Las constelaciones de Joan Miró

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Miró: Constelación Antoni Llena responde al encargo que la Fundació Joan Miró hizo al artista barcelonés, nacido en 1943, con la misión de ir mostrando paulatinamente el manantial de bocetos y dibujos-collage de sus fondos que, por su fragilidad, se exponen muy raramente. De un total de 8.000, Llena seleccionó los 150 con los que se sintió más afín y los ordenó por extrañas familias que, ahora colgados en las paredes de una de las salas del edificio de Josep Lluís Sert, componen una galaxia deslumbrante que podría parecer muy lejana. Hay que mirarlos desde la altura –de ideas y emociones– y no desde lo terrenal, pues aunque primigenios, representan lo más genuino, soñador y subversivo de la herencia de un antipintor que, en los años treinta, se revolvió contra la tiranía de las convenciones. La exposición, inaugurada en febrero en la fundación barcelonesa, tuvo que cerrar sus puertas pocas semanas después. Allí permanecen los dibujos, arropados de nuevo en su impenetrable vida, hasta la futura reapertura del centro, todavía sin fecha concreta.

Muchos de estos dibujos son el origen de las obras más conocidas de Miró. También hay otros que nunca llegó a materializar pese a haberlos esbozado repetidamente durante años. Explica Antoni Llena que ha escogido los menos coloristas y también los más iconoclastas: “Miró es un artista que sube muy alto, y cuando está arriba del todo, le da un puntapié a la escalera y se queda ahí, como una estrella más, aguantándose por su intensidad y radicalidad absolutas”.

Y hacia allí mismo, donde igual que el éter las montañas parecen menos empinadas, podemos subir la mirada y dejarla caer con disimulo hacia abajo –no sea que el abismo aumente bajo nosotros– para alcanzar la cresta, defendida por estrellas tentaculares y pequeños círculos como pájaros que parecen comunicarse unos con otros para advertir de la lluvia. El sol tampoco parece inmóvil, se desplaza lentamente vertiendo un chorro azul sobre la constelación de trazos que ocupan de arriba a abajo toda la sala, como filtrados por los muros. Dibujos y composiciones enlazan emociones, de vez en cuando dejan un vacío y después regresan como una respiración gracias a las figuras, cortadas a cartón o dibujadas al carboncillo, a un enigmático guijarro sobre un campo verde, un cabello perseguido por dos planetas, un rostro con tres narices sobre una bota o la reina Luisa de Prusia, reducida a la figura de un felpudo y dos pechos en jarras, a punto de entrar en la escena del crimen.

“El artista más íntegro está aquí, grotesco, sublime, vulgar, sofisticado”, aduce Llena. “No es un Miró espectacular, pero aquí está todo el material auroral. Él sentía la necesidad de extraer del vacío todo aquello que silenciosamente pedía ser formalizado en una realidad sensible. Era un ser terrenal que trabajaba sin red, no quiso otro techo que no fuese la bóveda celeste, ninguna seguridad que no se apoyase en el vértigo de la existencia. Solía decir que pintaba como las gallinas, que con la cabeza picotean el grano en el suelo y con la cabeza en alto se lo tragan. Nunca quiso desligar materia y espíritu. El último Miró no olvida al primero y el primero vaticina el último”.

Autor: Angela Molina

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