Los caminos del bosque de Luis Eduardo Aute

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Cantante, pintor, poeta, cineasta… Artista poliédrico, alma renacentista y, a pesar de todo, un anti divo, Aute nos dejó hace unos días, pero su obra -cantada, pintada, recitada- nos queda como sello indeleble de su inmenso talento

Yo, tú, él, las tres personas del verbo. Por ahí asoma el final del trayecto. Labios que habrán de sellar el último beso. Vas andando, extraviado del Sur, de la luz y las sombras. Es la curiosidad, la intuición, ser a la vez perversos y angélicos, el estar ahí. Indagar las secretas intenciones que puede haber detrás de estar vivo. El pintor que agarra una guitarra. El artista tiene una patología: el síndrome de Peter Pan. Da igual un bolígrafo, un pincel, en el fondo es un no querer crecer, un seguir jugando. Miras esa foto que te hizo tu padre mirando el mar con apenas dos años. Sigues siendo aquel niño que destroza el oso de peluche para ver qué hay dentro. El universo converge en un punto cuando mediante un guion, un lienzo o unas canciones, nos apartamos del mundo. Porque toda la belleza se encuentra en tu mirada. «Reivindico el espejismo de intentar ser uno mismo», dijiste.

Para Forges, «Eduardo es mucho más importante en todo lo demás, que como cantante». «Fue un creador de imágenes entre lo sagrado y lo obsceno», recuerda Borja Casani. Pero, sobre todo, para Luis García Gil, «Aute es un poeta». Ana Belén pone el acento en que «consiguió conectar a varias generaciones, incluso a los chiquilines que vinieron luego. Tenía una voz estupenda, era un gran intérprete». Anti divo, teniendo tantos dones, «Eduardo se ríe de sí mismo -continúa Forges-, cuando canta aquello de «bueno, qué me dices, cantautor de las narices»». Peleón y subversivo, «siempre hizo en cada momento lo que le gustaba hacer», recuerda Carlos Montero, compañero en su viaje musical desde el principio. Ese ser autárquico, anárquico dentro de un orden, reclutó a Luis Mendo, cuya deuda con el de Manila es eterna: «Un hombre libre, artísticamente al menos, en todo lo que ha hecho». Taumatúrgicamente, «vivió haciendo lo que le dio la gana».

Pero tú, Luis Eduardo, siempre dabas vueltas a lo mismo, esa mirada en el espejo, esa búsqueda introspectiva, esa pregunta existencialista, viñetas, dibujos, fotogramas, versos, melodías, todo era para ti un aprendizaje vital, porque así te gustaba describirte, como un vitalista. «No acabamos de aprender nunca. Se aprende de los errores, sobre todo». Y a medida que fuiste consciente de que tu tiempo llegaba al final, fuerte como una roca que eras, que nunca habías pisado un hospital, según te quedaba menos tiempo en el planeta, se iba incrementando la curiosidad.

Y sobrevino el infarto. Y el coma. Dos meses. Tu amigo, eso es un amigo, Silvio Rodríguez, te llevó a la Habana, cerca de su casa, a rehabilitación. Y te vino bien, hubo mejoría. Tu hijo, Miky, con quien tanto tiempo compartiste tu locura de los dibujos, hasta cinco mil, en aquel encierro que duró años en el estudio, te leía el periódico, levantándose con ilusión por verte despertar. Luego vino el homenaje, ¡Ánimo Animal! Y todos se volcaron, con energía incontrolada, Rosa León, Massiel, Serrat, Marwan, Drexler, Dani Martín, Ismael Serrano, Ana Belén, Pedro Guerra, Víctor Manuel, Luis Pastor, Rozalén, Sabina, Silvio, Mendo.

