en la misma medida en que juega con el paradigma de este como institución sagrada que atesora obras de arte únicas. Desde la burla o el choteo cuestiona los mecanismos de museificación del arte; lo cual se pone de manifiesto, por ejemplo, en la cinta que coloca delante de algunos de sus cuadros-poemas con la frase “Do not cross art scene”. A manera de espacio “vedado”, las piezas que la cinta delimita se convierten automáticamente en objetos de una autenticidad incuestionable. De esta forma se reafirma la Teoría Institucional del Arte que actúa en la instancia de la legitimación, en tanto dice que algo es una obra de arte cuando los expertos así lo prescriben.

El soporte o medio de expresión que el artista utiliza responde precisamente a las necesidades conceptuales de las obras, pues lejos de encasillarse en un único lenguaje, López Cuenca prefiere explorar y aprovechar lo que la pluralidad de medios tiene para ofrecer. La muestra concluye con una instalación que lo pone de manifiesto: “Las islas”, producida especialmente para la exposición. En ella hace una relectura crítica de textos y grabados históricos relacionados con el “descubrimiento” de América. Combina vídeo, instalación y textiles, por lo que mediante disímiles canales sensoriales –sonidos, textos e imágenes–, compone un gran ensayo visual, cuya lectura se efectúa transitando por su interior de manera libre. No hay un orden predeterminado para que el espectador se adentre en la obra y descubra la intención del artista de denunciar el lado brutal de las ingenuas fantasías turísticas del encuentro con lo “auténtico”; así como respecto a la metáfora sexual de “las tierras vírgenes” y la atrocidad del colonialismo. Protagonizan la pieza varios maniquíes que visten camisas cortas de estampados muy “tropicales” en los también inserta fragmentos de famosas obras de arte. Las camisas funcionan en esta ocasión como identificativos de un imaginario asociado a América –trópico, calor, color, diversión, escenas de colonización–. Como un gran “pastiche” nos remiten una vez más en la poética de Rogelio a la denuncia de la perpetuación del colonialismo a través de la industria turística y de la propia neoliberalización de la cultura. A la figura del “pastiche” López Cuenca le otorga protagonismo en esta pieza en la que además le sirve de punto de partida para reflexionar sobre los canales de promoción del arte y su fetichización desde la propia institución museo, la cual vende en sus tiendas objetos estampados con fragmentos de las obras de los artistas exhibidos en sus instancias.

Un diáfano eclecticismo formal y lingüístico, desde el caligrama ortodoxo hasta el audiovisual, queda manifiesto en esta muestra depositaria de un abigarramiento sereno, quieto, nada fanfarrón. Las muchas obras exhibidas no amenazan en ningún momento el equilibrio de una puesta en escena propicia para investigar –desde lo antropológico y cultural– una gran zona de la producción artística de López Cuenca. Advertimos desde un posminimalismo inteligente, agudo, cálido, hasta un apasionamiento contextual, heterodoxo y plural, en la propuesta de este artista deseoso de reformular constantemente ante nosotros, como espectadores, lo más caro de nuestro imaginario individual y social.

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