Sabina, Rosa León, Aute, Massiel y Serrat en los 80
Sabina, Rosa León, Aute, Massiel y Serrat en los 80

La luz se estaba apagando y por tu mente pasaron fugaces las imágenes de una vida que había merecido la pena ser vivida, edificando amistades, cantando al amor. Manila, febrero de 1945. Los aviones norteamericanos bombardean la ciudad. Recuerdas el olor a muerte debajo de las camas. No es hasta 1954 que aprendes a escribir en español. Un profesor particular te enseña la poesía. Tu padre pone discos de ópera. Y con 16 años te regala tu primera guitarra. Así nace el Aute cantautor, al sumar letra más música de manera natural, bajo el primer impacto de Bob Dylan. «Dylan me enganchó, si podía hacer eso con cuatro acordes. ¿Por qué no yo?».

A Massiel ya la conocías de antes, «era un torbellino por donde pasaba, como Atila». Le diste unas canciones y los de Zafiro las metieron durante un año en un cajón. Ahí estaba «Rosas en el mar», lo mismo que «Aleluya Nº 1». Tres meses arriba en México. Pero como recuerda Jesús Muñárriz, tenías un pánico tremendo a cantar. Te empezaron a incordiar las discográficas, fue acoso y derribo, durante meses, contratos fabulosos, increíbles. Sales bien peinado, con traje y corbata, en la televisión. Sientes que esto de cantar es más serio de lo que parece, una gran responsabilidad, porque puedes llegar a millones de personas.

Las 24 canciones breves de 1968 fueron un alarde vanguardista de sencillez interpretativa, «canciones sucintas, muy sentidas». Te abrumaste, y decidiste parar. Cinco años, nada menos. Una etapa de recogimiento, de donde salieron canciones como «Las cuatro y diez». Y volviste con un éxito gigante. «De alguna manera». «Al Alba». 1973. Qué canciones. Vino de improviso, en realidad una canción de amor desesperada. Fue Rosa León quien en los directos comenzó a presentarla como dedicada a los últimos fusilados. Pero nunca fue pensada para eso. «Fue la gente la que la convirtió en un himno».

Proceso creativo

Sabina está tocando en pubs de Londres. Un amigo le trae un disco, Espuma. «Me aprendí todas las canciones». Y es que, como recuerda Carlos Montero, «cada disco era un nuevo reto». Hasta aquel descacharrante álbum sobre los personajes de Forges. Una semana día y noche, de ocurrencia en ocurrencia, sin dormir, a ver a quién se le ocurría la gilipollez más grande. «Ay, Mariano, Mariano, no te marcas un gol desde el verano». Cuando Carlos Tena te lleva a su Popgrama, te pregunta: «¿Vas a actuar delante de la gente?». «Pienso que lo haré. Lo que no sé es cuándo», le dijiste a toda España. Con esa guapura y ese aire tímido que te hacía irresistible.

El proceso creativo. Tú mismo lo explicaste: «La página en blanco, comienza con una frase. A veces da lugar a una canción, otras a un poema, y por serendipity, me encuentro al final con un dibujo. Por lo general voy bastante virgen a este proceso, que muchas veces termina en el cesto de papeles, con cuatro palabras tachadas».

«Con el arte, te ahorras mucho en psicoanalistas», decía Aute
«Con el arte, te ahorras mucho en psicoanalistas», decía Aute

Prioridades. Suspendías todo, excepto el dibujo, que sacabas sobresaliente. En casa, no hay estudio de grabación, pero no podrías imaginarla sin un espacio para pintar, tu refugio, lo que te da la vida. Para Fernando Bellver, «tenía un oficio de pintor increíble». Comenzaste con óleos grandes para pasar a una suerte de puntillismo, boligrafías de temáticas que retratan una mística carnal, lo erótico y lo religioso. «La Capilla Sixtina es un monumento a la carne», declaraste. «Cuando me encierro a pintar, salgo aliviado. De las artes, es la más libre de todas. Y como, no sé por qué, necesito contar cosas, te ahorras mucho en psicoanalistas. En el estudio no hay nada que respetar, no hay límites. Es descargador».

Gonzalo G. Pelayo te recuerda «gozoso, pleno de felicidad» a tu paso por Gong. Terminaban los setenta y sacas Alma, con canciones como «Pasaba por aquí». Luego Fuga. Sigue recordando Gonzalo cómo Ariola se lo tomó en serio, y con Cuerpo a cuerpo alcanzaste el número 1. Aute y Mendo, primero por pueblos, luego en recintos más grandes, en una gira interminable, del 83 al 86, viajes que se prolongaban después del verano, montando una banda increíble, con Tino di Geraldo, Bernardo Fuster.

Hubo un pequeño florecer de la canción de autor, rememora Ana Belén. Hasta que en 1987 Luis Eduardo decide pegarse un tiro en el pie, hacerse recuerda Gonzalo «el harakiri comercial». Entra con Suso Saiz a realizar su obra maldita, Templo. Iconografía religiosa, con alto octanaje de erotismo. Ahí no había nada parecido a un single. Para Luis García Gil «se trata de una obra maestra, articulado en contra del sistema, un suicidio en lo comercial». Esa otra virtud tuya, la valentía, sin dar importancia, la coherencia, la honestidad, de escribir en 1989 una canción como «La belleza», alegato contra la vulgaridad de los nuevos ricos. Contra el poder tecnológico, esa nueva divinidad. Contra el feudalismo de los nombres y apellidos de las listas Forbes. ¿Vivir era esto? Productividad, índice de beneficio.

Alma renacentista

Entonces, con Mendo, os fuisteis a descubrir América y América os recibió entre aplausos, Cuba, Ecuador, Argentina, Colombia, México. Ya eran los años noventa, un momento delicado para los cantantes. Pero tú seguiste cantando. El sexo, uno de los actos más bellos del ser humano. Sin esa cosa misteriosa que es la líbido, detrás, no te podías imaginar creando nada. Sexo y violencia, eros y tánatos. Te enamoraste del cine, cine, cine. Y también ahí dejaste tu impronta, tan personal, tan poética. Como en los magistrales episodios de Un perro llamado dolor. Fascinación por Buñuel, por Dalí, por Lorca.

No hay más que caras de un solo alma renacentista, que escribe libros de poemas; recitas divertido en contacto cercano con el público, sexo animal de tus «poemigas», híbridos entre haiku, aforismo e iluminaciones de Rimbaud o Baudelaire. «Quien no tenga sueños, prepárese para tener dueños». El Aute más rompedor, te dice Luis García Gil, es el de la primera mitad de los setenta, cuando publicas los poemas de La matemática del espejo.

De tanto auteretratarte, llegaste a campeón de la elegancia, entendida como ejemplo siempre de lo que debe hacerse, cómo debe uno comportarse. ¿El secreto? La empatía, tú mismo nos hablas: «Tener la consciencia y la consideración del otro. Meterse en ese plano, en la piel del otro. Mirar a través de la mirada del otro. Eso nos enriquecerá siempre. Estamos en un bosque siempre fijándonos en el bosque. Y olvidamos que lo que importa es ser felices. Es el bosque el que no nos deja ver el árbol». Por eso cantaste: «entre morir o matar, prefiero amar». Sin reloj, como el niño del cuento del libro de los abrazos de Galeano, que llevaba pintado un reloj en la muñeca. El tiempo no lleva reloj en Albanta. Volver a ser el niño que miraba el mar. Queda la música.

Aute con Joan Baez durante un concierto en Madrid en 1983
Aute con Joan Baez durante un concierto en Madrid en 1983

Tres discos imprescindibles

Hubo un tiempo de poetas para los que nada de lo humano parecía ajeno: amantes del retrato, el claroscuro, la carne, la muerte y el diablo. Apasionados de la vida, la risa, la afirmación del instante, a caballo entre lo sacro y lo profano. Voces y letras que invitaban a emanciparnos, a poner pétalos sobre el erotismo, a dar agua a un tiempo con sed de libertad. Luis Eduardo Aute, como Zaratustra, tuvo que bajar de la montaña y cantar. Acaso hubiera preferido los lienzos o la cámara y dejar para otros los escenarios, el ocio y negocio de la música. Pero desde muy temprano no tuvo elección, su querer fue el del artista total, como Leonardo. Como un verso de Neruda, se lanzó al deseo carnal a manos llenas. Su afán de sensualidad no quedó ahí, sino que llegó a subir en una mística carnal, si algo así fuera posible, para volver al sofá, en la soledad del alba, con los recuerdos de tantos senos desnudos, de tantos cabellos, a sabiendas de que estamos de paso. Confesando que hemos vivido cuerpo a cuerpo. Con alevosía y con alma. Templo y rito de luz cegadora en la espuma de los días. Desolados al fin, a la intemperie de nosotros mismos.

1. TEMPLO (1987, Ariola)

La desnuda producción sintética con bajo eléctrico funky punzante y apenas algunos riff de guitarra aderezados con una batería gélida muy de la época ha resultado treinta años después un hallazgo, al situar la voz de Aute y el acompañamiento de coros en algún lugar intramuros desde donde penetrar en el mayor de los misterios. Y lo hace como es su tónica habitual, mediante un juego dialéctico de contrarios que se resuelve tras contemplar perplejo el rostro jánico del concepto. Un via crucis donde cantar el Aleluya, como un Cohen que hubiera bajado a categoría de nazareno en la Semana Santa sevillana y hubiera sentido la voluntad de poder ser lo que uno tenía que llegar a ser. Ascéticas viñetas donde sentir el éxtasis del sagrado perfume del universo. Pasos ceremoniosos, flagelos, reverencia, abismal llamada desde los ojos de una mujer, aun sin ser dignos de entrar. Guitarras flamencas. Es la saeta y su pálpito de amor brujo. La fuga en un beso que hace del retumbar del tambor sello de eternidad. Policromados pasos del amor que mantienen la tensión antes de atreverse a usurpar la morada. Consagración del altar, bebiendo la sangre y el cuerpo en un éxtasis de ángeles caídos.

2. ALBANTA (1978, Ariola)

Peculiar sonido el de este Albanta, lugar imaginario creado por su hijo Pablo, donde las disgresiones sureñas de Armando de Castro a la guitarra y los desbordamientos roqueros de Teddy Bautista y los miembros de Los Canarios acabaron sentando la mar de bien a unas canciones que se encuentran entre lo más inspirado de su prolija producción. Disco de lo más variado y sin embargo unitario en su discurrir, que fluye sin agotar, algo de lo que el propio Aute advertía en su tango del cantautor. No se hace esperar «Al Alba», la canción que habita en la boca del pueblo y que cada uno entiende a su manera. Pero es que hay mucho más en este disco, que ofrenda de inmediato «Tiempo al tiempo», poesía al más puro estilo Fabrizio De André, seguida por «De Paso», quién sabe si un ejemplar homenaje al disco homónimo de su coetáneo Hilario Camacho. La voz de Aute aquí suena libérrima, sin la autocensura de otras tardes, trémula y expresiva como nunca. Precioso puente en versos hilados que coagulan en una emocionante sinestia generacional de la Transición. El disco esconde la, a mi juicio, mejor oda a la resaca jamás cantada y de propina un himno como fue «A por el mar».

3. RITO (1973, Ariola)

Los sueños de la razón producen monstruos. Bien lo sabe Aute, que se diría quiso esperar a haber madurado un estilo antes de lanzarse a generar una cascada de versos interpersonales, un diálogo inagotable donde siendo el amor la constante apenas si susurra la palabra. La segunda persona del singular sirve al poeta para ir quitándose los ropajes hasta llegar a la simple desnudez emocional, que llega «de alguna manera». Escenas goyescas, Cronos devorando a sus hijos se intercalan con alcobas vacías en un día de lluvia. Nostalgia mezclada con rebelión que no acepta la condición mortal. Son pesadillas de medianoche, encuentros con la parca entre sudores de duermevela. Pero la luz se abre paso en la preciosa «Acaso», un alegro ma non troppo que anuncia una nueva primavera en la mirada. Raros son los discos que van de menos a más, de lo oscuro a lo claro. Así discurre haciéndose el manantial más ancho y su discurrir más rápido mediante ambientaciones renacentistas cuando no barrocas. Y así llegamos a ese cénit que sale solo a veces, casi sin darnos cuenta, que es «Las cuatro y diez», una canción milagrosa, que parecía estar ahí esperando a gritos que el poeta la trajera a la vida.

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